La tierra que nos dio Rulfo
Hermann Bellinghausen
La Jornada
Vine a San Gabriel porque me dijeron que acá vivió un escritor, un tal Juan Rulfo. Me lo dijeron en la escuela hace un siglo, lo encontré en diccionarios. Prometí a mis maestros que vendría si eso era cierto.
–Sí, vivió –me dijo un hombre que también iba al pueblo–, pero ya no. Nadie queda que lo conociera de entonces. Después sí, cuando ya no vivía. Aquí. Lo vieron tomar fotos con una camarita que trajo. Y su señora. Hace años.
Se sabe que nació en Apulco. O Sayula, donde lo registraron. Eran tiempos de revolución y bandidaje. En San Gabriel creció Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, y aprendió a leer y escribir, que es lo importante. Una mujer de rebozo que caminaba con pasos cortos y rápidos alcanzó a señalar una fachada blanca de ventanas enrejadas.
–Esa fue la casa del señor del que anda averiguando.
Y sí, una placa decía aquí vivió Juan Rulfo. El pueblo está lleno de ecos y hasta los jóvenes saben esas cosas.
–No nos queda más remedio –se justificó un muchacho que conocía la historia y dedicaba sus tardes a guiar visitas por los lugares de Juan Rulfo o de su obra. Son o no lo mismo, preguntarían mis maestros. Han de ser. El muchacho me enseñó fachadas y lugares con disposición indolente.
–La casa de Eduviges Dyada –dijo ante una posada en el centro.
Lo seguí con la mirada. Pensé que era un buen sitio para dormir si surgía la necesidad. Pero yo tenía hotel. Recorrimos calles solitarias. Se presentó como Roberto Lucero y le creí, no tenía por qué no hacerlo. Cursaba bachillerato. Con nuestros pasos espantábamos a los perros que husmeaban la basura, huraños.
–Este es el puente Galápago, donde se expió el padre Rentería –indicó cuando llegamos a un arco de piedra y tabique maltrecho que mal cruzaba un cauce reseco, cubierto de cizaña y cantos desperdigados.
–¿Por qué haces estos recorridos? –quise saber ante su esfuerzo.
–Es por los turistas, señor.
–¿Vienen muchos?
–Muchos no, pero sí siempre. Se aparecen cuando menos se piensa. Como usted –agregó después de un rato.
Sonaron las campanas. Debía ser por la hora. De la iglesia mayor, pero también de la Cruz Verde, tal vez del Santuario, y de La Sangre de Cristo. Como cuando murió Susana San Juan, recordé en un sueño.
–Sí –confirmó el guía como si me oyera el pensamiento–, la de Pedro Páramo.
Aseguró conocer La Media Luna, pero quedaba lejos. Y Comala, que no es la del libro. Quise saber si podía llevarme hasta Autlán, donde nació Carlos Santana. Sobrevino un silencio.
–Nació en El Grullo, pero en Autlán lo bautizaron –me corrigió sin responder.
–Gente importante salió de acá –dije para que confiara.
–Ni lo diga. También eran de San Gabriel el padre José Mojica, cantante del cine nacional, y un compositor famoso en Guadalajara y México, Blas Galindo.
Se detuvo a la sombra de un pirul.
–Esta es la casa del padre Mojica –y enseguida, con tristeza–, todos se fueron, sólo tenemos sus nombres.
–¿Los turistas preguntan por ellos? –dije.
–La verdad, no. Preguntan por Juan Rulfo, igual que usted. Los demás no le interesan a nadie.
Las nubes ya estaban sobre las montañas, tan distantes, cuando llegamos a la plaza de armas. Parecían parches grises prendidos a las faldas de los cerros azules. Una muchacha nos emparejó el paso. Nada tímida. También era guía. Su gafete, desleído por el uso, conservaba el sello del ayuntamiento. Fuimos al colegio de las madres alfonsinas, perdón, josefinas, donde estudiaban Juan y su hermano Severiano cuando Calles las expulsó por colaborar con los cristeros; los niños Pérez Rulfo se cambiaron al colegio de la maestra Prudenciana Cervantes. Mis guías me condujeron al Puente Nuevo, por donde se llevó el río los becerros de unos que eran muy pobres, y al portal de Óscar Villa, donde bajaron los indios de Apango.
Qué extraño que el aliento de Rulfo ande por todos lados si él se marchó pronto y para siempre. Gente que no lo conoció lo recuerda en una mentira o verdad que muerde como el aire frío que baja del volcán y se reparte por esta tierra poblada de exigencias. Salimos a la carretera y me mostraron el Llano Grande, el de los asesinos cuando estuvo en llamas.
–¿Ya no? –pregunté.
–Ya sí, los cárteles devolvieron las balas y el espanto –dijo en un murmullo Roberto Lucero.
–¿Iremos al cerro Petacal para ver cómo opera Monsanto? –indagué.
–No señor, no con nosotros. Se hace tarde –respondió la muchacha clavando los ojos en su iPhone. De repente ya no estaban, como los cuervos que vuelan cansados de su propio ruido y se pierden entre el aire viejo, el polvo y las piedras.