José Clemente Orozco en el Carrillo Gil
DAVID MARCIAL PÉREZ
México
El País
En 1947, un José Clemente Orozco en la cima de su carrera fue invitado a presentar en el Colegio Nacional, el club de los grandes nombres de la cultura mexicana fundado entre otros por el propio muralista, una exposición sobre la Conquista. Orozco tomó la crónica seminal de Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la Nueva España, como hoja de ruta para Los Teules, una muestra concentrada en la fiereza de la batalla y equidistante con ambos bandos. “Es el dolor, es el horror de un lado y del otro sin politiquerías –decía la crítica de entonces– Nunca se había pintado o hablado así de la Conquista”.
El Museo de Arte Carrillo Gil de la capital mexicana recompone ahora la muestra con 43 de las 60 pinturas, dibujos y acuarelas. La idea original del museo, una de las instituciones privadas con una de las mayores colecciones de Orozco, era aprovechar las siete décadas de su inauguración. Pero el azar, y la verborrea ideológica de algunos políticos, le ha hecho coincidir también con una furiosa ola de revisionismo desde el otro lado del Atlántico.
“El autor no se muestra antiespañol ni anti indígena. Nos viene a decir que la Conquista es: dolor humano, desgarramientos de carnes y de espíritus y temeridad como extremos”, defendía en los cuarenta el historiador y crítico Justino Fernández. “Evita hablar de víctimas y victimarios e intenta llevar a un plano de objetividad el choque brutal entre dos mundos”, argumenta ahora la directora del Carrillo Gil, Vania Rojas.
En su autobiografía, el propio Orozco dejó escrita una crítica a las interpretaciones adánicas del indigenismo. “Según ellos, la Conquista no debió haber sido como fue. En lugar de mandar capitales crueles y ambiciosos, España debió haber enviado una delegación de etnólogos, antropólogos, ingenieros civiles, cirujanos, dentistas y veterinarios”.
La postura de Orozco no llega a las cotas del director de Televisión Española, que la semana pasada prácticamente se envolvió en la bandera de los cruzados al defender que no hubo colonización, sino “evangelización”; pero tampoco hay duda de que Orozco fue de entre el famoso tridente de muralistas –junto con Rivera y Siqueiros– que glorificaron el nuevo México posrevolucionario, el menos entusiasta de su pasado prehispánico.
“Las obras se presentan como una sucesión descriptiva de episodios de violencia extrema”, explica la curadora de la exposición, Dafne Cruz. En el debe mexica, aparecen Cabeza flechada, un primer plano de un barbudo cristiano atravesado por la boca y por lo ojos; Piel azul, una figura totémica sosteniendo una cabeza cortada, o Sacrificio humano: una toma cenital, como si fuera una mesa de quirófano, donde un sacerdote introduce su mano en el torax de un cadáver para sacarle el corazón.
La representación de la violencia española queda patente en El desmembrado, un guerrero mexica hecho de pedazos rojos; o El alanceado, otro combatiente indígena atravesado por el vientre, que forma parte de la primera muestra pero que no ha podido ser rescatado para la recomposición del Carrillo Gil. Distribuidas por las paredes de las salas, se recogen frases que el propio Orozco, que asumió también la tarea curatorial de la exposición original, resaltó del libro de Díaz del Castillo:
Llegaron hartas cargas de tasajo cecinado de indios mexicano, que repartieron entre sus parientes y amigos y como cosas de sus enemigos las comieron por fiesta
Vuestras carnes son tan malas para comer que amargan como las hieles
“Orozco concibió la muestra casi como una crónica cinematográfica, con detalles y primeros planos que hasta ahora no había trabajado, y llevando a su máxima expresión en trabajo en caballete”, explica la directora del Carrillo Gil. Los oleos y guaches miden en ocasiones más de dos metros. Orozco aparcó el muralismo, pero no las dimensiones monumentales. En la mayoría, utilizó la piroxilina, un material sintético con el que jugó al final de su carrera para lograr densos empastes sobre la tabla y colores mates. Los trazos son gruesos y hay una intencionada geometría en las composiciones, así como una acumulación de objetos, cada vez menos figurativos, que lo acercan al expresionismo y la abstracción, en la que entraría ya sin pudor con su última obra, Alegoría Nacional, un mural pintado sobre la pared de un teatro al aire libre.
Más interesado por el mito clásico, el destino trágico del hombre o la tensión entre el mundo industrial moderno y la antigüedad, Orozco, como el resto de sus compañeros de generación, ya había tratado el tema de la Conquista. Su Cortés y Malinche, un fresco de 1926 que remata uno de los techos del Colegio de San Ildefonso, muestra a dos figuras simétricas y desnudas. Un Cortes de piel blanca tomando la mano de una Malinche morena: su esclava, traductora y amante. A los pies de la pareja, el cadáver de un indígena. La Conquista como final y como comienzo.