Proceso
Fabrizio Mejía Madrid
El desdén
“Oleaje petrificado de un antiguo mar cósmico”, escribió el Dr. Atl sobre los volcanes a cuyo pie construyó una cabaña para pintarlos y asimilar su “desprecio”; desde lo alto imaginaba la lava inundando pueblos, llenando todo de muerte, fertilizando con ceniza el lejano porvenir. En el reparto agrario del cardenismo, a Gerardo Murillo le tocó apropiarse del paisaje. La tierra o, más bien, lo telúrico se nacionalizó en sus pinturas. En una de ellas, pintó a La Volcana, al Iztaccíhuatl, cercada por nubes. Es una mujer dormida bajo sus nieves, tendida, en espera de un despertar. Junto a ella se arrodilla el Volcán, Gregorio Popocatépetl, cuya actividad eruptiva el pintor fechó entre 1919 y 1938. Nuestra era con exhalaciones del Popo data apenas de 1994, pero sus gestos son los mismos desde antes de que los humanos llegaran al Anáhuac: resplandores magnéticos de color verde y rojo, vapor de agua, piedras aventadas a gran velocidad, lagos de sulfuros y cenizas con azufre. A lado, La Volcana es una paciencia que en más de 10 milenios no ha cambiado de posición, inerte en su lecho.
Hay una forma de mirar a La Volcana como indiferente. El Dr. Atl la describe así: “Chimenea apagada –hornaza extinguida por donde salió la conciencia ardiente de la tierra–, el viento implacable te corroe. Los labios de tu boca que el fuego esculpió en la cima del monte augusto, son los labios carcomidos por el pico de un buitre”. Para él, el Valle de México era la representación simbólica del espíritu de la mexicanidad, de acuerdo a una suerte de nietzschianismo posrevolucionario que pareció profesar. Más allá de sus vaivenes ideológicos entre el carrancismo y el fascismo italiano, el Dr. Atl veía el paisaje como lo que precede al humano y lo sobrevivirá. Como pintor –él confiesa sentirse más un paseante–, ve la naturaleza como “un escenario del mundo modificado constantemente por la luz” y encuentra en las luces, sombras, colores, volúmenes, de los dos volcanes un impulso emocional de la naturaleza de la vida en estas tierras. Como si nada importara, salvo la mirada que le dirigimos al mundo, el Dr. Atl llenó formularios para inscribir sus pinturas para un salón plástico de Bellas Artes en 1927, diciendo que había nacido en La Atlántida “como un anuncio de que la Venus nacería de la espuma del mar”, hijo del Padre Eterno, y autor de un folleto llamado Tratado del lenguaje de las hormigas, con su ortografía fonética. Para entonces, el pintor-paseante creía en la trascendencia humana en colisión y contemplación de unos volcanes a quienes sus observadores les tenían sin cuidado y, de hecho, gracias a sus desdenes, el pintor perdió una pierna. Medio siglo después, José Emilio Pacheco le dedicaría estos versos a La Volcana:
“Esta montaña inmensa se levanta
como advertencia de mi pequeñez
y mi autoengaño al darme
importancia.
Para nada me necesita.
Existe al margen de que la contemple.
Estuvo aquí cuando éramos
impensables
y seguirá mañana.”
Los centinelas
Gustav Regler llegó a México en 1940 prófugo de una historia común a muchos europeos: derrotas en las guerras contra Franco y Hitler, cautiverio en campos de concentración y llegada al país del cardenismo. Se le ha visto como la contraparte de B. Traven, que logró invisibilizarse en México. Regler no lo consiguió tratando de entender el país y poder explicárselo a los exiliados que llegaban de las matanzas europeas. Fue así que escribió una “guía para alemanes” llamada País volcánico, país hechizado (1947), que Seix Barral reeditó en 2003. En él, el egresado de literatura de la Universidad de Heidelberg, toma la presencia de los volcanes del Altiplano mexicano y el surgimiento del Paricutín, del que el Dr. Atl se sentía “partero”, como determinante del alma nacional.
Con una mirada paradójica, Regler escribe de México: “Éste es el país de las erupciones sorprendentes, habitado por un pueblo tan enigmático como sencillo. Oscila de aquí para allá entre la leyenda de un general que le disparó en la frente a un sirviente que se quejaba de dolor de cabeza y la del indio a quien la Virgen le ordena buscar rosas en diciembre en un cerro árido (…) Es un país que obsequia riquezas y por las noches las arrebata a través de revoluciones imprevisibles. Sus paisajes hacen pensar en un planeta desconocido y no se parece a ningún otro país sobre la Tierra. Su población es sedentaria como si se tratara de un pueblo insular, pero en sus fiestas parece que fueran gitanos en constantes ebulliciones de alegría. El país surge de sí mismo como un volcán y raja a sus presidentes como si fueran alfalfa para burros; después, cae de nuevo en el letargo que dura años y se vuelve pasivo como una luna muda”.
Para quien fuera comisario político de la XII Brigada Internacional que va a asistir a la república durante la guerra civil española, México es un volcán activo como el Popocatépetl, que pasa periodos largos dormido como el Iztaccíhuatl. Su mirada no alcanza a comprender sus paradojas que evoca en una conversación célebre con Miguel Ángel de Quevedo, quien le dice, exaltado:
–Verá usted: yo creo en las raíces. Incluso la lava ha tenido que aceptar las raíces de mis árboles. Y plantaré mis raíces por todas partes. Enviaré millones de raíces a esta tierra. Y haré que asienten y haré que los alrededores se vuelvan verdes y provechosos.
Después de ese encuentro, Regler se convence de que el arraigo es lo distintivo de México. En un país cubierto de lava, que se desquebraja cuando tiembla, cuando su gente se levanta, sus raíces son lo único que lo sigue sosteniendo. Cree que el país está “hechizado”, traspasado por las energías telúricas que hacen que un “pobrecito” se transforme, un buen día, en un “macho envalentonado” o que lo que en otras partes sería intolerable, aquí se le transforma en cosa de relajo o en una tristeza callada. Los volcanes para él son México.
La privatización del volcán
En un texto aún inédito, el director del Centro Universitario para la Prevención de Desastres Regionales de la Universidad Autónoma de Puebla y también del diario La Jornada de Oriente, Aurelio Fernández, ha descubierto una historia de cuando el volcán fue privatizado. Basado en un reporte encontrado en la biblioteca Lafragua hoy sabemos que el Popocatépetl fue dado en propiedad para la explotación del azufre a un general Gaspar Sánchez Ochoa, alrededor de 1857.
El relato, escrito por el ingeniero Lorenzo Pérez Castro, habla de una expedición al cráter encabezada por su dueño y que implicó atarse jergas a los pies para evitar resbalones y cortaduras. Por medio de un cable tensado por los indios que viven a las faldas del volcán, bajan los expedicionarios a observar “los respiraderos de azufre” y los charcos de ácido sulfúrico que tienen la intención de extraer para hacer pólvora –como lo hizo Hernán Cortés en el sitio de Tenochtitlán– en el rancho de Tlamacas.
Dice Aurelio Fernández que el dueño del volcán era un general que había participado en la batalla triunfante del 5 de mayo de 1862 y que fue gobernador de Sinaloa. Para aprovechar al volcán ideó, primero, junto con un míster Stewart, de la Compañía Cablegráfica de California, una especie de teleférico entre el cráter y Amecameca, pero no lo hicieron porque “la velocidad vertiginosa les infundiría temores”. Entonces, el dueño del volcán planeó un túnel por donde correría un tren subterráneo con el azufre. Pero el general murió antes de hacerlo realidad, en 1908. Una década después, en 1919, sigue diciendo Aurelio Fernández, un capataz encargado de una cuadrilla de 25 hombres mandó poner 28 cartuchos de dinamita en ciertos puntos del cráter. Al detonarlos quiebran la roca y desatan una cadena de eventos desafortunados que terminan en una erupción. Como fuente usa el testimonio de un sobreviviente, José Mendoza, un “malacatero” de Amecameca, que el Dr. Atl recoge en sus estudios de volcanes.
Mucho tiempo después, el propio Aurelio Fernández y el que esto redacta conocimos de boca de los habitantes de San Mateo Ozolco y Santiago Xalitzintla una historia estrambótica sobre el origen de las nuevas erupciones, las de 1994. Los pobladores, indígenas nahuas de origen tlaxcalteco, nos aseguraban que Carlos Salinas de Gortari le había vendido a los japoneses los volcanes y que eran ellos los que ponían dinamita adentro para provocar que los ejidatarios se mudaran a otras tierras. En esa narración, hoy que los entusiastas de los ovnis aseguran que existe actividad en La Volcana, está presente la deuda de 1919, cien años después. Y, como desde hace milenios, la respuesta a ella sigue siendo, de nuevo, atravesar la lava con nuestras raíces.
El desdén
“Oleaje petrificado de un antiguo mar cósmico”, escribió el Dr. Atl sobre los volcanes a cuyo pie construyó una cabaña para pintarlos y asimilar su “desprecio”; desde lo alto imaginaba la lava inundando pueblos, llenando todo de muerte, fertilizando con ceniza el lejano porvenir. En el reparto agrario del cardenismo, a Gerardo Murillo le tocó apropiarse del paisaje. La tierra o, más bien, lo telúrico se nacionalizó en sus pinturas. En una de ellas, pintó a La Volcana, al Iztaccíhuatl, cercada por nubes. Es una mujer dormida bajo sus nieves, tendida, en espera de un despertar. Junto a ella se arrodilla el Volcán, Gregorio Popocatépetl, cuya actividad eruptiva el pintor fechó entre 1919 y 1938. Nuestra era con exhalaciones del Popo data apenas de 1994, pero sus gestos son los mismos desde antes de que los humanos llegaran al Anáhuac: resplandores magnéticos de color verde y rojo, vapor de agua, piedras aventadas a gran velocidad, lagos de sulfuros y cenizas con azufre. A lado, La Volcana es una paciencia que en más de 10 milenios no ha cambiado de posición, inerte en su lecho.
Hay una forma de mirar a La Volcana como indiferente. El Dr. Atl la describe así: “Chimenea apagada –hornaza extinguida por donde salió la conciencia ardiente de la tierra–, el viento implacable te corroe. Los labios de tu boca que el fuego esculpió en la cima del monte augusto, son los labios carcomidos por el pico de un buitre”. Para él, el Valle de México era la representación simbólica del espíritu de la mexicanidad, de acuerdo a una suerte de nietzschianismo posrevolucionario que pareció profesar. Más allá de sus vaivenes ideológicos entre el carrancismo y el fascismo italiano, el Dr. Atl veía el paisaje como lo que precede al humano y lo sobrevivirá. Como pintor –él confiesa sentirse más un paseante–, ve la naturaleza como “un escenario del mundo modificado constantemente por la luz” y encuentra en las luces, sombras, colores, volúmenes, de los dos volcanes un impulso emocional de la naturaleza de la vida en estas tierras. Como si nada importara, salvo la mirada que le dirigimos al mundo, el Dr. Atl llenó formularios para inscribir sus pinturas para un salón plástico de Bellas Artes en 1927, diciendo que había nacido en La Atlántida “como un anuncio de que la Venus nacería de la espuma del mar”, hijo del Padre Eterno, y autor de un folleto llamado Tratado del lenguaje de las hormigas, con su ortografía fonética. Para entonces, el pintor-paseante creía en la trascendencia humana en colisión y contemplación de unos volcanes a quienes sus observadores les tenían sin cuidado y, de hecho, gracias a sus desdenes, el pintor perdió una pierna. Medio siglo después, José Emilio Pacheco le dedicaría estos versos a La Volcana:
“Esta montaña inmensa se levanta
como advertencia de mi pequeñez
y mi autoengaño al darme
importancia.
Para nada me necesita.
Existe al margen de que la contemple.
Estuvo aquí cuando éramos
impensables
y seguirá mañana.”
Los centinelas
Gustav Regler llegó a México en 1940 prófugo de una historia común a muchos europeos: derrotas en las guerras contra Franco y Hitler, cautiverio en campos de concentración y llegada al país del cardenismo. Se le ha visto como la contraparte de B. Traven, que logró invisibilizarse en México. Regler no lo consiguió tratando de entender el país y poder explicárselo a los exiliados que llegaban de las matanzas europeas. Fue así que escribió una “guía para alemanes” llamada País volcánico, país hechizado (1947), que Seix Barral reeditó en 2003. En él, el egresado de literatura de la Universidad de Heidelberg, toma la presencia de los volcanes del Altiplano mexicano y el surgimiento del Paricutín, del que el Dr. Atl se sentía “partero”, como determinante del alma nacional.
Con una mirada paradójica, Regler escribe de México: “Éste es el país de las erupciones sorprendentes, habitado por un pueblo tan enigmático como sencillo. Oscila de aquí para allá entre la leyenda de un general que le disparó en la frente a un sirviente que se quejaba de dolor de cabeza y la del indio a quien la Virgen le ordena buscar rosas en diciembre en un cerro árido (…) Es un país que obsequia riquezas y por las noches las arrebata a través de revoluciones imprevisibles. Sus paisajes hacen pensar en un planeta desconocido y no se parece a ningún otro país sobre la Tierra. Su población es sedentaria como si se tratara de un pueblo insular, pero en sus fiestas parece que fueran gitanos en constantes ebulliciones de alegría. El país surge de sí mismo como un volcán y raja a sus presidentes como si fueran alfalfa para burros; después, cae de nuevo en el letargo que dura años y se vuelve pasivo como una luna muda”.
Para quien fuera comisario político de la XII Brigada Internacional que va a asistir a la república durante la guerra civil española, México es un volcán activo como el Popocatépetl, que pasa periodos largos dormido como el Iztaccíhuatl. Su mirada no alcanza a comprender sus paradojas que evoca en una conversación célebre con Miguel Ángel de Quevedo, quien le dice, exaltado:
–Verá usted: yo creo en las raíces. Incluso la lava ha tenido que aceptar las raíces de mis árboles. Y plantaré mis raíces por todas partes. Enviaré millones de raíces a esta tierra. Y haré que asienten y haré que los alrededores se vuelvan verdes y provechosos.
Después de ese encuentro, Regler se convence de que el arraigo es lo distintivo de México. En un país cubierto de lava, que se desquebraja cuando tiembla, cuando su gente se levanta, sus raíces son lo único que lo sigue sosteniendo. Cree que el país está “hechizado”, traspasado por las energías telúricas que hacen que un “pobrecito” se transforme, un buen día, en un “macho envalentonado” o que lo que en otras partes sería intolerable, aquí se le transforma en cosa de relajo o en una tristeza callada. Los volcanes para él son México.
La privatización del volcán
En un texto aún inédito, el director del Centro Universitario para la Prevención de Desastres Regionales de la Universidad Autónoma de Puebla y también del diario La Jornada de Oriente, Aurelio Fernández, ha descubierto una historia de cuando el volcán fue privatizado. Basado en un reporte encontrado en la biblioteca Lafragua hoy sabemos que el Popocatépetl fue dado en propiedad para la explotación del azufre a un general Gaspar Sánchez Ochoa, alrededor de 1857.
El relato, escrito por el ingeniero Lorenzo Pérez Castro, habla de una expedición al cráter encabezada por su dueño y que implicó atarse jergas a los pies para evitar resbalones y cortaduras. Por medio de un cable tensado por los indios que viven a las faldas del volcán, bajan los expedicionarios a observar “los respiraderos de azufre” y los charcos de ácido sulfúrico que tienen la intención de extraer para hacer pólvora –como lo hizo Hernán Cortés en el sitio de Tenochtitlán– en el rancho de Tlamacas.
Dice Aurelio Fernández que el dueño del volcán era un general que había participado en la batalla triunfante del 5 de mayo de 1862 y que fue gobernador de Sinaloa. Para aprovechar al volcán ideó, primero, junto con un míster Stewart, de la Compañía Cablegráfica de California, una especie de teleférico entre el cráter y Amecameca, pero no lo hicieron porque “la velocidad vertiginosa les infundiría temores”. Entonces, el dueño del volcán planeó un túnel por donde correría un tren subterráneo con el azufre. Pero el general murió antes de hacerlo realidad, en 1908. Una década después, en 1919, sigue diciendo Aurelio Fernández, un capataz encargado de una cuadrilla de 25 hombres mandó poner 28 cartuchos de dinamita en ciertos puntos del cráter. Al detonarlos quiebran la roca y desatan una cadena de eventos desafortunados que terminan en una erupción. Como fuente usa el testimonio de un sobreviviente, José Mendoza, un “malacatero” de Amecameca, que el Dr. Atl recoge en sus estudios de volcanes.
Mucho tiempo después, el propio Aurelio Fernández y el que esto redacta conocimos de boca de los habitantes de San Mateo Ozolco y Santiago Xalitzintla una historia estrambótica sobre el origen de las nuevas erupciones, las de 1994. Los pobladores, indígenas nahuas de origen tlaxcalteco, nos aseguraban que Carlos Salinas de Gortari le había vendido a los japoneses los volcanes y que eran ellos los que ponían dinamita adentro para provocar que los ejidatarios se mudaran a otras tierras. En esa narración, hoy que los entusiastas de los ovnis aseguran que existe actividad en La Volcana, está presente la deuda de 1919, cien años después. Y, como desde hace milenios, la respuesta a ella sigue siendo, de nuevo, atravesar la lava con nuestras raíces.
El desdén
“Oleaje petrificado de un antiguo mar cósmico”, escribió el Dr. Atl sobre los volcanes a cuyo pie construyó una cabaña para pintarlos y asimilar su “desprecio”; desde lo alto imaginaba la lava inundando pueblos, llenando todo de muerte, fertilizando con ceniza el lejano porvenir. En el reparto agrario del cardenismo, a Gerardo Murillo le tocó apropiarse del paisaje. La tierra o, más bien, lo telúrico se nacionalizó en sus pinturas. En una de ellas, pintó a La Volcana, al Iztaccíhuatl, cercada por nubes. Es una mujer dormida bajo sus nieves, tendida, en espera de un despertar. Junto a ella se arrodilla el Volcán, Gregorio Popocatépetl, cuya actividad eruptiva el pintor fechó entre 1919 y 1938. Nuestra era con exhalaciones del Popo data apenas de 1994, pero sus gestos son los mismos desde antes de que los humanos llegaran al Anáhuac: resplandores magnéticos de color verde y rojo, vapor de agua, piedras aventadas a gran velocidad, lagos de sulfuros y cenizas con azufre. A lado, La Volcana es una paciencia que en más de 10 milenios no ha cambiado de posición, inerte en su lecho.
Hay una forma de mirar a La Volcana como indiferente. El Dr. Atl la describe así: “Chimenea apagada –hornaza extinguida por donde salió la conciencia ardiente de la tierra–, el viento implacable te corroe. Los labios de tu boca que el fuego esculpió en la cima del monte augusto, son los labios carcomidos por el pico de un buitre”. Para él, el Valle de México era la representación simbólica del espíritu de la mexicanidad, de acuerdo a una suerte de nietzschianismo posrevolucionario que pareció profesar. Más allá de sus vaivenes ideológicos entre el carrancismo y el fascismo italiano, el Dr. Atl veía el paisaje como lo que precede al humano y lo sobrevivirá. Como pintor –él confiesa sentirse más un paseante–, ve la naturaleza como “un escenario del mundo modificado constantemente por la luz” y encuentra en las luces, sombras, colores, volúmenes, de los dos volcanes un impulso emocional de la naturaleza de la vida en estas tierras. Como si nada importara, salvo la mirada que le dirigimos al mundo, el Dr. Atl llenó formularios para inscribir sus pinturas para un salón plástico de Bellas Artes en 1927, diciendo que había nacido en La Atlántida “como un anuncio de que la Venus nacería de la espuma del mar”, hijo del Padre Eterno, y autor de un folleto llamado Tratado del lenguaje de las hormigas, con su ortografía fonética. Para entonces, el pintor-paseante creía en la trascendencia humana en colisión y contemplación de unos volcanes a quienes sus observadores les tenían sin cuidado y, de hecho, gracias a sus desdenes, el pintor perdió una pierna. Medio siglo después, José Emilio Pacheco le dedicaría estos versos a La Volcana:
“Esta montaña inmensa se levanta
como advertencia de mi pequeñez
y mi autoengaño al darme
importancia.
Para nada me necesita.
Existe al margen de que la contemple.
Estuvo aquí cuando éramos
impensables
y seguirá mañana.”
Los centinelas
Gustav Regler llegó a México en 1940 prófugo de una historia común a muchos europeos: derrotas en las guerras contra Franco y Hitler, cautiverio en campos de concentración y llegada al país del cardenismo. Se le ha visto como la contraparte de B. Traven, que logró invisibilizarse en México. Regler no lo consiguió tratando de entender el país y poder explicárselo a los exiliados que llegaban de las matanzas europeas. Fue así que escribió una “guía para alemanes” llamada País volcánico, país hechizado (1947), que Seix Barral reeditó en 2003. En él, el egresado de literatura de la Universidad de Heidelberg, toma la presencia de los volcanes del Altiplano mexicano y el surgimiento del Paricutín, del que el Dr. Atl se sentía “partero”, como determinante del alma nacional.
Con una mirada paradójica, Regler escribe de México: “Éste es el país de las erupciones sorprendentes, habitado por un pueblo tan enigmático como sencillo. Oscila de aquí para allá entre la leyenda de un general que le disparó en la frente a un sirviente que se quejaba de dolor de cabeza y la del indio a quien la Virgen le ordena buscar rosas en diciembre en un cerro árido (…) Es un país que obsequia riquezas y por las noches las arrebata a través de revoluciones imprevisibles. Sus paisajes hacen pensar en un planeta desconocido y no se parece a ningún otro país sobre la Tierra. Su población es sedentaria como si se tratara de un pueblo insular, pero en sus fiestas parece que fueran gitanos en constantes ebulliciones de alegría. El país surge de sí mismo como un volcán y raja a sus presidentes como si fueran alfalfa para burros; después, cae de nuevo en el letargo que dura años y se vuelve pasivo como una luna muda”.
Para quien fuera comisario político de la XII Brigada Internacional que va a asistir a la república durante la guerra civil española, México es un volcán activo como el Popocatépetl, que pasa periodos largos dormido como el Iztaccíhuatl. Su mirada no alcanza a comprender sus paradojas que evoca en una conversación célebre con Miguel Ángel de Quevedo, quien le dice, exaltado:
–Verá usted: yo creo en las raíces. Incluso la lava ha tenido que aceptar las raíces de mis árboles. Y plantaré mis raíces por todas partes. Enviaré millones de raíces a esta tierra. Y haré que asienten y haré que los alrededores se vuelvan verdes y provechosos.
Después de ese encuentro, Regler se convence de que el arraigo es lo distintivo de México. En un país cubierto de lava, que se desquebraja cuando tiembla, cuando su gente se levanta, sus raíces son lo único que lo sigue sosteniendo. Cree que el país está “hechizado”, traspasado por las energías telúricas que hacen que un “pobrecito” se transforme, un buen día, en un “macho envalentonado” o que lo que en otras partes sería intolerable, aquí se le transforma en cosa de relajo o en una tristeza callada. Los volcanes para él son México.
La privatización del volcán
En un texto aún inédito, el director del Centro Universitario para la Prevención de Desastres Regionales de la Universidad Autónoma de Puebla y también del diario La Jornada de Oriente, Aurelio Fernández, ha descubierto una historia de cuando el volcán fue privatizado. Basado en un reporte encontrado en la biblioteca Lafragua hoy sabemos que el Popocatépetl fue dado en propiedad para la explotación del azufre a un general Gaspar Sánchez Ochoa, alrededor de 1857.
El relato, escrito por el ingeniero Lorenzo Pérez Castro, habla de una expedición al cráter encabezada por su dueño y que implicó atarse jergas a los pies para evitar resbalones y cortaduras. Por medio de un cable tensado por los indios que viven a las faldas del volcán, bajan los expedicionarios a observar “los respiraderos de azufre” y los charcos de ácido sulfúrico que tienen la intención de extraer para hacer pólvora –como lo hizo Hernán Cortés en el sitio de Tenochtitlán– en el rancho de Tlamacas.
Dice Aurelio Fernández que el dueño del volcán era un general que había participado en la batalla triunfante del 5 de mayo de 1862 y que fue gobernador de Sinaloa. Para aprovechar al volcán ideó, primero, junto con un míster Stewart, de la Compañía Cablegráfica de California, una especie de teleférico entre el cráter y Amecameca, pero no lo hicieron porque “la velocidad vertiginosa les infundiría temores”. Entonces, el dueño del volcán planeó un túnel por donde correría un tren subterráneo con el azufre. Pero el general murió antes de hacerlo realidad, en 1908. Una década después, en 1919, sigue diciendo Aurelio Fernández, un capataz encargado de una cuadrilla de 25 hombres mandó poner 28 cartuchos de dinamita en ciertos puntos del cráter. Al detonarlos quiebran la roca y desatan una cadena de eventos desafortunados que terminan en una erupción. Como fuente usa el testimonio de un sobreviviente, José Mendoza, un “malacatero” de Amecameca, que el Dr. Atl recoge en sus estudios de volcanes.
Mucho tiempo después, el propio Aurelio Fernández y el que esto redacta conocimos de boca de los habitantes de San Mateo Ozolco y Santiago Xalitzintla una historia estrambótica sobre el origen de las nuevas erupciones, las de 1994. Los pobladores, indígenas nahuas de origen tlaxcalteco, nos aseguraban que Carlos Salinas de Gortari le había vendido a los japoneses los volcanes y que eran ellos los que ponían dinamita adentro para provocar que los ejidatarios se mudaran a otras tierras. En esa narración, hoy que los entusiastas de los ovnis aseguran que existe actividad en La Volcana, está presente la deuda de 1919, cien años después. Y, como desde hace milenios, la respuesta a ella sigue siendo, de nuevo, atravesar la lava con nuestras raíces.
El desdén
“Oleaje petrificado de un antiguo mar cósmico”, escribió el Dr. Atl sobre los volcanes a cuyo pie construyó una cabaña para pintarlos y asimilar su “desprecio”; desde lo alto imaginaba la lava inundando pueblos, llenando todo de muerte, fertilizando con ceniza el lejano porvenir. En el reparto agrario del cardenismo, a Gerardo Murillo le tocó apropiarse del paisaje. La tierra o, más bien, lo telúrico se nacionalizó en sus pinturas. En una de ellas, pintó a La Volcana, al Iztaccíhuatl, cercada por nubes. Es una mujer dormida bajo sus nieves, tendida, en espera de un despertar. Junto a ella se arrodilla el Volcán, Gregorio Popocatépetl, cuya actividad eruptiva el pintor fechó entre 1919 y 1938. Nuestra era con exhalaciones del Popo data apenas de 1994, pero sus gestos son los mismos desde antes de que los humanos llegaran al Anáhuac: resplandores magnéticos de color verde y rojo, vapor de agua, piedras aventadas a gran velocidad, lagos de sulfuros y cenizas con azufre. A lado, La Volcana es una paciencia que en más de 10 milenios no ha cambiado de posición, inerte en su lecho.
Hay una forma de mirar a La Volcana como indiferente. El Dr. Atl la describe así: “Chimenea apagada –hornaza extinguida por donde salió la conciencia ardiente de la tierra–, el viento implacable te corroe. Los labios de tu boca que el fuego esculpió en la cima del monte augusto, son los labios carcomidos por el pico de un buitre”. Para él, el Valle de México era la representación simbólica del espíritu de la mexicanidad, de acuerdo a una suerte de nietzschianismo posrevolucionario que pareció profesar. Más allá de sus vaivenes ideológicos entre el carrancismo y el fascismo italiano, el Dr. Atl veía el paisaje como lo que precede al humano y lo sobrevivirá. Como pintor –él confiesa sentirse más un paseante–, ve la naturaleza como “un escenario del mundo modificado constantemente por la luz” y encuentra en las luces, sombras, colores, volúmenes, de los dos volcanes un impulso emocional de la naturaleza de la vida en estas tierras. Como si nada importara, salvo la mirada que le dirigimos al mundo, el Dr. Atl llenó formularios para inscribir sus pinturas para un salón plástico de Bellas Artes en 1927, diciendo que había nacido en La Atlántida “como un anuncio de que la Venus nacería de la espuma del mar”, hijo del Padre Eterno, y autor de un folleto llamado Tratado del lenguaje de las hormigas, con su ortografía fonética. Para entonces, el pintor-paseante creía en la trascendencia humana en colisión y contemplación de unos volcanes a quienes sus observadores les tenían sin cuidado y, de hecho, gracias a sus desdenes, el pintor perdió una pierna. Medio siglo después, José Emilio Pacheco le dedicaría estos versos a La Volcana:
“Esta montaña inmensa se levanta
como advertencia de mi pequeñez
y mi autoengaño al darme
importancia.
Para nada me necesita.
Existe al margen de que la contemple.
Estuvo aquí cuando éramos
impensables
y seguirá mañana.”
Los centinelas
Gustav Regler llegó a México en 1940 prófugo de una historia común a muchos europeos: derrotas en las guerras contra Franco y Hitler, cautiverio en campos de concentración y llegada al país del cardenismo. Se le ha visto como la contraparte de B. Traven, que logró invisibilizarse en México. Regler no lo consiguió tratando de entender el país y poder explicárselo a los exiliados que llegaban de las matanzas europeas. Fue así que escribió una “guía para alemanes” llamada País volcánico, país hechizado (1947), que Seix Barral reeditó en 2003. En él, el egresado de literatura de la Universidad de Heidelberg, toma la presencia de los volcanes del Altiplano mexicano y el surgimiento del Paricutín, del que el Dr. Atl se sentía “partero”, como determinante del alma nacional.
Con una mirada paradójica, Regler escribe de México: “Éste es el país de las erupciones sorprendentes, habitado por un pueblo tan enigmático como sencillo. Oscila de aquí para allá entre la leyenda de un general que le disparó en la frente a un sirviente que se quejaba de dolor de cabeza y la del indio a quien la Virgen le ordena buscar rosas en diciembre en un cerro árido (…) Es un país que obsequia riquezas y por las noches las arrebata a través de revoluciones imprevisibles. Sus paisajes hacen pensar en un planeta desconocido y no se parece a ningún otro país sobre la Tierra. Su población es sedentaria como si se tratara de un pueblo insular, pero en sus fiestas parece que fueran gitanos en constantes ebulliciones de alegría. El país surge de sí mismo como un volcán y raja a sus presidentes como si fueran alfalfa para burros; después, cae de nuevo en el letargo que dura años y se vuelve pasivo como una luna muda”.
Para quien fuera comisario político de la XII Brigada Internacional que va a asistir a la república durante la guerra civil española, México es un volcán activo como el Popocatépetl, que pasa periodos largos dormido como el Iztaccíhuatl. Su mirada no alcanza a comprender sus paradojas que evoca en una conversación célebre con Miguel Ángel de Quevedo, quien le dice, exaltado:
–Verá usted: yo creo en las raíces. Incluso la lava ha tenido que aceptar las raíces de mis árboles. Y plantaré mis raíces por todas partes. Enviaré millones de raíces a esta tierra. Y haré que asienten y haré que los alrededores se vuelvan verdes y provechosos.
Después de ese encuentro, Regler se convence de que el arraigo es lo distintivo de México. En un país cubierto de lava, que se desquebraja cuando tiembla, cuando su gente se levanta, sus raíces son lo único que lo sigue sosteniendo. Cree que el país está “hechizado”, traspasado por las energías telúricas que hacen que un “pobrecito” se transforme, un buen día, en un “macho envalentonado” o que lo que en otras partes sería intolerable, aquí se le transforma en cosa de relajo o en una tristeza callada. Los volcanes para él son México.
La privatización del volcán
En un texto aún inédito, el director del Centro Universitario para la Prevención de Desastres Regionales de la Universidad Autónoma de Puebla y también del diario La Jornada de Oriente, Aurelio Fernández, ha descubierto una historia de cuando el volcán fue privatizado. Basado en un reporte encontrado en la biblioteca Lafragua hoy sabemos que el Popocatépetl fue dado en propiedad para la explotación del azufre a un general Gaspar Sánchez Ochoa, alrededor de 1857.
El relato, escrito por el ingeniero Lorenzo Pérez Castro, habla de una expedición al cráter encabezada por su dueño y que implicó atarse jergas a los pies para evitar resbalones y cortaduras. Por medio de un cable tensado por los indios que viven a las faldas del volcán, bajan los expedicionarios a observar “los respiraderos de azufre” y los charcos de ácido sulfúrico que tienen la intención de extraer para hacer pólvora –como lo hizo Hernán Cortés en el sitio de Tenochtitlán– en el rancho de Tlamacas.
Dice Aurelio Fernández que el dueño del volcán era un general que había participado en la batalla triunfante del 5 de mayo de 1862 y que fue gobernador de Sinaloa. Para aprovechar al volcán ideó, primero, junto con un míster Stewart, de la Compañía Cablegráfica de California, una especie de teleférico entre el cráter y Amecameca, pero no lo hicieron porque “la velocidad vertiginosa les infundiría temores”. Entonces, el dueño del volcán planeó un túnel por donde correría un tren subterráneo con el azufre. Pero el general murió antes de hacerlo realidad, en 1908. Una década después, en 1919, sigue diciendo Aurelio Fernández, un capataz encargado de una cuadrilla de 25 hombres mandó poner 28 cartuchos de dinamita en ciertos puntos del cráter. Al detonarlos quiebran la roca y desatan una cadena de eventos desafortunados que terminan en una erupción. Como fuente usa el testimonio de un sobreviviente, José Mendoza, un “malacatero” de Amecameca, que el Dr. Atl recoge en sus estudios de volcanes.
Mucho tiempo después, el propio Aurelio Fernández y el que esto redacta conocimos de boca de los habitantes de San Mateo Ozolco y Santiago Xalitzintla una historia estrambótica sobre el origen de las nuevas erupciones, las de 1994. Los pobladores, indígenas nahuas de origen tlaxcalteco, nos aseguraban que Carlos Salinas de Gortari le había vendido a los japoneses los volcanes y que eran ellos los que ponían dinamita adentro para provocar que los ejidatarios se mudaran a otras tierras. En esa narración, hoy que los entusiastas de los ovnis aseguran que existe actividad en La Volcana, está presente la deuda de 1919, cien años después. Y, como desde hace milenios, la respuesta a ella sigue siendo, de nuevo, atravesar la lava con nuestras raíces.
El desdén
“Oleaje petrificado de un antiguo mar cósmico”, escribió el Dr. Atl sobre los volcanes a cuyo pie construyó una cabaña para pintarlos y asimilar su “desprecio”; desde lo alto imaginaba la lava inundando pueblos, llenando todo de muerte, fertilizando con ceniza el lejano porvenir. En el reparto agrario del cardenismo, a Gerardo Murillo le tocó apropiarse del paisaje. La tierra o, más bien, lo telúrico se nacionalizó en sus pinturas. En una de ellas, pintó a La Volcana, al Iztaccíhuatl, cercada por nubes. Es una mujer dormida bajo sus nieves, tendida, en espera de un despertar. Junto a ella se arrodilla el Volcán, Gregorio Popocatépetl, cuya actividad eruptiva el pintor fechó entre 1919 y 1938. Nuestra era con exhalaciones del Popo data apenas de 1994, pero sus gestos son los mismos desde antes de que los humanos llegaran al Anáhuac: resplandores magnéticos de color verde y rojo, vapor de agua, piedras aventadas a gran velocidad, lagos de sulfuros y cenizas con azufre. A lado, La Volcana es una paciencia que en más de 10 milenios no ha cambiado de posición, inerte en su lecho.
Hay una forma de mirar a La Volcana como indiferente. El Dr. Atl la describe así: “Chimenea apagada –hornaza extinguida por donde salió la conciencia ardiente de la tierra–, el viento implacable te corroe. Los labios de tu boca que el fuego esculpió en la cima del monte augusto, son los labios carcomidos por el pico de un buitre”. Para él, el Valle de México era la representación simbólica del espíritu de la mexicanidad, de acuerdo a una suerte de nietzschianismo posrevolucionario que pareció profesar. Más allá de sus vaivenes ideológicos entre el carrancismo y el fascismo italiano, el Dr. Atl veía el paisaje como lo que precede al humano y lo sobrevivirá. Como pintor –él confiesa sentirse más un paseante–, ve la naturaleza como “un escenario del mundo modificado constantemente por la luz” y encuentra en las luces, sombras, colores, volúmenes, de los dos volcanes un impulso emocional de la naturaleza de la vida en estas tierras. Como si nada importara, salvo la mirada que le dirigimos al mundo, el Dr. Atl llenó formularios para inscribir sus pinturas para un salón plástico de Bellas Artes en 1927, diciendo que había nacido en La Atlántida “como un anuncio de que la Venus nacería de la espuma del mar”, hijo del Padre Eterno, y autor de un folleto llamado Tratado del lenguaje de las hormigas, con su ortografía fonética. Para entonces, el pintor-paseante creía en la trascendencia humana en colisión y contemplación de unos volcanes a quienes sus observadores les tenían sin cuidado y, de hecho, gracias a sus desdenes, el pintor perdió una pierna. Medio siglo después, José Emilio Pacheco le dedicaría estos versos a La Volcana:
“Esta montaña inmensa se levanta
como advertencia de mi pequeñez
y mi autoengaño al darme
importancia.
Para nada me necesita.
Existe al margen de que la contemple.
Estuvo aquí cuando éramos
impensables
y seguirá mañana.”
Los centinelas
Gustav Regler llegó a México en 1940 prófugo de una historia común a muchos europeos: derrotas en las guerras contra Franco y Hitler, cautiverio en campos de concentración y llegada al país del cardenismo. Se le ha visto como la contraparte de B. Traven, que logró invisibilizarse en México. Regler no lo consiguió tratando de entender el país y poder explicárselo a los exiliados que llegaban de las matanzas europeas. Fue así que escribió una “guía para alemanes” llamada País volcánico, país hechizado (1947), que Seix Barral reeditó en 2003. En él, el egresado de literatura de la Universidad de Heidelberg, toma la presencia de los volcanes del Altiplano mexicano y el surgimiento del Paricutín, del que el Dr. Atl se sentía “partero”, como determinante del alma nacional.
Con una mirada paradójica, Regler escribe de México: “Éste es el país de las erupciones sorprendentes, habitado por un pueblo tan enigmático como sencillo. Oscila de aquí para allá entre la leyenda de un general que le disparó en la frente a un sirviente que se quejaba de dolor de cabeza y la del indio a quien la Virgen le ordena buscar rosas en diciembre en un cerro árido (…) Es un país que obsequia riquezas y por las noches las arrebata a través de revoluciones imprevisibles. Sus paisajes hacen pensar en un planeta desconocido y no se parece a ningún otro país sobre la Tierra. Su población es sedentaria como si se tratara de un pueblo insular, pero en sus fiestas parece que fueran gitanos en constantes ebulliciones de alegría. El país surge de sí mismo como un volcán y raja a sus presidentes como si fueran alfalfa para burros; después, cae de nuevo en el letargo que dura años y se vuelve pasivo como una luna muda”.
Para quien fuera comisario político de la XII Brigada Internacional que va a asistir a la república durante la guerra civil española, México es un volcán activo como el Popocatépetl, que pasa periodos largos dormido como el Iztaccíhuatl. Su mirada no alcanza a comprender sus paradojas que evoca en una conversación célebre con Miguel Ángel de Quevedo, quien le dice, exaltado:
–Verá usted: yo creo en las raíces. Incluso la lava ha tenido que aceptar las raíces de mis árboles. Y plantaré mis raíces por todas partes. Enviaré millones de raíces a esta tierra. Y haré que asienten y haré que los alrededores se vuelvan verdes y provechosos.
Después de ese encuentro, Regler se convence de que el arraigo es lo distintivo de México. En un país cubierto de lava, que se desquebraja cuando tiembla, cuando su gente se levanta, sus raíces son lo único que lo sigue sosteniendo. Cree que el país está “hechizado”, traspasado por las energías telúricas que hacen que un “pobrecito” se transforme, un buen día, en un “macho envalentonado” o que lo que en otras partes sería intolerable, aquí se le transforma en cosa de relajo o en una tristeza callada. Los volcanes para él son México.
La privatización del volcán
En un texto aún inédito, el director del Centro Universitario para la Prevención de Desastres Regionales de la Universidad Autónoma de Puebla y también del diario La Jornada de Oriente, Aurelio Fernández, ha descubierto una historia de cuando el volcán fue privatizado. Basado en un reporte encontrado en la biblioteca Lafragua hoy sabemos que el Popocatépetl fue dado en propiedad para la explotación del azufre a un general Gaspar Sánchez Ochoa, alrededor de 1857.
El relato, escrito por el ingeniero Lorenzo Pérez Castro, habla de una expedición al cráter encabezada por su dueño y que implicó atarse jergas a los pies para evitar resbalones y cortaduras. Por medio de un cable tensado por los indios que viven a las faldas del volcán, bajan los expedicionarios a observar “los respiraderos de azufre” y los charcos de ácido sulfúrico que tienen la intención de extraer para hacer pólvora –como lo hizo Hernán Cortés en el sitio de Tenochtitlán– en el rancho de Tlamacas.
Dice Aurelio Fernández que el dueño del volcán era un general que había participado en la batalla triunfante del 5 de mayo de 1862 y que fue gobernador de Sinaloa. Para aprovechar al volcán ideó, primero, junto con un míster Stewart, de la Compañía Cablegráfica de California, una especie de teleférico entre el cráter y Amecameca, pero no lo hicieron porque “la velocidad vertiginosa les infundiría temores”. Entonces, el dueño del volcán planeó un túnel por donde correría un tren subterráneo con el azufre. Pero el general murió antes de hacerlo realidad, en 1908. Una década después, en 1919, sigue diciendo Aurelio Fernández, un capataz encargado de una cuadrilla de 25 hombres mandó poner 28 cartuchos de dinamita en ciertos puntos del cráter. Al detonarlos quiebran la roca y desatan una cadena de eventos desafortunados que terminan en una erupción. Como fuente usa el testimonio de un sobreviviente, José Mendoza, un “malacatero” de Amecameca, que el Dr. Atl recoge en sus estudios de volcanes.
Mucho tiempo después, el propio Aurelio Fernández y el que esto redacta conocimos de boca de los habitantes de San Mateo Ozolco y Santiago Xalitzintla una historia estrambótica sobre el origen de las nuevas erupciones, las de 1994. Los pobladores, indígenas nahuas de origen tlaxcalteco, nos aseguraban que Carlos Salinas de Gortari le había vendido a los japoneses los volcanes y que eran ellos los que ponían dinamita adentro para provocar que los ejidatarios se mudaran a otras tierras. En esa narración, hoy que los entusiastas de los ovnis aseguran que existe actividad en La Volcana, está presente la deuda de 1919, cien años después. Y, como desde hace milenios, la respuesta a ella sigue siendo, de nuevo, atravesar la lava con nuestras raíces.
El desdén
“Oleaje petrificado de un antiguo mar cósmico”, escribió el Dr. Atl sobre los volcanes a cuyo pie construyó una cabaña para pintarlos y asimilar su “desprecio”; desde lo alto imaginaba la lava inundando pueblos, llenando todo de muerte, fertilizando con ceniza el lejano porvenir. En el reparto agrario del cardenismo, a Gerardo Murillo le tocó apropiarse del paisaje. La tierra o, más bien, lo telúrico se nacionalizó en sus pinturas. En una de ellas, pintó a La Volcana, al Iztaccíhuatl, cercada por nubes. Es una mujer dormida bajo sus nieves, tendida, en espera de un despertar. Junto a ella se arrodilla el Volcán, Gregorio Popocatépetl, cuya actividad eruptiva el pintor fechó entre 1919 y 1938. Nuestra era con exhalaciones del Popo data apenas de 1994, pero sus gestos son los mismos desde antes de que los humanos llegaran al Anáhuac: resplandores magnéticos de color verde y rojo, vapor de agua, piedras aventadas a gran velocidad, lagos de sulfuros y cenizas con azufre. A lado, La Volcana es una paciencia que en más de 10 milenios no ha cambiado de posición, inerte en su lecho.
Hay una forma de mirar a La Volcana como indiferente. El Dr. Atl la describe así: “Chimenea apagada –hornaza extinguida por donde salió la conciencia ardiente de la tierra–, el viento implacable te corroe. Los labios de tu boca que el fuego esculpió en la cima del monte augusto, son los labios carcomidos por el pico de un buitre”. Para él, el Valle de México era la representación simbólica del espíritu de la mexicanidad, de acuerdo a una suerte de nietzschianismo posrevolucionario que pareció profesar. Más allá de sus vaivenes ideológicos entre el carrancismo y el fascismo italiano, el Dr. Atl veía el paisaje como lo que precede al humano y lo sobrevivirá. Como pintor –él confiesa sentirse más un paseante–, ve la naturaleza como “un escenario del mundo modificado constantemente por la luz” y encuentra en las luces, sombras, colores, volúmenes, de los dos volcanes un impulso emocional de la naturaleza de la vida en estas tierras. Como si nada importara, salvo la mirada que le dirigimos al mundo, el Dr. Atl llenó formularios para inscribir sus pinturas para un salón plástico de Bellas Artes en 1927, diciendo que había nacido en La Atlántida “como un anuncio de que la Venus nacería de la espuma del mar”, hijo del Padre Eterno, y autor de un folleto llamado Tratado del lenguaje de las hormigas, con su ortografía fonética. Para entonces, el pintor-paseante creía en la trascendencia humana en colisión y contemplación de unos volcanes a quienes sus observadores les tenían sin cuidado y, de hecho, gracias a sus desdenes, el pintor perdió una pierna. Medio siglo después, José Emilio Pacheco le dedicaría estos versos a La Volcana:
“Esta montaña inmensa se levanta
como advertencia de mi pequeñez
y mi autoengaño al darme
importancia.
Para nada me necesita.
Existe al margen de que la contemple.
Estuvo aquí cuando éramos
impensables
y seguirá mañana.”
Los centinelas
Gustav Regler llegó a México en 1940 prófugo de una historia común a muchos europeos: derrotas en las guerras contra Franco y Hitler, cautiverio en campos de concentración y llegada al país del cardenismo. Se le ha visto como la contraparte de B. Traven, que logró invisibilizarse en México. Regler no lo consiguió tratando de entender el país y poder explicárselo a los exiliados que llegaban de las matanzas europeas. Fue así que escribió una “guía para alemanes” llamada País volcánico, país hechizado (1947), que Seix Barral reeditó en 2003. En él, el egresado de literatura de la Universidad de Heidelberg, toma la presencia de los volcanes del Altiplano mexicano y el surgimiento del Paricutín, del que el Dr. Atl se sentía “partero”, como determinante del alma nacional.
Con una mirada paradójica, Regler escribe de México: “Éste es el país de las erupciones sorprendentes, habitado por un pueblo tan enigmático como sencillo. Oscila de aquí para allá entre la leyenda de un general que le disparó en la frente a un sirviente que se quejaba de dolor de cabeza y la del indio a quien la Virgen le ordena buscar rosas en diciembre en un cerro árido (…) Es un país que obsequia riquezas y por las noches las arrebata a través de revoluciones imprevisibles. Sus paisajes hacen pensar en un planeta desconocido y no se parece a ningún otro país sobre la Tierra. Su población es sedentaria como si se tratara de un pueblo insular, pero en sus fiestas parece que fueran gitanos en constantes ebulliciones de alegría. El país surge de sí mismo como un volcán y raja a sus presidentes como si fueran alfalfa para burros; después, cae de nuevo en el letargo que dura años y se vuelve pasivo como una luna muda”.
Para quien fuera comisario político de la XII Brigada Internacional que va a asistir a la república durante la guerra civil española, México es un volcán activo como el Popocatépetl, que pasa periodos largos dormido como el Iztaccíhuatl. Su mirada no alcanza a comprender sus paradojas que evoca en una conversación célebre con Miguel Ángel de Quevedo, quien le dice, exaltado:
–Verá usted: yo creo en las raíces. Incluso la lava ha tenido que aceptar las raíces de mis árboles. Y plantaré mis raíces por todas partes. Enviaré millones de raíces a esta tierra. Y haré que asienten y haré que los alrededores se vuelvan verdes y provechosos.
Después de ese encuentro, Regler se convence de que el arraigo es lo distintivo de México. En un país cubierto de lava, que se desquebraja cuando tiembla, cuando su gente se levanta, sus raíces son lo único que lo sigue sosteniendo. Cree que el país está “hechizado”, traspasado por las energías telúricas que hacen que un “pobrecito” se transforme, un buen día, en un “macho envalentonado” o que lo que en otras partes sería intolerable, aquí se le transforma en cosa de relajo o en una tristeza callada. Los volcanes para él son México.
La privatización del volcán
En un texto aún inédito, el director del Centro Universitario para la Prevención de Desastres Regionales de la Universidad Autónoma de Puebla y también del diario La Jornada de Oriente, Aurelio Fernández, ha descubierto una historia de cuando el volcán fue privatizado. Basado en un reporte encontrado en la biblioteca Lafragua hoy sabemos que el Popocatépetl fue dado en propiedad para la explotación del azufre a un general Gaspar Sánchez Ochoa, alrededor de 1857.
El relato, escrito por el ingeniero Lorenzo Pérez Castro, habla de una expedición al cráter encabezada por su dueño y que implicó atarse jergas a los pies para evitar resbalones y cortaduras. Por medio de un cable tensado por los indios que viven a las faldas del volcán, bajan los expedicionarios a observar “los respiraderos de azufre” y los charcos de ácido sulfúrico que tienen la intención de extraer para hacer pólvora –como lo hizo Hernán Cortés en el sitio de Tenochtitlán– en el rancho de Tlamacas.
Dice Aurelio Fernández que el dueño del volcán era un general que había participado en la batalla triunfante del 5 de mayo de 1862 y que fue gobernador de Sinaloa. Para aprovechar al volcán ideó, primero, junto con un míster Stewart, de la Compañía Cablegráfica de California, una especie de teleférico entre el cráter y Amecameca, pero no lo hicieron porque “la velocidad vertiginosa les infundiría temores”. Entonces, el dueño del volcán planeó un túnel por donde correría un tren subterráneo con el azufre. Pero el general murió antes de hacerlo realidad, en 1908. Una década después, en 1919, sigue diciendo Aurelio Fernández, un capataz encargado de una cuadrilla de 25 hombres mandó poner 28 cartuchos de dinamita en ciertos puntos del cráter. Al detonarlos quiebran la roca y desatan una cadena de eventos desafortunados que terminan en una erupción. Como fuente usa el testimonio de un sobreviviente, José Mendoza, un “malacatero” de Amecameca, que el Dr. Atl recoge en sus estudios de volcanes.
Mucho tiempo después, el propio Aurelio Fernández y el que esto redacta conocimos de boca de los habitantes de San Mateo Ozolco y Santiago Xalitzintla una historia estrambótica sobre el origen de las nuevas erupciones, las de 1994. Los pobladores, indígenas nahuas de origen tlaxcalteco, nos aseguraban que Carlos Salinas de Gortari le había vendido a los japoneses los volcanes y que eran ellos los que ponían dinamita adentro para provocar que los ejidatarios se mudaran a otras tierras. En esa narración, hoy que los entusiastas de los ovnis aseguran que existe actividad en La Volcana, está presente la deuda de 1919, cien años después. Y, como desde hace milenios, la respuesta a ella sigue siendo, de nuevo, atravesar la lava con nuestras raíces.
El desdén
“Oleaje petrificado de un antiguo mar cósmico”, escribió el Dr. Atl sobre los volcanes a cuyo pie construyó una cabaña para pintarlos y asimilar su “desprecio”; desde lo alto imaginaba la lava inundando pueblos, llenando todo de muerte, fertilizando con ceniza el lejano porvenir. En el reparto agrario del cardenismo, a Gerardo Murillo le tocó apropiarse del paisaje. La tierra o, más bien, lo telúrico se nacionalizó en sus pinturas. En una de ellas, pintó a La Volcana, al Iztaccíhuatl, cercada por nubes. Es una mujer dormida bajo sus nieves, tendida, en espera de un despertar. Junto a ella se arrodilla el Volcán, Gregorio Popocatépetl, cuya actividad eruptiva el pintor fechó entre 1919 y 1938. Nuestra era con exhalaciones del Popo data apenas de 1994, pero sus gestos son los mismos desde antes de que los humanos llegaran al Anáhuac: resplandores magnéticos de color verde y rojo, vapor de agua, piedras aventadas a gran velocidad, lagos de sulfuros y cenizas con azufre. A lado, La Volcana es una paciencia que en más de 10 milenios no ha cambiado de posición, inerte en su lecho.
Hay una forma de mirar a La Volcana como indiferente. El Dr. Atl la describe así: “Chimenea apagada –hornaza extinguida por donde salió la conciencia ardiente de la tierra–, el viento implacable te corroe. Los labios de tu boca que el fuego esculpió en la cima del monte augusto, son los labios carcomidos por el pico de un buitre”. Para él, el Valle de México era la representación simbólica del espíritu de la mexicanidad, de acuerdo a una suerte de nietzschianismo posrevolucionario que pareció profesar. Más allá de sus vaivenes ideológicos entre el carrancismo y el fascismo italiano, el Dr. Atl veía el paisaje como lo que precede al humano y lo sobrevivirá. Como pintor –él confiesa sentirse más un paseante–, ve la naturaleza como “un escenario del mundo modificado constantemente por la luz” y encuentra en las luces, sombras, colores, volúmenes, de los dos volcanes un impulso emocional de la naturaleza de la vida en estas tierras. Como si nada importara, salvo la mirada que le dirigimos al mundo, el Dr. Atl llenó formularios para inscribir sus pinturas para un salón plástico de Bellas Artes en 1927, diciendo que había nacido en La Atlántida “como un anuncio de que la Venus nacería de la espuma del mar”, hijo del Padre Eterno, y autor de un folleto llamado Tratado del lenguaje de las hormigas, con su ortografía fonética. Para entonces, el pintor-paseante creía en la trascendencia humana en colisión y contemplación de unos volcanes a quienes sus observadores les tenían sin cuidado y, de hecho, gracias a sus desdenes, el pintor perdió una pierna. Medio siglo después, José Emilio Pacheco le dedicaría estos versos a La Volcana:
“Esta montaña inmensa se levanta
como advertencia de mi pequeñez
y mi autoengaño al darme
importancia.
Para nada me necesita.
Existe al margen de que la contemple.
Estuvo aquí cuando éramos
impensables
y seguirá mañana.”
Los centinelas
Gustav Regler llegó a México en 1940 prófugo de una historia común a muchos europeos: derrotas en las guerras contra Franco y Hitler, cautiverio en campos de concentración y llegada al país del cardenismo. Se le ha visto como la contraparte de B. Traven, que logró invisibilizarse en México. Regler no lo consiguió tratando de entender el país y poder explicárselo a los exiliados que llegaban de las matanzas europeas. Fue así que escribió una “guía para alemanes” llamada País volcánico, país hechizado (1947), que Seix Barral reeditó en 2003. En él, el egresado de literatura de la Universidad de Heidelberg, toma la presencia de los volcanes del Altiplano mexicano y el surgimiento del Paricutín, del que el Dr. Atl se sentía “partero”, como determinante del alma nacional.
Con una mirada paradójica, Regler escribe de México: “Éste es el país de las erupciones sorprendentes, habitado por un pueblo tan enigmático como sencillo. Oscila de aquí para allá entre la leyenda de un general que le disparó en la frente a un sirviente que se quejaba de dolor de cabeza y la del indio a quien la Virgen le ordena buscar rosas en diciembre en un cerro árido (…) Es un país que obsequia riquezas y por las noches las arrebata a través de revoluciones imprevisibles. Sus paisajes hacen pensar en un planeta desconocido y no se parece a ningún otro país sobre la Tierra. Su población es sedentaria como si se tratara de un pueblo insular, pero en sus fiestas parece que fueran gitanos en constantes ebulliciones de alegría. El país surge de sí mismo como un volcán y raja a sus presidentes como si fueran alfalfa para burros; después, cae de nuevo en el letargo que dura años y se vuelve pasivo como una luna muda”.
Para quien fuera comisario político de la XII Brigada Internacional que va a asistir a la república durante la guerra civil española, México es un volcán activo como el Popocatépetl, que pasa periodos largos dormido como el Iztaccíhuatl. Su mirada no alcanza a comprender sus paradojas que evoca en una conversación célebre con Miguel Ángel de Quevedo, quien le dice, exaltado:
–Verá usted: yo creo en las raíces. Incluso la lava ha tenido que aceptar las raíces de mis árboles. Y plantaré mis raíces por todas partes. Enviaré millones de raíces a esta tierra. Y haré que asienten y haré que los alrededores se vuelvan verdes y provechosos.
Después de ese encuentro, Regler se convence de que el arraigo es lo distintivo de México. En un país cubierto de lava, que se desquebraja cuando tiembla, cuando su gente se levanta, sus raíces son lo único que lo sigue sosteniendo. Cree que el país está “hechizado”, traspasado por las energías telúricas que hacen que un “pobrecito” se transforme, un buen día, en un “macho envalentonado” o que lo que en otras partes sería intolerable, aquí se le transforma en cosa de relajo o en una tristeza callada. Los volcanes para él son México.
La privatización del volcán
En un texto aún inédito, el director del Centro Universitario para la Prevención de Desastres Regionales de la Universidad Autónoma de Puebla y también del diario La Jornada de Oriente, Aurelio Fernández, ha descubierto una historia de cuando el volcán fue privatizado. Basado en un reporte encontrado en la biblioteca Lafragua hoy sabemos que el Popocatépetl fue dado en propiedad para la explotación del azufre a un general Gaspar Sánchez Ochoa, alrededor de 1857.
El relato, escrito por el ingeniero Lorenzo Pérez Castro, habla de una expedición al cráter encabezada por su dueño y que implicó atarse jergas a los pies para evitar resbalones y cortaduras. Por medio de un cable tensado por los indios que viven a las faldas del volcán, bajan los expedicionarios a observar “los respiraderos de azufre” y los charcos de ácido sulfúrico que tienen la intención de extraer para hacer pólvora –como lo hizo Hernán Cortés en el sitio de Tenochtitlán– en el rancho de Tlamacas.
Dice Aurelio Fernández que el dueño del volcán era un general que había participado en la batalla triunfante del 5 de mayo de 1862 y que fue gobernador de Sinaloa. Para aprovechar al volcán ideó, primero, junto con un míster Stewart, de la Compañía Cablegráfica de California, una especie de teleférico entre el cráter y Amecameca, pero no lo hicieron porque “la velocidad vertiginosa les infundiría temores”. Entonces, el dueño del volcán planeó un túnel por donde correría un tren subterráneo con el azufre. Pero el general murió antes de hacerlo realidad, en 1908. Una década después, en 1919, sigue diciendo Aurelio Fernández, un capataz encargado de una cuadrilla de 25 hombres mandó poner 28 cartuchos de dinamita en ciertos puntos del cráter. Al detonarlos quiebran la roca y desatan una cadena de eventos desafortunados que terminan en una erupción. Como fuente usa el testimonio de un sobreviviente, José Mendoza, un “malacatero” de Amecameca, que el Dr. Atl recoge en sus estudios de volcanes.
Mucho tiempo después, el propio Aurelio Fernández y el que esto redacta conocimos de boca de los habitantes de San Mateo Ozolco y Santiago Xalitzintla una historia estrambótica sobre el origen de las nuevas erupciones, las de 1994. Los pobladores, indígenas nahuas de origen tlaxcalteco, nos aseguraban que Carlos Salinas de Gortari le había vendido a los japoneses los volcanes y que eran ellos los que ponían dinamita adentro para provocar que los ejidatarios se mudaran a otras tierras. En esa narración, hoy que los entusiastas de los ovnis aseguran que existe actividad en La Volcana, está presente la deuda de 1919, cien años después. Y, como desde hace milenios, la respuesta a ella sigue siendo, de nuevo, atravesar la lava con nuestras raíces.
El desdén
“Oleaje petrificado de un antiguo mar cósmico”, escribió el Dr. Atl sobre los volcanes a cuyo pie construyó una cabaña para pintarlos y asimilar su “desprecio”; desde lo alto imaginaba la lava inundando pueblos, llenando todo de muerte, fertilizando con ceniza el lejano porvenir. En el reparto agrario del cardenismo, a Gerardo Murillo le tocó apropiarse del paisaje. La tierra o, más bien, lo telúrico se nacionalizó en sus pinturas. En una de ellas, pintó a La Volcana, al Iztaccíhuatl, cercada por nubes. Es una mujer dormida bajo sus nieves, tendida, en espera de un despertar. Junto a ella se arrodilla el Volcán, Gregorio Popocatépetl, cuya actividad eruptiva el pintor fechó entre 1919 y 1938. Nuestra era con exhalaciones del Popo data apenas de 1994, pero sus gestos son los mismos desde antes de que los humanos llegaran al Anáhuac: resplandores magnéticos de color verde y rojo, vapor de agua, piedras aventadas a gran velocidad, lagos de sulfuros y cenizas con azufre. A lado, La Volcana es una paciencia que en más de 10 milenios no ha cambiado de posición, inerte en su lecho.
Hay una forma de mirar a La Volcana como indiferente. El Dr. Atl la describe así: “Chimenea apagada –hornaza extinguida por donde salió la conciencia ardiente de la tierra–, el viento implacable te corroe. Los labios de tu boca que el fuego esculpió en la cima del monte augusto, son los labios carcomidos por el pico de un buitre”. Para él, el Valle de México era la representación simbólica del espíritu de la mexicanidad, de acuerdo a una suerte de nietzschianismo posrevolucionario que pareció profesar. Más allá de sus vaivenes ideológicos entre el carrancismo y el fascismo italiano, el Dr. Atl veía el paisaje como lo que precede al humano y lo sobrevivirá. Como pintor –él confiesa sentirse más un paseante–, ve la naturaleza como “un escenario del mundo modificado constantemente por la luz” y encuentra en las luces, sombras, colores, volúmenes, de los dos volcanes un impulso emocional de la naturaleza de la vida en estas tierras. Como si nada importara, salvo la mirada que le dirigimos al mundo, el Dr. Atl llenó formularios para inscribir sus pinturas para un salón plástico de Bellas Artes en 1927, diciendo que había nacido en La Atlántida “como un anuncio de que la Venus nacería de la espuma del mar”, hijo del Padre Eterno, y autor de un folleto llamado Tratado del lenguaje de las hormigas, con su ortografía fonética. Para entonces, el pintor-paseante creía en la trascendencia humana en colisión y contemplación de unos volcanes a quienes sus observadores les tenían sin cuidado y, de hecho, gracias a sus desdenes, el pintor perdió una pierna. Medio siglo después, José Emilio Pacheco le dedicaría estos versos a La Volcana:
“Esta montaña inmensa se levanta
como advertencia de mi pequeñez
y mi autoengaño al darme
importancia.
Para nada me necesita.
Existe al margen de que la contemple.
Estuvo aquí cuando éramos
impensables
y seguirá mañana.”
Los centinelas
Gustav Regler llegó a México en 1940 prófugo de una historia común a muchos europeos: derrotas en las guerras contra Franco y Hitler, cautiverio en campos de concentración y llegada al país del cardenismo. Se le ha visto como la contraparte de B. Traven, que logró invisibilizarse en México. Regler no lo consiguió tratando de entender el país y poder explicárselo a los exiliados que llegaban de las matanzas europeas. Fue así que escribió una “guía para alemanes” llamada País volcánico, país hechizado (1947), que Seix Barral reeditó en 2003. En él, el egresado de literatura de la Universidad de Heidelberg, toma la presencia de los volcanes del Altiplano mexicano y el surgimiento del Paricutín, del que el Dr. Atl se sentía “partero”, como determinante del alma nacional.
Con una mirada paradójica, Regler escribe de México: “Éste es el país de las erupciones sorprendentes, habitado por un pueblo tan enigmático como sencillo. Oscila de aquí para allá entre la leyenda de un general que le disparó en la frente a un sirviente que se quejaba de dolor de cabeza y la del indio a quien la Virgen le ordena buscar rosas en diciembre en un cerro árido (…) Es un país que obsequia riquezas y por las noches las arrebata a través de revoluciones imprevisibles. Sus paisajes hacen pensar en un planeta desconocido y no se parece a ningún otro país sobre la Tierra. Su población es sedentaria como si se tratara de un pueblo insular, pero en sus fiestas parece que fueran gitanos en constantes ebulliciones de alegría. El país surge de sí mismo como un volcán y raja a sus presidentes como si fueran alfalfa para burros; después, cae de nuevo en el letargo que dura años y se vuelve pasivo como una luna muda”.
Para quien fuera comisario político de la XII Brigada Internacional que va a asistir a la república durante la guerra civil española, México es un volcán activo como el Popocatépetl, que pasa periodos largos dormido como el Iztaccíhuatl. Su mirada no alcanza a comprender sus paradojas que evoca en una conversación célebre con Miguel Ángel de Quevedo, quien le dice, exaltado:
–Verá usted: yo creo en las raíces. Incluso la lava ha tenido que aceptar las raíces de mis árboles. Y plantaré mis raíces por todas partes. Enviaré millones de raíces a esta tierra. Y haré que asienten y haré que los alrededores se vuelvan verdes y provechosos.
Después de ese encuentro, Regler se convence de que el arraigo es lo distintivo de México. En un país cubierto de lava, que se desquebraja cuando tiembla, cuando su gente se levanta, sus raíces son lo único que lo sigue sosteniendo. Cree que el país está “hechizado”, traspasado por las energías telúricas que hacen que un “pobrecito” se transforme, un buen día, en un “macho envalentonado” o que lo que en otras partes sería intolerable, aquí se le transforma en cosa de relajo o en una tristeza callada. Los volcanes para él son México.
La privatización del volcán
En un texto aún inédito, el director del Centro Universitario para la Prevención de Desastres Regionales de la Universidad Autónoma de Puebla y también del diario La Jornada de Oriente, Aurelio Fernández, ha descubierto una historia de cuando el volcán fue privatizado. Basado en un reporte encontrado en la biblioteca Lafragua hoy sabemos que el Popocatépetl fue dado en propiedad para la explotación del azufre a un general Gaspar Sánchez Ochoa, alrededor de 1857.
El relato, escrito por el ingeniero Lorenzo Pérez Castro, habla de una expedición al cráter encabezada por su dueño y que implicó atarse jergas a los pies para evitar resbalones y cortaduras. Por medio de un cable tensado por los indios que viven a las faldas del volcán, bajan los expedicionarios a observar “los respiraderos de azufre” y los charcos de ácido sulfúrico que tienen la intención de extraer para hacer pólvora –como lo hizo Hernán Cortés en el sitio de Tenochtitlán– en el rancho de Tlamacas.
Dice Aurelio Fernández que el dueño del volcán era un general que había participado en la batalla triunfante del 5 de mayo de 1862 y que fue gobernador de Sinaloa. Para aprovechar al volcán ideó, primero, junto con un míster Stewart, de la Compañía Cablegráfica de California, una especie de teleférico entre el cráter y Amecameca, pero no lo hicieron porque “la velocidad vertiginosa les infundiría temores”. Entonces, el dueño del volcán planeó un túnel por donde correría un tren subterráneo con el azufre. Pero el general murió antes de hacerlo realidad, en 1908. Una década después, en 1919, sigue diciendo Aurelio Fernández, un capataz encargado de una cuadrilla de 25 hombres mandó poner 28 cartuchos de dinamita en ciertos puntos del cráter. Al detonarlos quiebran la roca y desatan una cadena de eventos desafortunados que terminan en una erupción. Como fuente usa el testimonio de un sobreviviente, José Mendoza, un “malacatero” de Amecameca, que el Dr. Atl recoge en sus estudios de volcanes.
Mucho tiempo después, el propio Aurelio Fernández y el que esto redacta conocimos de boca de los habitantes de San Mateo Ozolco y Santiago Xalitzintla una historia estrambótica sobre el origen de las nuevas erupciones, las de 1994. Los pobladores, indígenas nahuas de origen tlaxcalteco, nos aseguraban que Carlos Salinas de Gortari le había vendido a los japoneses los volcanes y que eran ellos los que ponían dinamita adentro para provocar que los ejidatarios se mudaran a otras tierras. En esa narración, hoy que los entusiastas de los ovnis aseguran que existe actividad en La Volcana, está presente la deuda de 1919, cien años después. Y, como desde hace milenios, la respuesta a ella sigue siendo, de nuevo, atravesar la lava con nuestras raíces.