El Pais
En ocasiones, la literatura nos atrapa tanto por lo que hay detrás de las páginas como por lo que se refleja en ellas. La vida de los autores, muchas veces tan fascinante como sus obras, se mezcla con la ficción, creando una mitología que perdura en el tiempo. Cuando las peripecias de estos escritores son trágicas o atribuladas, esa fascinación se traduce en un término que, mal que a algunos les pese, los acompaña en la imaginación colectiva: el de malditos.
El malditismo, que no es exclusivo de la literatura, sí que está íntimamente relacionada con ella. Quizás el punto de partida de esta estirpe de autores conectados entre sí por causas muchas veces ajenas a lo literario se encuentre en Los poetas malditos, el libro en el que Paul Verlaine glosaba la vida y obra de varios autores a los que conoció en vida. Uno de ellos, Arthur Rimbaud, personifica el mito del escritor maldito en toda su magnitud. Adolescente prodigio de obra tan deslumbrante como breve, su espíritu nómada y su temprana muerte, a los 37 años, hizo de él un mito que perdura en el tiempo y que sigue atrapando a los lectores tanto por su aura como por su obra.
Antes que Rimbaud, otro autor en lengua francesa (aunque nacido en Uruguay) se había ganado ya su puesto entre los malditos. Isidore Lucien Ducasse, más conocido por Conde de Lautréamont, creó Los cantos de Maldoror con apenas 22 años, obra que no fue editada en su totalidad hasta poco antes de su muerte por su carácter supuestamente blasfemo. Recuperado por los surrealistas, su acercamiento onírico al sadomasoquismo y a lo obsceno le instauraron, junto con su muerte a los 24 años, en el panteón de lo oscuro y lo intrigante.
Entrado el siglo XX, los modelos de escritor maldito se multiplican y se amplían. La imagen clásica del maldito se asocia popularmente a la de ese autor pendenciero, proclive a utilizar alcohol y otras sustancias como motor de su creatividad, de vida desordenada y peripecias a menudo tragicómicas. En otras palabras, ese modelo lo encarna un Charles Bukowski cuya figura a menudo fagocita a la de su propia obra. Otros motivos fueron los que llevaron a John Kennedy Toole a ingresar en este club ficticio. Su suicidio al no conseguir que La conjura de los necios se publicase, y su posterior éxito, premio Pulitzer incluido, es el ejemplo de otra vía de entrada al malditismo: la de la tragedia.
Una existencia torturada, por la mala suerte, la enfermedad o una combinación de ambas, es la que se asocia instantáneamente en la mente del lector al escuchar una serie de nombres. Es el caso de Sylvia Plath, marcada por la depresión, un matrimonio infeliz y el suicidio, pero también por una obra poética que hoy sigue siendo alabada y reivindicada. O el de Alejandra Pizarnik, otra poeta de trágico final y versos deslumbrantes. También, en Uruguay, de Horacio Quiroga, cuya vida estuvo marcada por la enfermedad y la muerte de sus familiares. O de Leopoldo María Panero, en España, cuya historia familiar quedó recogida en la película El desencanto, cuya convivencia con la esquizofrenia le llevó durante gran parte de su vida a distintos psiquiátricos.
A menudo el calificativo de maldito se aplica a autores que, en vida, apenas pudieron disfrutar de un reconocimiento. En otros casos, como el de David Foster Wallace, es distinto. Pero ser un autor alabado y leído tampoco le libro de la tragedia personal, y su suicidio se asocia, inevitablemente, a la etiqueta de maldito. La última autora que podemos añadir a este club es Lucia Berlin, cuya obra ha sido recientemente recuperada y reivindicada después de una vida de alcoholismo y una escasa difusión de su obra.