Poesía y realidad del mundo indígena: Víctor Manuel Cárdenas
Marco Antonio Campos
A Marisol, su esposa, y a sus hijos Marisol y Víctor Abel
La Jornada Semanal
Víctor Manuel Cárdenas nació en Colima capital el 5 de julio de 1952 y murió en esa ciudad el 6 de agosto de 2017. Decir que fue uno de los poetas importantes de su generación o el poeta más significativo que ha dado Colima es limitarlo; ahora, al volver a leerlo, confirmo todavía más que Víctor Manuel Cárdenas fue un poeta por los cuatro costados y tiene un alto sitio en la poesía mexicana de la segunda mitad del siglo y lo que va del milenio. Sin la menor fisura me unió una amistad con él por cosa de treinta y cinco años y su muerte es algo que no dejo de lamentar. Siempre lo sentí como un hermano entrañable. Quien lo conoció no olvidará su cordialidad abierta, la frescura en su trato y su manera de reír a carcajadas con una espontaneidad contagiosa. Confiando en mi opinión, como a otros debió pedírselo, pude leer varios de sus libros de poemas antes de publicarse. Fueron sus mejores amigos, desde que eran muy jóvenes, Jesús Morales Bermúdez, Eduardo Casar, el fallecido Carlos Muciño Albarrán, y entre los coli-menses tuvo gran afecto por la fidelísima Guillermina Cuevas, por Salvador Silva y, a últimas fechas, por el joven poeta y ensayista Carlos Ramírez Vuelvas. Jóvenes poetas de su ciudad natal lo seguían en los talleres de poesía que dirigió. Tuvo asimismo un apego especial por sus mayores que lo apoyaron, como Víctor Sandoval, principalmente, y luego Rubén Bonifaz Nuño, Óscar Oliva y José Emilio Pacheco. En los periódicos de Ciudad de México su muerte pasó casi inadvertida. Esta suerte de vacío o de silencio no deja de tener un toque de tristeza.
En 2005 le pedí una amplia antología personal de sus poemas para la colección Poemas y Ensayos de la unam, que él tituló Fiel a la tierra (1979-2003)1, y que pronto encontrará espacio en Visor México. El título es exacto, pero pudo llamarse, pluralizando su primer poemario, Los libros de las crónicas. O quizá toda su obra poética podría llamarse Los libros de las crónicas. Víctor Manuel Cárdenas trabajó con igual felicidad el poema en verso y el poema en prosa.
Muy buen lector; siento que los poetas que tuvieron al principio una especial influencia en Cárdenas fueron los mexicanos Jaime Sabines y Juan Bañuelos, el cubano José Lezama Lima y el peruano César Vallejo (Trilce, Poemas humanos), y de lengua extranjera, con el cedazo de la traducción, t. s. Eliot, Fernando Pessoa y tal vez Saint-John Perse. No sé si lo influyeron, pero tuvo un aire de familia, por su naturaleza sensorial, sensual y sensitiva, con Ramón López Velarde y Carlos Pellicer.
En el primer Libro de las crónicas (1983) ya se muestra la manera como escribía sus poemas, sobre todo los de cierta extensión2: la formulación de preguntas con las que busca dejar una sensación de angustia; caligramas, es decir, letras en movimiento que dan la imagen del objeto descrito, lo cual es más visible en sus recreaciones figurativas de los cuadros de Joan Miró en su libro Grandeza de los destellos; cortes de frases o de palabras; rupturas de sintaxis; unión de dos palabras en una que hubieran encantado a Juan Gelman (puertalápida, sinsol, haciabajo, aguanívaro, nomía); guiones entre palabras que hacen ver y oír el fenómeno (relámpago-grito); alteraciones de la ortografía (yober, yoerir, elicróteros) pero, como en César Vallejo o el mismo Gelman, el tono en que están contados profundiza la emoción. En algunos poemas combina partes en ver-so y partes en prosa. Hasta donde pudo, Víctor Manuel Cárdenas buscó que cada libro fuera distinto al anterior formalmente o en sus contenidos.
Nada más lejos de la poesía de Cárdenas que la pirotecnia verbal o la belleza por la belleza. Fue siempre fiel a la tierra. Él mismo lo dijo en un emotivo poema-libro (Ahora llegan los aviones): “La poesía es/ dicen/ para construir juegos/ verbales/ Yo amo la realidad.” Varias veces la frase resuena en las páginas del poema-libro: “Yo amo la realidad.” En la mayoría de sus poemas dominan los cinco sentidos, pero tiene un sitio especial el tacto. El lector siente cómo en los versos parecen formarse en uno cuerpo y naturaleza.
Chiapas: “A la hora del fuego” y las matanzas de Naquem y Wololchán
Dos entidades fueron la piedra angular en su obra poética: Chiapas y Colima. En su fervor por la naturaleza chiapaneca estaría cerca de Juan Bañuelos y de un contemporáneo suyo, Efraín Bartolomé: bosques, selva, montañas, ríos, jaguares, tigres, monos… De Chiapas la ciudad importante para él fue San Cristóbal de las Casas, a la que él llama por su nombre en maya tzotzil: Jovel o Jobel.
Fue un notable poeta político, o si se quiere, un notable poeta testimonial, y escribió en su juventud, entre sus veinticinco y treinta años, al menos tres poemas estremecedores: uno, sobre la devastación causada por las erupciones del volcán El Chichonal3 entre el 28 de marzo y el 5 de abril de 1982, y los otros dos acerca de las matanzas de Naquem (10/vii/1977), y de Wololchán (30/ v/1980 y 15/vi/1980). El recuerdo de Naquem persiguió a Cárdenas toda la vida. Quedaron las matanzas, pero gracias a los poemas, no quedó su silencio. Estos poemas bastarían para la perdurabilidad de Cárdenas. Los hechos descritos prefiguran atrozmente las causas de la rebelión zapatista del 1 de enero de 1994.
Pero ¿en qué contexto se dan estos poemas? Él, junto con su entrañable amigo Jesús Morales Bermúdez, trabajó en comunidades indígenas y sintió, de primera mano, la marginación y la miseria de los indígenas mayas. Gracias a Morales Bermúdez –quien me dio unos apuntes de sus recuerdos– sabemos que ambos formaban parte de una organización campesina. Eran me-diados de la década de los setenta y muchos creíamos en la llegada del socialismo y –utilicemos frases grandilocuentes que se oían tanto desde los años treinta a los setenta–muchos estábamos dispuestos a dar la vida para ver la espléndida aurora que traería por fin al hombre nuevo.4 Morales Bermúdez ya trabajaba desde 1974 en movimientos campesinos que tenían como tarea en las comunidades indígenas la formación de cooperativas comerciales, la alfabetización, cursos variados de historia. Cárdenas, que estaba por cumplir los veinticuatro años, se incorporó a la organización campesina a que pertenecía Morales Bermúdez, al norte de Palenque, que comprendía los municipios de Sabanilla, Huitipán, Simojovel, Tila, Salto de Agua y Tumbalá. Eran lugares que, desde San Cristóbal de las Casas, en transportes de misericordia y en caminatas de infierno, llegaban a tardar los asesores dos o tres días debido a que buena parte del camino, por senderos casi inex-tricables, debían ir por cuestas, montañas, sierras, lomeríos. En aquella zona del norte chiapaneco no había carreteras. La relación amistosa con campesinos y mestizos fluía muy bien. Pronto finqueros, rancheros, comerciantes y aun campesinos contrarios vieron a la organización como un enemigo a eliminar.
Como es habitual en la izquierda, por la incorporación de nuevos elementos vinieron los radicalismos y las divisiones: empezó una mezcla de comunistas, maoístas, guerrilleros de las frap… A Morales Bermúdez y a Cárdenas los veían como las cabezas más visibles e incluso en un momento los finqueros buscaron desaparecerlos. Los salvó un pitazo. Aconsejados por el obispo Samuel Ruiz, se alejaron de Sabanilla, que era el centro de reunión principal. Cuando acaeció la matanza de Naquem en 1977, producto de una invasión para quedarse con las tierras, se dio por muertos a “los dos guerri-lleros”. En ese momento, sin embargo, cada uno por su lado se hallaban a una distancia muy grande de los hechos: uno, en San Cristóbal de las Casas, el otro, en las lagunas de Montebello.
“A la hora del fuego”, sobre la matanza en el pequeñísimo pueblo de Naquem, es quizá el poema más intenso, el más desgarradoramente doloroso de su obra. De hecho, hoy Naquem apenas existe, o si se quiere, es un villorrio de poco más de cien habitantes. Se oyen en el poema, en un coro terrible, las voces del cronista, las palabras de los invasores de tierras, las voces de los indígenas vivos o muertos.
En el poema sentimos enseguida el ambiente de tensión, la llegada de los invasores, la brutalidad cri-minal, la huida, la persecución: “‘Por aquí/ por aquí/ traten de no quebrar las hojas’./ (Pasar el río Catarina a las dos de la mañana/ se puede recordar a cualquier hora)./ ¿Cuántos párpados/ estarán abiertos a las diez?/ Son las cinco/ Cambio de guardia/ ¿Qué piensas recostado en las piedras/ que guardan un nido de víbora./ Juro: No vi nada/ señor/ fueron los muertos/ cayeron del aire/ manospatas de araña/ subió una tortuga/ que volaba/ paraarriba/ Parabajo/ así […] ‘¿Qué ruido es ése que se acerca?’/ dense prisa por favor que ya es la hora/ ¿Qué ruido es ése que se acerca?”
En la pieza sobre Wololchán, “Árbol de ceniza”, utiliza como contraste la matanza alevosa de indígenas tzeltales con el momento de hacer el amor con una mujer que se vuelve dos y al final las mujeres que lo marcaron hasta entonces y que se convirtieron en “una sola memoria” (Alba, Cecilia, Dolors, Marisela, Maricarmen, Olga, Solange, Francis, Marisol), y después, y por treinta cinco años, sólo Marisol.
En un momento del poema, Dolors aparece, mientras el ejército y los finqueros, dirigidos por el general Absalón Castellanos acribilla a los indígenas, y Alba, la morena, da el fuego de su sensualidad por toda la casa, se vuelve ligera y radiante, pero Alba un día, como pasó con las otras, se vuelve fantasma y no sabe dónde se fue el sol, mientras del pueblo de Wololchán sólo quedan atrás los lamentos de quienes huyen y lloran a los asesinados y los quemados vivos, y lamentan con horror el despojo y la quema de sus bienes. Y el final de la parte dedicada a la matanza es el epitafio del cronista: “Esta fue la tragedia que sufrió el poblado de Wololchán, causada por los finqueros, que estaban uni-formados juntamente con los soldados.”
Para el fragmento, donde de manera perturbadora Cárdenas describe la matanza, la fuente principal fue el trabajo de los jesuitas de la misión de Bachajón, sobre todo de uno, Mardonio Morales, que tomaron los tes-timonios de “los afectados y los sobrevivientes” y reconstruyeron la atrocidad sin perdón perpetrada por ejército y finqueros. Después de la matanza, nunca más Wololchán pudo ser pueblo.
Colima: el mar, la familia y otras fidelidades
En 1980 Víctor Manuel Cárdenas regresa a Colima. Quizá ya comprendió esos versos desoladores de Álvaro de Campos (Fernando Pessoa): “El mundo es de quien nace para conquistarlo/ y no del que sueña que puede conquistarlo, aunque tenga razón.”
Viniendo de un estado cuyas costas dan al Pacífico, Cárdenas se sintió siempre cerca del mar, pero ese mar incesante, como en el caso de María Baranda, se contempla principalmente desde la costa. Cárdenas fue fiel a la tierra pero tuvo dentro de él también al mar. Viviendo en la ciudad de Colima, Cárdenas tenía a cincuenta kilómetros las costas del océano Pacífico. No en balde uno de sus primeros libros se llama Peces (1984), que, menos que próximo al surrealismo, se halla cerca de la poesía sensual pero oscura y difícil de José Lezama Lima. En el libro la vida de los peces puede parecerse a la vida de él, o más, a la vida de los seres humanos. Hay peces en el cuerpo del hombre que los lleva al cuerpo de la mujer: “las manos como peces/ y los peces como bocas-por-la-piel”. En su poema “Lección de biología” el reino animal y el reino vegetal se erotizan también para que las parejas se amen. Nada es comparable al mar. ¿No dice acaso en su “Bitácora del Atlántico”: “Cuarenta siglos/ son nada/ frente al mar”? ¿O en otro momento: “Voltea. Estar aquí es inventarlo todo./ Tú eres el mar”? ¿No dedica, por lo demás, un muy hermoso libro a Caxitlán, la Colima prehispánica, “la isla de la mar del sur” (isla, claro, entendida metafóricamente)?
Tema esencial de Cárdenas –como el testimonio político, la naturaleza y el erotismo– es la familia. En eso lo tocó hondamente la lectura de Jaime Sabines. Todos están y a todos convoca, principalmente a los del apellido materno: a la abuela, a los padres (Bertha Morales y Salvador Cárdenas), a las tías, a su magnífica esposa Marisol, a sus hijos en su nacimiento, de nuevo a la hija adolescente. Los dos últimos libros de Cárdenas, hechos a las muertes de la abuela (Micaela) y a la madre (Berta) son dos cantos de amor, y me parece que en alguna línea buscó hacer lo que Sabines con la Tía Chofi y Doña Luz. Momentos de su largo poema “Con-ver-saciones con mi padre”, de una ternura escalofriante, tienen alguna ligadura con pasajes de “Algo sobre la muerte del Mayor Sabines”. La devoción por la madre fue una suerte de polo antagónico con el rechazo-atracción por el padre. Sin embargo, ni ante el abandono del padre, Cárdenas buscó un ajuste de cuentas. En los poemas escritos hay tendida una mano de conci-liación. Él mismo habló de los afectos, y después de muerto el padre, después de desenterrarlo, lo lleva con él en un viaje [imaginario], se va con la media quijada al hombro, hasta llegar a las costas donde arroja al mar la media quijada con lo que simbólicamente busca que encuentre en otra vida un camino y un tiempo más libres donde no podía jamás tenerlos en una tumba húmeda y fría.
No sólo la familia: también Cárdenas supo despedirse de compañeros de escuela y amigos. Su poema “Reunión de ex alumnos” es menos un brindis por la alegría del reencuentro que una triste y en algún momento dramática elegía: “Nuestra piel exhibe la información lapidaria./ Estamos aquí más bien vencidos, gozando parcelas/ no incluidas en alguno de nuestros programas./ Somos los posteriores, los hijos de una leyenda/ perdida en el anonimato, en cárceles precoces,/ en divorcios anticipados o en la mala suerte de no morir./ Podemos emborracharnos y escribir elegías sobre los tiempos idos./ Podemos, sin ninguna pretensión, establecer un juicio lúcido contra lo establecido./ Lo cierto es la jaula de sabernos vivos. Lo radical es vernos, sabernos./ ¿Existirá el aplauso? ¿Vendrá nuestra ancianidad a recobrarnos?/ ¿Fuimos cien, fuimos sesenta? ¿Quién –director de escena– nos convirtió en catorce?”
En un pasaje de “Ahora llegan aviones” recuerda a uno de sus amigos más entrañables, Carlos Muciño Albarrán, con su sonrisa clara, sus 130 kilos, su indomable ternura, quien falleció en su casa: “Perdonen/ señoras/ señores/ no puedo escribir una elegía/ a un hombre que me regaló su muerte./ Era sábado y el azul llovía/ […] A la orilla del río de Colima/ murió Carlos/ Yo cerré las ventanas/ para que todo él se quede aquí.” En momentos difíciles a Cárdenas, parafraseándolo a él mismo, lo vencía la ternura.
La huella de t. s. Eliot
Ningún poeta tiene por qué parecerse a un solo estilo, y menos si la obra es vasta. Influido por Eliot, Cárdenas escribe dos poemas de mediana extensión donde, en uno, es protagonista el propio Eliot y en el otro, Eliot aparece también en una coda o posdata. Desde varios de los poetas de Contemporáneos hasta los poetas mexicanos nacidos en el decenio de los cincuenta, principalmente Luis Miguel Aguilar, Eliot fue el poeta de lengua extranjera que más influyó entre nosotros. Ante todo veo en Cárdenas la huella de tres poemas del poeta “clásico, monárquico y anglicano”: “La canción de amor de Alfred Prufrock”, “Los hombres huecos”, y por encima de todo, “La tierra baldía”. En los poemas de Cárdenas, “El señor Eliot/Lloyds” y “Retrato de un joven en el polvo de la guerra (1916/1943)”, la huella eliotiana la hallamos en giros estilísticos, en la atmósfera, en el manejo del lenguaje coloquial donde algo queda siempre por decirse, en la relación de hechos banales que de pronto revelan que escondían algo trágico o atroz.
Como nadie ignora, Eliot trabajó en el Lloyds Bank de 1917 a 1925. El poeta colimense imagina a Eliot que checa tarjeta para entrar mientras piensa en el poema venidero, y luego checa tarjeta para salir y en la tarde neblinosa londinense se encamina para ir a tomar el té y se hace preguntas angustiosas sobre la primera gran guerra.
El otro, “Retrato de un joven en el polvo de la guerra”, un poema en prosa, es una derivación personalísima de “La tierra baldía”. Está dividido entre (en) los años 1916 y 1943, que representan en conjunto las dos guerras, y contiene una Posdata, que ubicaríamos en 1965, año de la muerte de Eliot, que poco aporta al poema y que es una suerte de carta de despedida de Eliot a Valerie, su segunda esposa. En “El retrato de un joven en el polvo de la guerra” hay algo que a Cárdenas le gusta hacer: el coro. Son varias voces que cuentan los hechos: el narrador que mira una fotografía de un joven acribillado en The Times, el joven soldado inglés que fue al matadero sabiendo que no regresaría, la prometida Judith que acabará por no extrañarlo, la madre inconsolable, el padre enfadado y desinteresado. Con pasajes angustiosamente tristes es un poema admirable.
Un motivo más de la poesía de Cárdenas fue su gusto por el blues y el jazz. Recordemos incluso que su primer libro se llamó Después del blues. Más tarde fue el descubrimiento de los clásicos mayores, desde Haendel a Mahler, y una especial dilección, con sus quie-tudes y silencios, por Erik Satie y, con su fuego de pájaros y el viento de la primavera, Igor Stravinsky.
En su bello libro Ahora llegan los aviones (1994) ya hay un cambio de edad y un cambio de tono en la poesía. Cárdenas siente el paso de los años, la llegada a los cuarenta, donde el hoy se gasta al empezar a recordar con melancolía y ternura momentos de los buenos y malos ayeres que cambian según sea el momento en que regrese el recuerdo.
Decía t. s. Eliot que era cuestión de peculiar finura decidir qué es lo que se debe elegir de un autor para ser leído. Es muy interesante cuando los propios poetas lo hacen con tino y juicio, al menos en cierto momento de su vida, como Octavio Paz en La Centena, Efraín Huerta en Transa poética y Lizalde en La caza del tigre. En Fiel a la tierra, en poco más de trescientas páginas, me parece que Víctor Manuel Cárdenas, con cuidado crítico, hizo su mejor selección•
Notas
1. Cuando iba a publicar su antología personal le pregunté antes qué título iba a ponerle, y me dijo Fiel a la tierra. Me encantó. Le dije: “Dámelo, está perfecto para mí.” Yo esperaba que me dijera con su habitual desprendimiento, “claro, tómalo”. Pero reaccionó casi infantilmente diciendo “no, de ninguna manera”, como si fuera algo muy suyo. Un añadido: debió poner 2004 y no 2003. De 2004 es Grandeza de los destellos.
2. En esto fueron muy importantes las enseñanzas de Juan Bañuelos en el taller que impartía en Tuxtla Gutiérrez.
3. Por cierto: hay un notable texto de Jaime Sabines sobre los hechos, Crónicas del volcán, muy poco conocido, publicado en aquel mismo 1982. Como hermano del gobernador, viajando en helicóptero a los lugares de los acontecimientos y luego andando por ellos, dio un testimonio sobre las comunidades que terminaron de-vastadas por la avalancha de arena y piedras, como Francisco León, Nicapa, El Volcán y Chapultenango. Ruinas, muerte, “las casas sepultadas y los campos yermos”. Un mundo de piedras y arena. El parte oficial fue de diecisiete muertos y cuarenta heridos, pero contrasta Sa-bines: “Estas ocho o diez mil personas que se quedaron absolutamente sin techo, sin tierra, sin agua, sin pobreza ¿no son la medida exacta del desastre, la tragedia ambulante que golpea?”
4. Si una palabra ardiente signó el lenguaje político de las izquierdas en el siglo xx fue: Revolución.