Hace 130 años –el 26 de septiembre de 1888– nació t.s. (Tomas Stern) Eliot, el poeta más influyente del siglo xx, y cuya presencia en la literatura mexicana es abrumadora. Ningún escritor ha tenido, ni de lejos, la influencia que tuvo el autor de La tierra baldía en nuestro país. Y este año inicia con dos muy buenas noticias: se reedita, por fin, la ya le-gendaria y esperada traducción en su versión nueva, de los Cuatro cuartetos, debida a la labor de José Emilio Pacheco. De más está señalar que fue Pacheco uno de los escritores que más marcadamente sintieron la sombra del angloestadunidense en su figura tanto de crítico como de poeta, y (apoyado en su labor editorial) árbitro de las letras sajonas. La traducción apareció hace ya muchos años en los legendarios Cuadernos de La Gaceta del fce y pronto se agotó, pero Pacheco prefirió seguirla elaborando y no reeditarla. Hoy, póstumamente, aparece en una cuidada edición de Editorial era en colaboración con El Colegio Nacional.
Si bien los Cuatro cuartetos se considera la obra maestra de Eliot no fue ese libro el que marcó las letras mexicanas, sino La tierra baldía, su poema vanguardista en esos años de gracia de finales de los diez y principios de los veinte en el siglo pasado. Eliot fue un gran escritor entre grandes autores. La relación de amistad y magisterio con el proteico Ezra Pound, un poeta tan distinto, es muy conocida, y convivió no sin conflictos con James Joyce y Virginia Woolf, Djuna Barnes y Hidla Dolitle (hd). Y hasta con Cyril Connolly, más joven, quien a su muerte tomó el lugar de gran pontífice de las letras inglesas. También se ha dicho que su magisterio agrisó la lírica inglesa posterior y, salvo excepciones como Auden y Dylan, la sumió en un extraño conservadurismo. Fue menos evidente esa sombra en los poetas estadunidenses, sobre los cuales, salvo excepciones, no ejerció un control tan férreo.
¿Y en México? Desde muy pronto se le conoció, y la primera traducción de La tierra baldía al español se publicó en nuestro país. Y después, bajo el palio del propio dictum eliotiano de que cada generación traduce a sus clásicos, son legión. La otra buena noticia en torno al poeta es que recién aparece la versión que Gabriel Bernal Granados ha hecho del poema, en una edición muy lujosa, con acompañamiento gráfico de Emiliano Gironella y un buen aparato ensayístico e histórico. No me atrevo a decir que la edición es muy bonita porque tiene algo de ese lujo ilegítimo y ostentoso que caracteriza a los nuevos ricos y que, en El Tucán de Virginia, sello en el que aparece, no es frecuente. Ambas versiones nos ofrecen una nueva oportunidad de reflexionar sobre la obra de Eliot.
Me he preguntado con frecuencia por qué se han hecho tantas versiones al español de La tierra baldía (mucho menos de los Cuatro cuartetos, un poema más difícil). Y creo que tiene que ver más con apropiarse del poema que con la necesidad de corregir y revisar las anteriores, una manera figurada de decir “la maté porque era mía”. Hay, por ejemplo, versiones que se hacen con afán pionero –las de Ferrer y Flores, por ejemplo, otras con afán divulgatorio (pienso en este caso en la de José María Valverde, que fue la que mi generación leyó, y que hoy encontramos insatisfactoria). Por cierto, en España también hay muchas traducciones de La tierra baldía, entre las más recientes y mejores está la que se debe a Juan Malpartida y Jordi Doce.
En el camino de la divulgación están, por ejemplo, las mexicanas de Agustí Bartra (en su fundamental Antología de la lírica norteamericana); la de Manuel Núñez Nava, que al ser publicada en la colección Material de Lectura, es una de las más conocidas, y la de Moisés Ladrón de Guevara, publicada en el volumen de homenaje a Eliot que la uam editó con motivo de su centenario (1988). Lugar aparte merece la de José Luis Rivas, quien se midió a la poesía completa, incluidos también los Cuatro cuartetos, porque se trata del más claro gesto de apropiamiento del poema. Rivas se dio a conocer con un libro deslumbrante, y que desde el título no deja dudas de su deuda con Eliot: Tierra nativa. A la vez, también desde el título, marca su raya y se define a sí mismo. La tierra baldía es un poema del desarraigo, Tierra nativa de arraigo. Su autor se enfrenta al poema armado únicamente de su admiración, es puro oído, no pone sobre la mesa exigencias filológicas o académicas, y por eso, gracias a su libertad, consigue soluciones realmente notables. Pienso que no ha sido bien leída.
Pacheco suma a eso una actitud de rigor al enfrentar la otra cara de la moneda del poema vanguardista, y no es como Rivas un poeta con gran oído; lo que busca es el rigor, si no filológico, sí filosófico y conceptual. No es un académico, sino un hombre de letras, y él hizo hincapié en esta distinción en sus textos ensayísticos. Y su estética personal es más cercana a la del inglés. Se complementa bien con la actitud de Bernal, traductor ampliamente probado con autores difíciles, que parte de una admiración que no busca apropiarse del texto traducido sino entregar lo que él considera una versión fidedigna, asunto distinto de la fidelidad, porque implica un contenido de fe.
Traducir también es una manera de responder a la pregunta del porqué de la presencia de Eliot tan subrayada entre nosotros. Mientras madura esa reflexión, 2018 se muestra como año eliotiano y habrá tiempo para pensar en él. No soy de los fanáticos del escritor, algo hay en él que me repele –parte de la respuesta la encontré en las diatribas de Canetti contra su actitud– y sin embargo colecciono sus traducciones y cada cierto tiempo hago ejercicios comparativos entre las soluciones, y alguna vez pensé que su combinatoria tenía un horizonte finito. También sé que es un poeta que uno lee con muchas versiones en la cabeza y que en su gesto, en ambos poemas, y es lo que les da una íntima conexión, hay un pesimismo que define al silgo xx, uno de los peores de la humanidad. El poeta que deambula orgulloso por el páramo es una figura hipnótica •