El País
DAVID HERNÁNDEZ DE LA FUENTE
“Quien haya sido instruido hasta este punto en las cuestiones del amor, contemplando paso y correctamente las cosas bellas, próximo ya a su completa iniciación en los misterios del amor, asistirá de improviso a la revelación de algo sorprendentemente bello por naturaleza. Este, Sócrates, constituye el objeto de todos los esfuerzos anteriores […] culminar con aquel conocimiento que no es otra cosa que el conocimiento de la belleza absoluta, y así comprender finalmente lo que es la belleza en si. Este es el trance de la vida, querido Sócrates —dijo la extranjera de Mantinea—, que, más que ningún otro, merece ser vivido por el hombre, cuando se contempla la belleza en sí”. Así —en la reciente traducción castellana de Óscar Martínez García (2019)— resuenan las palabras culminantes de la misteriosa Diotima en su enseñanza a un joven Sócrates, que él mismo evoca en el Banquete de Platón, justo antes de que la reunión festiva de los intelectuales atenienses sea interrumpida por la estruendosa llegada del borracho Alcibíades, el famoso enfant terrible de la política ateniense y enamorado de Sócrates.
Es una escena irrepetible de la historia de la literatura y el pensamiento, pero ¿quién era esta Diotima de Mantinea a quien Sócrates alude como su maestra en las cuestiones del amor filosófico? ¿Por qué esta curiosa escenografía y este recurso al flashback en uno de los diálogos centrales de Platón, en el momento en que Sócrates da nociones cruciales para la pedagogía filosófica puestos en boca de una mujer? ¿Cómo interpretar este momento tan importante y conocido? Sobre estas cuestiones ha corrido mucha tinta y se han escrito todo tipo de teorías, desde las más académicas a otras más audaces o que, al menos, intentan una revisión de las fuentes a fondo para darles otra perspectiva. Solo así, en el fondo, avanzan las ciencias de la antigüedad (salvo que la arqueología o el azar nos proporcione alguna nueva fuente). Y a este grupo de propuestas pertenece el libro que justamente se publica ahora, un sugerente ensayo del helenista y violonchelista británico Armand D’Angour, su primera obra traducida al español, Sócrates enamorado (Ariel).
D’Angour, profesor de Filología Clásica en el Jesus College de la Universidad de Oxford, no solo viene a terciar con su libro en el misterio de Diotima, sino que, por supuesto, pretende arrojar luz sobre el enigma que nos interesa más que ninguna otra cosa en esta escena y, en general, en todos los diálogos platónicos: el que rodea al propio Sócrates. Porque si desconocemos quién es Diotima, ¿qué decir de Sócrates? Sócrates, o su máscara usada por Platón —y por algún otro de sus celebrados discípulos, como Jenofonte— continúa siendo bastante indescifrable para todos los que se han acercado a la historia de la filosofía antigua: un filósofo abismado en el juego de espejos que protagoniza en las obras literarias que, en forma de diálogos, han dramatizado su paso fulgurante por la historia de las ideas. Su máscara, tan melancólica como la del dudoso retrato que le hizo Brancusi, como han apuntado grandes expertos en su figura, desde Cornelia de Vogel a Gregory Vlastos, solo se puede abordar desde las visiones parciales que tenemos, aplicando un modelo hermenéutico o analítico que intente situarlo en el tiempo y en el espacio a partir de su personalidad literaria. Del Sócrates idealizado de K. Popper o A. Tovar, al actualizado de P. Johnson (Socrates: A Man for Our Times, 2011, traducción española 2012), o el antidemócrata de R. Kraut o del controvertido libro de I.F. Stone (objeto de una polémica entre García Calvo y Savater), muchas son las máscaras del “enigma Sócrates”.
D’Angour aborda el enigma Sócrates con un intento de reconstrucción biográfica lo más exhaustivo posible de la etapa más temprana del filósofo ateniense.
Aquí tenemos una más, la de un joven Sócrates enamorado, a quien se trata de contextualizar siguiendo el rastro —cherchez la femme— tanto de la misteriosa Diotima como de su posible relación con Aspasia de Mileto, la celebérrima concubina de Pericles. Lo que intenta D’Angour en su libro, que remeda el título de la película de John Madden Shakespeare in Love (1998), es abordar el enigma Sócrates con un intento de reconstrucción biográfica lo más exhaustivo posible de la etapa más temprana del filósofo ateniense. Aparte de la identidad de Sócrates, la pregunta con la que se inicia esta propuesta que se centra especialmente en qué fue lo que inspiró al filósofo en su juventud para instaurar un nuevo estilo de pensamiento y de vida que habría de cambiar la historia de la filosofía. Una pregunta, huelga decirlo, de imposible contestación, a tenor de las fuentes disponibles, aunque ya se apunta desde el principio que quizá su relación con Aspasia pueda estar en el trasfondo. El abordaje a partir de aquí oscila entre los datos objetivos y las especulaciones sugestivas y personales: esto se ve en las propias licencias del ensayo, que presenta al principio de cada capítulo algunas líneas en cursiva con recreaciones ficticias y literarias en torno a Sócrates.
Se abre el telón con Las nubes, la célebre obra de Aristófanes que incluye un retrato paródico e injusto de Sócrates, para luego analizar los datos que tenemos sobre la vida amorosa del filósofo. Lo más relevante de la primera parte del libro es el repaso por sus relaciones amorosas, tanto con Jantipa como con una mujer llamada Mirto, con la que tuvo dos hijos, por lo que llegó a ser acusado de bigamia. Más adelante, se trata otro aspecto muy interesante de Sócrates, su conocida actividad militar. D’Angour repasa la actuación de este “filósofo en armas”, en Potidea y otros lances guerreros, donde destacó por su valentía, llegando a salvar a Alcibíades, quien pondera en el Banquete su excepcional valía física para la vida militar. Como dato curioso, fue un veterano muy apreciado que llegó a luchar pasados los 40 años de edad en batallas como la de Delio, en Beocia (424 a.C.), lo que delata un magisterio militar muy apreciado por sus conciudadanos.
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La relación con Alcibíades, al hilo de esa actividad militar, es una de las claves de bóveda del libro. Del polémico “joven león” de la política ateniense —que acabó viviendo una peripecia extraordinaria de osadía, traición y fugas en la guerra del Peloponeso— se recuerda su relación como amado (erómenos) con Sócrates y también su tutela por Pericles. El protegido favorito de Pericles, argumenta D’Angour, no hubiera podido mantener esa relación sin la aquiescencia o el beneplácito del estratego y hombre fuerte de Atenas. Y esto se pone en relación con lo que puede saberse de la vida amorosa de Sócrates en juventud: una relación pederástica, esta vez de Sócrates como amado, con Arquelao, discípulo de Anaxágoras (otro amigo de Pericles). Se cuenta que el joven Sócrates viajó con él la isla de Samos, hogar del pensador coetáneo Meliso. Esto lleva a evaluar en qué medida el contexto intelectual de estos personajes pudo influir en el joven Sócrates y acabar por condicionar en cierto modo la imagen de despistado sabio naturalista que transmitirá más tarde Aristófanes en su citada parodia. Pero lo más interesante de esta parte central del libro (capítulos 3 y 4) es la reflexión sobre el papel de Sócrates en los círculos intelectuales en torno a Pericles. Sobre el estratego, ciertamente, hay una actitud algo embarazosa en los textos de los discípulos de Sócrates, Platón y Jenofonte, que hablan de Pericles poniendo en boca de Sócrates a la vez cierta familiaridad, pero gran cautela.
El final del libro pone en cuestión alguno de los lugares comunes en torno a Sócrates, como su pobreza, fealdad o suciedad, que pueden haber sido también parte del personaje creado para la posteridad. Sócrates, argumenta D’Angour, tuvo la educación propia de la élite ateniense en el arte musical (techne mousiké), noción mucho más amplia que nuestra música actual, como para convertirlo en un “hombre instruido” o mousikós aner de los círculos aristocráticos. Un repaso a la prosopografía de los personajes con los que se relaciona Sócrates en los diálogos de Platón nos da una idea del nivel socioeconómico del que hablamos, como se puede ver, por ejemplo, en el propio Banquete. Las fuentes hablan de un personaje que podía haber heredado un patrimonio desahogado de su padre, que le dejara cierta tranquilidad para vivir filosofando (por no hablar de costearse la armadura hoplítica). Su proverbial fealdad y el famoso “genio” socrático son otros aspectos cuestionados: interesante, en el caso del primero, el intento de presentarnos a un bello Sócrates, esta vez erómenos de otro filósofo, al hilo de una doble tradición en sus retratos antiguos. Pero algunos saltos argumentales del autor nos desconciertan, pues D’Angour parece tomar demasiado al pie de la letra, en cuanto a su intento de reconstrucción de la juventud de Sócrates, muchas cosas que escribe el Platón tardío, que ya tenía, ciertamente, una agenda filosófica propia y muy personal.
La pregunta se centra en qué fue lo que inspiró al filósofo en su juventud para instaurar un nuevo estilo de pensamiento y de vida que habría de cambiar la historia de la filosofía.
Es al final del libro cuando se aborda el tema más candente: la vieja cuestión de la identidad de Diotima (“honor de Zeus”) de Mantinea (ciudad oracular por excelencia) y la posibilidad de que fuera un alter ego de Aspasia de Mileto (amante del todopoderoso estratego que llevaba por mote “Zeus”). ¿Quién sería este personaje oculto del Banquete del que Sócrates afirma, nada menos, que le enseñó “todo lo que sabe sobre el amor”? Pero en Platón hay una aparición estelar de Aspasia, en el Menéxeno, ya no como maestra de filosofía sino, lo que es muy sintomático, como maestra de retórica, improvisando un discurso fúnebre paralelo al famoso logos epitaphios de su amante Pericles, que conocemos por Tucídides. Lo que se ha entendido convencionalmente como una suerte de parodia platónica de este género es tomado por D’Angour como un indicio del magisterio de esta mujer. Es cierto que tenemos certezas sobre la gran inteligencia de Aspasia, y atisbos de su probable actividad filosófica —según títulos de obras perdidas, por ejemplo, o según el muy posterior Plutarco—, que esbozan una personalidad única de mujer en la Atenas de su tiempo, que llegó a congregar a un gran círculo intelectual en su derredor. A eso se añade el parentesco, lejano y político, pero atestiguado, entre Aspasia y Alcibíades.
Todo ello y otros muchos aspectos, como su dudosa reputación como causante de problemas a la cultura tradicional y conservadora de Atenas, pueden emparejar en cierto modo a Sócrates y Aspasia a la sombra del círculo de Pericles. Pero ¿es una relación verdaderamente determinante, como apunta D’Angour? No sabemos si este Sócrates enamorado lo estaba de Aspasia, si Platón modeló sobre ella a Diotima, o si ella era la gran mujer silenciada detrás de tantos grandes hombres. Son insinuaciones que sobrevuelan en torno a toda la argumentación, y sobre todo en el capítulo final, sin llegar a concretarse. Al final, todo queda en terreno nebuloso, entre las pruebas históricas y la especulación novelesca, que por cierto sabe transitar magistralmente el autor, haciendo uso de su erudición y, a la vez, de la licencia poética. Este misterio, como es lógico, no se resolverá. Pero es interesante que un académico proponga una aproximación no estrictamente académica y muy sugerente que nos permita regresar al viejo y enigmático pasaje que ha hecho soñar a tantos lectores de Platón con la maestra de verdad que permitió la contemplación de la Belleza-en-sí.