El País
Sentado al pie de una escalera, con un plato de jamón sobre uno de los escalones y una cerveza en la mano. Riéndose. Abrazando a todo el mundo tras un día intenso de trabajo. Sin prisa por marcharse, aunque ya casi eran las 10 de noche. La escena sucedió en febrero de este año cuando Peter Lindbergh vino a Madrid para fotografiar a Penélope Cruz en un homenaje a su amigo Karl Lagerfeld para Vogue España. El diseñador alemán murió esa misma noche y, al día siguiente, Peter se mostraba consternado. De alguna forma, sentía que le habíamos despedido con una sesión mágica y con aquel improvisado y sencillo brindis a pie de escalera. Le pedimos que escribiera unas líneas para acompañar el reportaje, que se publicó en nuestro número de abril, en el que Penélope ejercía como editora invitada. Respondió con generosidad —desconozco si sabía hacer las cosas de otra manera— y, al final del texto, añadió una posdata conmovedora: “Sé que esto que te mando es demasiado largo y emocional y que probablemente solo necesitabas unas cuantas frases. Pero me ha gustado mucho sentarme a pensar cómo se cierra esta gran página de mi vida”.
Creo que si la fotografía de Peter Lindbergh resulta fundamental en los últimos 40 años es porque en sus imágenes se percibía la misma clase de humanidad y de amor por los demás que él transmitía como persona. Los retratos de Lindbergh son siempre perfectamente reconocibles porque capturan de una forma muy genuina la esencia de sus sujetos. Su sello único nos deja algunas de las imágenes más emblemáticas de la moda de las últimas décadas, gracias a una combinación de crudeza y cariño, de veracidad y admiración. A Peter no le gustaban los artificios, siempre decía que odiaba el maquillaje porque no le dejaba ver la piel y enmascaraba a la persona. Tampoco era amante de transformar en exceso cuerpos y edades con la varita mágica del retoque. Su voluntad expresa era la de liberar a las mujeres, y en definitiva a todo el mundo, del terror de la belleza y de la perfección. Fue famoso por ese acercamiento, digamos, descarnado a las personas más célebres del mundo. Pero si estas aceptaban despojarse de sus escudos ante él era porque sabían que Peter les ofrecería a cambio otro manto: una mirada que les convertiría en una clase diferente de estrellas. Peter les regalaba la posibilidad de ser ídolos ensalzados por la vía de la autenticidad.
Es algo que entendió de inmediato Rosalía cuando le propusimos ser fotografiada por Peter para su primera portada de Vogue. Sabía que no podría contar con el maquillaje y el vestuario que le habían ayudado a construir su imagen pública, pero no solo no puso ningún reparo en ello, sino que se entusiasmó. La sesión, que tuvo lugar en el mes de mayo en París, nos dejó otro día lleno de emociones, de abrazos, de cariño y de verdad. Ese encuentro con Rosalía tuvo la intensidad de un amor a primera vista. Él accedió a que llevara pintalabios de color rojo en una sola foto, la de la portada. Ella sonreía, feliz. Peter no podía parar de fotografiar aquel día y corría a enseñarme los tesoros cosechados en la pequeña pantalla de su cámara, con un alborozo insólito para una leyenda de la profesión. Una excitación que, se diría, le ayudaba a apartar una amenazante nostalgia. La que sentía al mostrarme, en un receso, las copias de un amplio reportaje con las colecciones póstumas de Karl Lagerfeld que había realizado para la edición alemana de Vogue. Había dedicado el fin de semana a editar el material, mientras sus nietos revoloteaban a su alrededor, y se alegraba de ese contraste de pasado y futuro. Porque Peter Lindbergh, tras 40 años de incansable búsqueda de la belleza de verdad, seguía disfrutando con cada momento y cada disparo.
Eugenia de la Torriente es directora de ‘Vogue España’