Pocos libros han tenido en la conciencia nacional la importancia historiográfica y educativa de La visión de los vencidos, publicada por primera vez en 1959, hace 50 años.
En los años posteriores a su publicación fue devolviendo a los mexicanos la certidumbre de que la historia de los pueblos indios también era su historia.
Que los antepasados mexicas (y por extensión todos los pueblos “conquistados” por la Corona española) sufrieron una agresión atroz, que la resistieron, y que contra toda hipótesis del cristianismo aquel, tenían el alma tan humana como el que más. Y que la versión de los vencidos se continuaba en el presente, aunque nadie escuchara.
Clave literaria de los años 60, la popular recopilación de los cantares y códices mexicanos realizada por Miguel León-Portilla alimentó a los poetas que quisieron aproximarse a la nueva matanza de Tlatelolco en 1968 (Octavio Paz, Rosario Castellanos y José Emilio Pacheco, entre otros).
Pero sobre todo, llegó a las escuelas, a las nuevas generaciones.
A los pueblos indígenas, que ahí seguían, les dio un espejo en el cual supieron reconocerse. Recordaron.
La labor lingüística, histórica más que arquelógica, de traducción y sistematización de León-Portilla ha llegado a ser tan vasta en buena parte de sus cuarenta libros, que superpone siempre nuevas versiones a las anteriores (suyas y de otros, como Ángel María Garibay K.) de los “textos” nahuas a los que ha dedicado su devoción y sus astucias.
Ante una obra con tantos vasos comunicantes es difícil encontrar una summa que le haga justicia, pero al menos en términos literarios ésta podría ser La tinta negra y roja, antología de poesía náhuatl, volúmen ilustrado muy al tiro por el gran artista Vicente Rojo y en selección del propio León-Portilla con los poetas Coral Bracho y Marcelo Uribe (Ediciones Era, El Colegio Nacional y Galaxia Gutemberg, México, 2008, 381 pp.).
Como alertan los editores en su presentación, “el mundo náhuatl no participa de la noción de poema tal como se concibe en Occidente”.
La selección, amplia al menos en términos poéticos, consiste en flamantes versiones, pues León-Portilla traduce los “textos” cada que llega a códices, manuscritos o trascripciones de los misioneros, y los comienza y termina en distintos puntos o con diferentes énfasis, cristales que son espejos, fragmentos coloridos de un universo que ya no es posible ver de cuerpo entero.
La tinta negra y roja remite a la escritura pintada de aquellos mexicanos. Registra cantos de privación y de primavera, de cosquilleo, amistad, flor y canto, las guerras, lo sagrado, y también los retratos de artistas y sabios a quienes los mexicas respetuosamente llamaban “toltecas”. De entre ellos traemos esta página como una carta de lotería: ¡el narrador!