Carlos Torres Tinajero
La Jornada Semanal
Déjenlo todo por leer a Umberto Eco este domingo. Tal vez, al hojear Contra el fascismo, su ensayo póstumo, recuerden los peligros de preservar sus rasgos, en la cotidianidad, en las décadas por venir. El origen de este libro fue “El fascismo eterno”, una conferencia de Eco en la Universidad de Columbia, en 1995 –describió catorce “síntomas” del fascismo– para conmemorar la insurrección de la Italia del Norte contra el nazismo, a favor de la liberación europea.
A estas horas, piensen en la trascendencia de la juventud de Eco en su pensamiento y en su oficio literario. Gracias a la conciencia histórica de cada lector, imaginen el polvo en las chaquetas de los SS; los fascistas –con quienes Eco pasó dos años–; los partisanos –un movimiento antifascista— en pleno combate; asistan –con la mente– a la toma de Milán en abril de 1945 y recuerden: Eco se sabía los discursos de Benito Mussolini. Pero de manera sorpresiva, después aprendió –para jamás olvidar– las implicaciones de la “libertad”: “libertad de palabra” y “libertad retórica”.
Con esa conciencia histórica, dense cuenta del peso simbólico de la palabra “libertad”, como lo señala Eco. No descansen para que rija nuestra actividad cotidiana. La importancia de acercarse a esas páginas es convertirse en testigos, al disfrutarlas, de ciertas reflexiones para salvaguardar el pluralismo. Y la vida.
Si tienen en la cabeza la palabra “libertad”, quizá la médula del texto les parezca aberrante: el fascismo. A partir de la claridad de Eco, asuman las consecuencias de este régimen político: a los ciudadanos se les prohíbe pensar, expresarse y decidir su rumbo con libre albedrío.
Hay, además de esa temible descripción, una focalización conceptual de gran calado: el ur-fascismo. No se sorprendan con la frase. Son argumentos similares a los de Eco. El ur-fascismo tiene ideas amorfas, carece de estructura sistemática y, piénsenlo, lógica, por contradecirse con frecuencia, parte de las debilidades de este orden político. En lugar de ideología, es retórica vacía.
No dejen de lado las características claves del ur-fascismo: un jefe carismático, pensamiento único, predominante en un territorio específico –opuesto al ideal civilizatorio de la Grecia clásica– países uniformes y muestras palpables de nacionalismo exacerbado (hasta en el trazo homogéneo de los edificios de Albert Speer, en rechazo a las proyecciones del inigualable arquitecto Ludwig Mies Van der Rohe). La uniformidad, en el ur-fascismo, también se notaba en la valoración ética de la realidad, la denostación a la democracia parlamentaria, el antisemitismo, la cerrazón al debate.
A lo mejor las peculiaridades del ur-fascismo se les hagan aberrantes, si recuerdan el ideal civilizatorio de la Grecia clásica. Según el historiador francés Jean-Pierre Vernat, en vez de ser únicas, las ideas en la polis tenían vitalidad por el diálogo de opuestos en el ágora –la plaza pública para debatir–, ausente en el fascismo.
Con toda probabilidad, les llamarán la atención las particularidades sociales y culturales del ur-fascismo, distintas a la caracterización de Vernat. Sirven para definirlo desde una perspectiva tipológica y para nunca más repetirlas: el culto a la tradición, la oposición a la modernidad, el irracionalismo, el acuerdo igualitario entre pares –lejos del desacuerdo sano y esperable de la democracia liberal– el pensamiento único, la frustración individual o colectiva de las clases medias, el pavor a la diferencia social y cultural, el racismo, la xenofobia.
En esencia, Contra el fascismo es una defensa –racional, emotiva– de la libertad y de la vida. Tal vez, al hojearlo, recuerden los inconmensurables privilegios de vivir en una democracia y la profunda necesidad de ejercer el derecho a disentir y a discutir, con armonía, para evitar –en nuestra sociedad y en nuestro tiempo– rasgos semejantes a las descripciones de este ensayo. Déjenlo todo por leer a Umberto Eco este domingo.