José Clemente Orozco a 68 años de su muerte
Elena Poniatowska
La Jornada
José Clemente Orozco
José Clemente Orozco fue un terremoto en la pintura, un creador que con una sola mano sacó a los mercaderes del templo y fustigó a empresarios y a dueños de edificios mal construidos. Defendió a los que ahora viven en la calle bajo lonas y abrazó al igual que los franciscanos a los que siempre se quedan sin nada. Castigó a latigazos de pintura roja a quienes mienten. El terremoto que sufrimos el 17 de septiembre pasado nos hizo olvidar su muerte, pero hace 68 años, el 7 de septiembre de 1949, murió José Clemente Orozco mientras trabajaba en el mural del multifamiliar Miguel Alemán.
En el retrato que le tomó Edward Weston en 1930 –el cual se muestra en estas página–, Orozco tenía 47 años. Ese año, el pintor lo visitó en California con Alma Reed (la Peregrina de Felipe Carrillo Puerto y su gran promotora en Estados Unidos). En 1930, Weston ya había roto con su discípula, la fotógrafa Tina Modotti, y clausurado los años mexicanos de su vida; José Clemente Orozco tranquilizaba por carta a su mujer diciéndole que Alma Reed era sólo una amiga. Alma Reed publicó la primera biografía del muralista e hizo énfasis en que el jalisciense consideraba la pérdida de su mano izquierda a los 21 años un accidente como otro cualquiera. Quizá por ello son admirables las hercúleas manos orozquianas, la de Hernán Cortés cubriendo el sexo de la Malinche, la mano izquierda de la Justicia, las del dios Quetzalcóatl, la de Cristo rompiendo su cruz y la de Hidalgo dando el grito de la libertad.
En la foto de Weston, sus lentes de fondo de botella agrandan su mirada de por sí memorable. Orozco quema, como quema su pintura. Vio en el fuego un instrumento de purificación: toda su obra nos levanta y nos pone a girar en una llamarada que va subiendo alta como una columna de fuego y en ella arden la maldad, la rapiña y el orgullo hasta incendiar el cielo de la cúpula del Hospicio Cabañas.
Quien haga una visita al Hospicio Cabañas, a la Universidad de Guadalajara, al Hospital de Jesús, a Dartmouth o a Pomona College debe ir bien preparado y poner cuanto antes orden en su conciencia. De lo contrario puede salir de manera violenta, tal vez como los mercaderes salieron del templo. La pintura de Orozco nos abofetea y nos acusa, la realidad aparece aquí tratada a machetazos. Los trazos iracundos, enérgicos y decisivos son una inmensa tachadura en el rostro orondo de la burguesía.
–A mí me ofende Orozco –me dijo un día una amiga que pertenecía a Los Trescientos y algunos más.
–Claro, a nadie le gusta que le echen en cara su falsedad y su olvido. A nadie le gusta saber que la humanidad es fea, que hay cárceles y hospitales y que un río de cuchillos corre por el mundo.
Cristo destruye su cruz porque es un árbol que no ha podido florecer en esta tierra miserable.
Prometeo gira incendiado en la cúpula del Hospicio Cabañas. Roba el fuego a los dioses para dárselo a los hombres. Hosco, dolido, desesperado, centro del remolino, ojo del huracán, Orozco estalla en llamaradas. Él mismo es el Prometeo que pretende salvar a la humanidad. Él mismo es el hombre en llamas.
El dolor del mundo está cubierto con un fúnebre sudario, porque Orozco pensó que no había facciones humanas capaces de expresarlo. Orozco es el pintor de la incredulidad, del sismo en las conciencias, las espaldas abrumadas, de los niños macilentos, de las mujeres consumidas por una maternidad sin esperanza, de los obispos de mitras caídas, de los jueces venales con sus balanzas chuecas, de las prostitutas tiradas en el suelo, la boca abierta. Orozco es el retratista de los terremotos, los de la naturaleza y los personales. Perdemos pie, nos caemos, la tierra bajo nuestros pies va y viene dispuesta a escaparse. La tierra se abre y Orozco nos traga. Junto al desfile de la pobreza viene el carnaval de las pasiones políticas, la farsa sangrienta del poder y de la concupiscencia, lo irrisorio y lo bufo de la gloria terrenal señoreada por el diablo.
Para Orozco, la vida, su vida, nuestra vida, la vida de todos, fue un escándalo de enormes proporciones. Él mismo provocó un escándalo al enamorarse de Refugio Castillo, niña de 12 años que cursaba la primaria cuando él tenía 26 y estudiaba pintura en Bellas Artes. La conoció en una vecindad del centro de la ciudad de México, donde vivía, y a la que Refugio llegó con su familia desde Zacatecas. Orozco le escribió centenares de cartas, tarjetas, mensajitos, fotografías y dibujos como cuenta mi linda amiga, la escritora Adriana Malvido en El joven Orozco: cartas de amor a una niña; a Refugio le confió la tragedia del accidente que lo privó de su mano izquierda: Llegó el año en que debiera estudiar química y en efecto la estudié. Una vez que estaba haciendo un experimento mezclé distraídamente gran cantidad de dos cuerpos, cuya mezcla resultaba un explosivo formidable; la capsulita la tenía con la mano izquierda, que voló convertida en polvo. Los dolores físicos que sufrí después, Refugito, apenas pueden imaginarse. En mi pleno conocimiento, un médico tijereteó rápidamente mi brazo, hecho pedazos, ligó arterias que manaban sangre a borbotones y yo no sé qué más sucedió hasta que me vi después nuevamente en el camino de la vida con las mismas energías y los mismos alientos y las mismas ambiciones que antes, indiferente a todo, dispuesto a avanzar, avanzar siempre y no quedarme atrás.
En los muros de la Secretaría de Educación Pública, en San Ildefonso, el concreto y el acero nos amenazan con sus estructuras sombrías, su maquinismo enajenante, su militarismo soberbio, su capitalismo voraz que nos lleva al armamentismo. Como nosotros mismos, sitiados ahora por el arte agresivo de Orozco, el hombre está preso en sus terribles inventos, en su técnica destructora.
Orozco es un pintor difícil y desagradable para tantas buenas personas. Y, sin embargo, contra lo que podría creerse, no es un pesimista como tampoco lo fueron los profetas y los reformadores del mundo.
Si José Clemente Orozco viviera tendría 134 años. Nació el 22 de noviembre de 1883 en Zapotlán, donde por primera vez alzó su mano de pinceles rojos. Interpretó al México más dolido, al México profundo, al indígena al que el franciscano envuelve en su sayal. Su arte esencial es de una pureza que conmueve hasta la médula. Jamás hizo concesión alguna. Jamás quiso complacer a nadie. A diferencia de Diego Rivera, quien retrató a demasiadas señoras de sociedad, Orozco las pintó como cacatúas con un penacho de vanidad y de estupidez en la cabeza. A diferencia de Siqueiros, El Coronelazo, que en 1964 pidió el indulto al presidente y salió de la cárcel antes que otros opositores políticos de menor celebridad, como los ferrocarrileros, Orozco, el primero de los Tres Grandes, Orozco, se mantuvo incólume, estoico en la cárcel de su cuerpo cincelado a golpes sobre el yunque. Estoico, satírico, rabioso, nos metió a puñetazo limpio los más bellos murales de nuestro continente.
Por alguna razón José Clemente Orozco asistió a un coctel en honor del rey Carol, quien llegó a México acompañado por su amante, Magda Lupescu. Mi mamá me contó que seguramente de ahí sacó varias cacatúas y otras preciosas ridículas que ahora hacen fila en sus murales. Mi hermana y yo (de nueve y 10 años de edad) pudimos atisbar a los invitados, pero nunca detecté a alguien tan particular como Orozco. Desde una esquina, el pintor se dedicó a observarlo todo con sus ojos de lechuza –contó mamá. En los años 40 el rey vivió en Francisco Sosa, Coyoacán, frente a la casa de Alvarado. Maximino Ávila Camacho (el de los 300 pares de zapatos y botas de montar), hermano del entonces presidente, fue su anfitrión, aunque la Lupescu alegó no aguantar la altura y la pareja voló a Janeiro en 1947. Siempre me llamó la atención que dejaran huella no sólo en las páginas de Sociales, sino en Orozco, que reprodujo sus sombreros y su envanecimiento. Así participó con sus pinceles en Los Trescientos y algunos más del México de los años 40 y 50 que Luis Spota y Carlos Fuentes también retrataron en novelas tan innovadoras y críticas, como la excelente La región más transparente.
A Leonardo Curzio, María Amparo Casar y Ricardo Raphael, con admiración