Diez obras tan universales como sobrevaloradas
Carlos Mayoral
El País
La lectura es un hábito sobrevalorado. Al menos, un hábito del que no se cuenta toda la verdad al presentarlo como imprescindible para el desarrollo intelectual. Porque por cada obra maestra nos encontramos mucho pasto para culturetas, porque por cada libro entretenido tenemos que pagar con unos cuantos mediocres, porque por cada genio tenemos que aguantar a no pocos poetuchos… por todo esto, resumamos diciendo que la literatura no solo consiste en embriagarse de párrafos inolvidables o sufrir stendhalazos inesperados; la literatura consiste, también, en aprender a convivir con el bodrio de manera más o menos constante. Ahora bien, una cosa es convivir con el bodrio y otra es que nos hagan pasar dicho bodrio por obra maestra de la literatura universal, por luz para nuestra ceguera humanística. A eso hemos venido a este texto: a desenterrar mitos del imaginario, a golpear la intocable piñata de los libros de oro con pies de barro. Supongo que esta lista de títulos sobrevalorados hará temblar los cimientos de más de un gusto literario firmemente construido, pero dejen que este que ahora teme por su vida conteste con una frase de Séneca: «El verdadero héroe en una obra literaria es el lector que la aguanta».
El guardián entre el centeno
La mítica obra de Salinger por la que el propio Salinger quiso esconderse durante años para no ser preguntado. Pero la realidad es que ese es el mismo Salinger que se bebe la orina propia mientras se niega en rotundo a mantener relaciones con su esposa. Seamos sinceros: esa figura, la del creador de la novela, es casi más atractiva que su mítica obra. El guardián entre el centeno tiene dos problemas principales. El primero tiene que ver con la expectativa creada. Una novela que cambia la vida de tanta gente, que consigue que esa misma gente peregrine hasta la casa de ese misterioso Salinger, tiene que ser una especie de Biblia. Y luego, nada, apenas un par de metáforas bien construidas pero ninguna guía espiritual, nada que moldee almas como la del asesino de John Lennon, que al ser capturado llevaba consigo el dichoso librito. El segundo problema es la edad. Holden Caulfield aguarda entre el centeno para que los adolescentes no se despeñen por el barranco de la madurez. Luego es una metáfora adolescente para lectores adolescentes. Leída por un cincuentón quizás resulte, cuando menos, anacrónica.
El alquimista
Uno puede pretender que su obra venda millones de ejemplares a lo largo y ancho del planeta, vale. Uno puede pretender que su obra venda millones de ejemplares siendo un libro de autoayuda, vale que vale. Lo que ya no tiene perdón es que se pretenda buscar la gloria literaria con un libro de autoayuda cursi. Un pastor andaluz buscando «el tesoro que todos tenemos sobre la faz de la Tierra». Es tan repelente que hasta le coloco comillas pese a no tratarse de una cita literal (aunque sí utiliza esas palabras para definir la columna vertebral de su argumento). Además, disfraza toda su obra de una especie de misterio que luego no nos lleva a ninguna parte. Me recuerda a esas series norteamericanas que te mantienen en vilo semana a semana durante cinco años para acabar «nadeando». Autoayuda cursi y misterios absurdos… casi nada.
Los pilares de la tierra
Nótese que el título de este artículo habla de «libros sobrevalorados», es decir, el texto no quiere sentenciar que estas obras sean malas, sino que la opinión general es exagerada ponderando sus méritos. Este tocho de Ken Follet, de hecho, no es malo. Yo lo definiría más como una novela mediocre, ni fu ni fa, o algo así. El principal problema reside en el ritmo narrativo. En ocasiones es lento, pesado, tedioso, con descripciones arquitectónicas que te conducen a la más simple de las construcciones: un puente para el suicidio; en otras ocasiones es rápido, diría que es tan rápido que no existe, pues pasa por alto años, terrenos, personajes… un sinsentido novelístico que está pidiendo a gritos que Tolstói, Galdós o algún maestro canónico del género resucite para liarse a escopetazos. Eso sí, mantiene la eterna dicotomía entre el bien y el mal: los buenos son muy buenos y muy desgraciados; los malos son malísimos y muy suertudos. Del final no hablo porque me he prometido no colar spoilers… pero, si el editor me dejara, terminaría este párrafo con unos puntos suspensivos de esos decepcionantes.
Tokio blues
Aparece Murakami, ya se le esperaba. Y además aparece su primera novela, la más celebrada (precisamente por esto último aparece). De nuevo, y como pasa con casi todo en esta vida, el problema lo encontramos en la expectativa. Título de una canción de los Beatles («Norwegian Wood»), argumento tejido sobre las revoluciones a las que el mundo se apuntó sistemáticamente durante los años sesenta, melancolía y tristeza en las primeras páginas… Sin embargo, los personajes van desnudándose poco a poco y, cuando ya han conseguido mostrar lo que ocultan, el lector descubre que se trata del exhibicionismo de la nada. Es decir, todo lo que auguraban se queda flotando en una superficie muy sugerente, pues al hundirte (a eso hemos venido aquí, a hundirnos) tienes la sensación de que podían haber mostrado mucho más, haber ahondado más en las miserias que les mueven. A ver, no digo yo que psicoanalice al personaje como Dostoyevski cien años antes, pero a una novela le pido no solo que ocurran cosas, sino también que me explique por qué ocurren. O que lo sugiera, no sé. Permitan que haga nuestra una frase que Ortega escribió para Baroja, y que ahora le dedicamos aquí al japonés: «De cada página suya parece querer levantarse un arte novísimo que al volver la hoja vemos caer en tierra como un gran pajarraco de alas muy cortas».
La campana de cristal
Soy muy fan de Sylvia Plath. Quizás esté entre mis cinco o diez escritores favoritos. Sin embargo, en esta especie de autobiografía, pareciera como si la maravillosa poeta hubiera escrito con los pies, con su genio habitual lejos, hasta casi hacerse imperceptible. Quizás sea porque estemos acostumbrados a su simbolismo brutal, a su manera de arrojarnos a las pupilas sus confesiones con un lenguaje poético inigualable. Claro, cuando ese simbolismo y ese lenguaje salen de la poesía para no llegar o llegar mal a la prosa, todo pierde sentido. Sylvia, si me estás leyendo desde alguna parte, perdóname; pero vale más un verso tuyo que las trescientas páginas de tu novela más conocida.
El hobbit
Es cierto que el fenómeno Tolkien se ve influido, para bien o para mal, por el pantagruélico banquete que la industria de Hollywood se ha pegado a su costa durante los últimos años. Pero no es menos cierto que El hobbit es el menos tolkieniano de los libros tolkienianos, y que más tiene de cuento que de gran novela. Cuentan que había escrito el texto para uso y disfrute de su hijo, pero la realidad es que el juez de la obra fue un niño de diez años por orden del editor (¿debió de ver este un excesivo infantilismo en la obra?). De cualquier manera, el lector no tiene más que comparar la profundidad de El señor de los anillos y, sobre todo, de su gran obra, El Silmarillion, para darse cuenta de que nos enfrentamos a una obra menor dentro del universo que supo construir J. R. R. Luego, insisto, vino América para equiparar la trilogía con el pequeño cuento (al menos en extensión, quizás también en el tono), pero hasta el más fanático de los fanáticos de Tolkien sabe que la comparación es burda y cruel.
Poeta en Nueva York
Vamos con las polémicas. Adorando a Lorca como lo adoro, decir que este libro está sobrevalorado me duele en el alma. Pero es que aquí la valoración ha de hacerse comparando con la propia obra del poeta. Poeta en Nueva York se mueve por ese terreno surrealista que ya entonces pisaba la moderna Europa, escapando de lo que había elevado al todavía joven Lorca a los altares de la literatura: la mezcla entre el personalísimo mundo del granadino y el mundo popular, es decir, la mezcla entre la palabra lorquiana y la tradición. En su Romancero, en su Cante jondo o en sus sonetos (género elitista por naturaleza) puede masticarse esa tradición popular que se pierde en su obra póstuma. De algún modo, las tragedias universales que golpean a Yerma o a la familia de Bernarda Alba se difuminan entre el lenguaje exagerado que nace de su pasión por Nueva York. Es cierto que cualquier palabra del poeta de Fuentevaqueros es siempre mágica, y que incluir este título junto a otros de esta lista es un crimen, pero algo me dice que el día que Federico, ya intuyendo el trágico desenlace de aquel agosto del 36, le confió el manuscrito de Poeta en Nueva York a José Bergamín, sabía muy bien que con aquel pecado de juventud mucho había del nuevo Lorca y poco del antiguo. Yo, me temo, echo de menos al segundo.
El sí de las niñas
También hay espacio para la literatura hispánica en esta lista más allá de Lorca. Hablemos del género dramático, que ya se ha rozado con el autor granadino. El sí de las niñas es, probablemente, la obra teatral de más éxito si nos atenemos a la fría realidad de los números. Nadie acierta a dar una cifra exacta de la cantidad de público que fue a comprobar que la fama de Moratín no se sustentaba sobre exageraciones, aunque se habla de decenas de miles de espectadores. Es más, salgamos del puro éxito mercantil, pues otras obras hubo después de no poco éxito: la propia tragedia lorquiana ya citada, las obras de Galdós que acababan con el autor trasladado hasta su casa a hombros («¡Que viva Galdós, pero que viva más cerca!», solían decir), los nobeleados Echegaray y Benavente o la escalera de Buero. Por eso, abandonamos ese éxito popular para hablar de la trascendencia literaria: ninguna obra trajo consigo una repercusión tal como para ser prohibida por la Corona, como para aparecer en un Episodio nacional galdosiano con todo su esplendor, como para dar por cerrada la Ilustración española (muy tenue esta, dicho sea de paso). Ahora, con la perspectiva de los siglos algo perdida, no se comprende cómo una obra tan plana puede alcanzar semejante cota de trascendencia. Si tuviera que elegir un adjetivo para ella, me debatiría entre aburrida y simplona. Típico enredo romanticón que se soluciona a última hora. Lento, poco ingenioso… No me extraña que Moratín se retirara del ruedo dramático con esta obra.
La colmena
Esta novela lleva consigo varias cargas. La primera: es aceptada mayoritariamente por los lectores (no tanto por la crítica) como la gran obra del quizás más prestigioso novelista español del siglo XX, Nobel mediante. Es cierto que Cela es poliédrico y que resulta difícil aupar un solo título habiendo tantos y tan diferentes, pero qué carajo: una página de su familia Pascual Duarte entierra en la mediocridad todo este tocho. La segunda carga: es cierto que retrata la sociedad de posguerra, una sociedad gris y pútrida, con ese sello personal que siempre gastaba don Camilo José; pero, puestos a ahogar al lector, prefiero otras sociedades de posguerra como la de Nada de Laforet o cualquiera que haya salido de la tinta de Delibes. Tercera: si vas a retratar a una sociedad de posguerra, no retrates solo a la clase media-baja. Habla también de la aristocracia, del bando que desfiló el 19 de mayo del 39. No dibujes solo los hilos rotos, Camilo José, y traza también las manos que los manejaron.
Veinte poemas de amor y una canción desesperada
Neruda es, probablemente, uno de los diez poetas más importantes de nuestra lengua. Pero nótese que a menudo en esta lista se cuelan obras de los grandes genios de la literatura por compararse con otras de su misma producción y quedar claramente escaldadas. Es el caso de los Veinte poemas de Neruda, de aquel primer Neruda algo cursi y empalagoso. El problema no es tanto de esta obra, que contiene diez o doce versos memorables, como de, insisto, la comparación con el resto de su producción. Y es que ese Neruda juvenil, meloso y zalamero se irá convirtiendo en un poeta de verdadero tronío, con, por ejemplo, ese canto a lo pequeñito, de tono popular machadiano, que son las Odas elementales, o con esa gigantesca obra, esa historia de América en verso, que es el Canto general, o en ese surrealismo maravilloso que se respira en Residencia en la tierra. Sin embargo, pareciera que el único Neruda que hoy sobrevuela el imaginario es aquel primer poeta simple, cuyos versos (alguno que otro, más bien ripioso) adornan hoy más carpetas que antologías de postín.