Hace 25 años el escritor, dramaturgo y guionista Vicente Leñero recibió el Premio Manuel Buendía a la Trayectoria Periodística 1994, en una ceremonia efectuada el 30 de mayo de ese año, en el Paraninfo de la Universidad de Guadalajara, ciudad natal del escritor. Como maestro que era, el subdirector de Proceso dio en su intervención esta lección de periodismo. Titulada El periodismo no está para resolver las crisis; está para decirlas, se reproduce en seguida, a cinco años de su fallecimiento, el 3 de diciembre de 2014.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El periodismo es trabajo sinfónico de equipo, es la búsqueda necia, emprendida entre todos los que forman un grupo, por desatar los nudos del mundo que vivimos. No es tarea individual, ni jamás el desplante inspirado que produce de pronto una obra redonda –como sucede a veces en el arte–para ponerse luego a dormir entre laureles. Tampoco es cosa de sentarse a afinar durante meses un trabajo reporteril: a pulirlo y acabarlo hasta el punto final que nos entrega a la satisfacción o al sueño de que ahí quedó fijado para siempre. ¡Qué va!
El quehacer periodístico es talacha de urgencias, neurosis de presente, pasión por el instante que nos parece eterno a la hora de dar con la noticia y atrapar el secreto de un gran descubrimiento, pero que se diluye pronto, apenas lo entregamos a la voracidad de esa vida que nunca se detiene y que se traga todo: los hechos, las palabras de un hombre entrevistado, el llanto por un grande que se muere, la situación insólita de ahorita que mañana ya a nadie le sorprende.
Todos lo sabemos: la noticia de hoy sólo dura este día; se volverá envoltorio al otro, o trapo para vidrios, o cenizas o basura. También el reportaje se muere con todo y sus palabras calientes por más que lo soñábamos una novela clásica. Y hasta esa audaz portada de la revista semanaria que repensamos tanto y que dijimos órale, se va quedando atrás al poco rato sepultada entre otras, y otras, y otras 100 enfiladas por la banda sin fin, inalcanzable, del quehacer periodístico. Como obra individual, poco queda intocado que importe a lo que importa al periodismo, que es el registro del instante. Lo que importa si acaso –e importa mucho, la verdad– es el camino, la voluntad constante, el fatigoso ir descubriendo durante años, paso a paso, noticia tras noticia, reportaje sumado a reportajes, columnas, entrevistas, la cambiante manera en que la realidad presenta sus conflictos, problemas, contradicciones, signos. No está llamado el periodismo a resolver las crisis?–qué falacia–; está llamado a decirlas, a registrar su peso, a gritar que se esconde, que se oculta o simula, como duele la llaga, por qué y cómo y a qué horas, desde cuándo y por dónde se manifiesta el yugo que oprime esta vida social. Más que ir en busca de la verdad, como suele decirse cayendo en el gazapo filosófico, lo que sale a buscar el periodismo, de momento a momento, es la profunda entraña, el desgarrado cuerpo de nuestra realidad. Ese es el objetivo: la realidad a secas. Monda y lironda. Desnudita y completa, lo mejor que podamos fotografiarla a punta de noticias, de indagar lo que saben los que saben, de testimonios y documentos y pareceres sustantivos, de pregunta metiche y cuchillo que punza donde duele porque algo hay si eso sangra. La realidad. No es tarea para sueños de permanencia histórica ni vocación de quienes buscan celebridad eterna. Es oficio de hombres actualísimos que a dentelladas muerden el presente y se mueren con él. Como el teatro, que vive y se consume en el lapso que dura cada función, el quehacer periodístico es por definición efímero. Y grandioso, si vale la palabra, tal vez por eso mismo: por su fugacidad. De un trancazo directo el reportero con su noticia de hoy, y mañana ya es otra la exigencia: otra noticia, otro trancazo, otra vuelta a indagar y a buscar y a descubrir miserias y grandezas. No hay descanso ni gloria permanente. Hay exigencia de humildad, de aceptar con modestia la pequeñez humana ante lo inmenso que nos resulta siempre el monstruo inabarcable de la maldita realidad.
Pero hay camino, trayecto en la secuencia, y el periodismo a veces se nos convierte en causa. La causa de una larga faena vivida y trabajada en lo común. Nadie está sólo haciendo periodismo. A nadie deslumbra el brillo de las estrellas solitarias.
Esa fe ya pasó. Otra vez, como en el teatro, el periodismo se ejerce en colectivo. Entre pocos o muchos o muchísimos se construye un periódico, se hace surgir una revista que se arraiga y se expande con el tiempo sólo por gracia de la pasión común.
Y la causa que habita en ese cuerpo múltiple es la chispa que logra entreverarnos en un destino largo, más allá de la vida y el proyecto individual de cada quien. Eso sí permanece: el espíritu en grupo como manera de trabajar a diario sin volver hacia atrás: la vocación por lo inmediato de todo periodista nos dispensa de errores cometidos en el papel de ayer que se volvió basura y nos impulsa a fuerza, inevitablemente, a seguir trabajando en vistas al futuro cercano que es el día de mañana o la semana próxima. No más allá. No hay modo de averiguar qué pasará después. Que no le pidan, por Dios, al periodista visiones de profeta. Él vive el día de hoy, y ese lapso pequeño es su parcela, su religión, su centro, y se acabó.
Subrayo: el periodismo es trabajo sinfónico de equipo, es causa colectiva de quienes juntos intentan escarbar más a fondo, más a fondo, las entrañas hondísimas, sensacionales siempre, de nuestra oscura realidad. Eso quiero decir, entre obviedades y reiteraciones, hoy que me fuerzo a recibir en mi Guadalajara un distintivo que me rebasa en todo lo que soy. La vida me obligó a ser periodista, y el periodismo me entregó una vida que comparto entre todos los que hacen más vida esta vida que vivo: mi mujer y mis hijas, mis compañeros amigos de trabajo y mi jefe: más hermano que jefe, pero ni modo: corazón de mi pequeña historia periodística.