Proceso).-
Al abandonar el edificio de Excélsior, en Reforma 18, me sentí perro sin dueño. Sin saber qué hacer con mi cuerpo, no había más mundo que el mundo interior. Algo me decía que mi comportamiento en la asamblea que nos había puesto en la calle había sido propio de un cobarde, pero algo me decía que no, que en el momento extremo me había acompañado la lucidez, tocado el periódico de muerte.
De esto hablaba a solas con Susana. Yo sentía que se apretaba contra mí, que nada mejor podía hacer en el agobio que era nuestra vida. La miraba a los ojos para mirar atrás de su mirada verde y descendía a los labios que tanto me gustaban. Temía lo peor, el despertar en ella de una amorosa compasión, irrepetibles los días que no se quieren olvidar.
Sin frontera que separe las palabras del pensamiento, un día me dijo Vicente Leñero: “Quizás abandonamos la asamblea antes de tiempo. Ya se coreaba tu nombre. En fin, no sé”.
Un agujero me devoró. Si nos habíamos salido antes de tiempo, el miedo me había ganado.
Trabajábamos en Proceso, la revista que ya levantaba vuelo, y volvió Vicente Leñero, directo e inesperado. Me dijo que había escrito un libro, Los periodistas, que me dedicaba la obra de la que yo era el eje y que no me mostraría una línea de su manuscrito. No se expondría ni me expondría a un punto de vista adverso, a la sugerencia de alguna modificación significativa o circunstancial.
Vicente se reflejaba en las palabras de Kertész, el Nobel húngaro: “¿La Verdad o mi Verdad? La Verdad. ¿Y si no es la Verdad? Entonces, el error, pero el mío”.
Fui leyendo Los periodistas como quien camina, hablando y escuchando, observando y sintiéndome observado, comprendiéndome entre muchos, agradecido en las lágrimas de las que sólo yo puedo dar cuenta.
Las páginas se fueron haciendo una cadencia dolorosa, un andante, y fui sabiendo que, poco a poco, recuperaba el sentido de mi propia dignidad. l