Eve Gil
Nacida el 29 de enero de 1962 en Sulechów, Polonia, Olga Nawoja Tokarczuk es, después de Pearl s. Buck, la mujer más joven en ganar el Premio Nobel de Literatura.
Haber sido galardonada junto con un autor internacionalmente reconocido, como el austríaco Peter Handke, dejó de lado a la autora polaca, que no ha sido reeditada ni traducida en la misma medida que Handke.
Pese a tratarse de un personaje extremadamente interesante, más allá de la gran calidad de su prosa y su portentosa imaginación, Tokarczuk tampoco ha recibido la atención debida por parte de la prensa y la crítica.
Olga (me disculpo por dirigirme familiarmente a la señora Tokarczuk, es más sencillo que hacerlo por su apellido) tiene la dicha de ser profeta en su tierra. Tras su obtención del Nobel de Literatura, el gobierno municipal de Breslavia, que colinda con el pueblo de Krajanow, en la frontera con Checoslovaquia, donde actualmente reside Olga (y, deduzco, mismo donde trascurre la acción de Sobre los huesos de los muertos), atenuó las molestias de los usuarios del transporte público de aquella ciudad que, se dice, es algo caro, ofreciendo viajes gratuitos a quienes llevaran bajo el brazo –o en versión electrónica– un libro de su célebre escritora. La literatura de resonancias mágicas y fantásticas no abunda por aquellas tierras, siendo Olga y Andrzej Sapkowski (autor de la saga de novelas que inspiraron el video juego y la serie de Netflix, The Witcher) sus más célebres exponentes. Me entero de que es del signo Acuario –siguiéndole un poco la corriente a Janina Duszejko, astróloga aficionada, protagonista de Sobre los huesos de los muertos– y de que es psicóloga junguiana, luego de leer sus escasos libros disponibles en español, dos, sin contar el descatalogado Un lugar llamado Antaño, primero en llegar a los lectores de habla hispana.
Apenas se tituló en la universidad de Varsovia, empezó a ejercer como terapeuta en una clínica de salud mental, al tiempo que escribía sus primeros relatos que publicó bajo el pseudónimo de Natasza Borodin. Publicó su primera novela, El viaje de los hombres del libro, ya con su nombre real, a los veintinueve años de edad, mismo que la hizo acreedora al Premio de la Asociación Polaca de editores y abandonó entonces definitivamente su carrera como terapeuta para dedicarse a la literatura. Desde 2008 imparte clases de escritura creativa en la Universidad de Opole. Contrario a lo imaginado, es casada. Su esposo es el también escritor Roman Fingas y tienen un hijo de nombre Zbyszko (1986). No me ha asombrado tampoco enterarme de que milita en el partido Los Verdes, de corte ecologista (en Europa existen muchos partidos llamados “Los Verdes”, reunidos bajo la misma premisa). Sobre los huesos de los muertos es, entre otras muchas cosas, una novela pletórica de amor por la naturaleza, y Janina definitivamente tiene mucho de Olga, aunque se trate de una mujer mayor (nunca se menciona su edad, pero, a juzgar por su fuerza física, le calculo unos sesenta y cinco, y Olga la escribió a los cuarenta
y algo).
Sobre los huesos de los muertos (Océano, Hotel de las Letras, 2019, traducción de Abel Murcia) nos enseña que es posible fusionar el género negro con algo así como “realismo maravilloso” (aunque su traductor lo define como “realismo mágico a la polaca”) y un toque de fábula. Un asesino serial parece medrar por los bosques que bordean un pequeño pueblo de Polonia donde se practica indiscriminadamente la cacería, incluso en tiempos de veda. Las víctimas, según se va develando conforme aparecen los cadáveres en circunstancias harto desusadas y variables (como si la naturaleza se hubiera vuelto contra ellos), son personajes (hombres todos) que de una u otra forma han contribuido a la matanza de animales…. desde el hombrecillo que gusta de dispararle a todo lo que se mueva, mascotas incluidas, pasando por un traficante de pieles de zorro y el policía corrupto que les facilita su incursión clandestina. La señora Duszejko, que vive en una de las casitas de los alrededores y traduce del inglés a William Blake, al parecer por pasar el tiempo (maestra jubilada, exingeniera civil, astróloga aficionada y algo bruja sabia), ha estado muy atenta (¡y activa!) desde que tuvo lugar el primer crimen, al que las autoridades no dan demasiada importancia, y advierte entre los asesinados más coincidencias que su crueldad o indiferencia para con los animales, las cuales están en sus respectivos signos zodiacales. Janina, que además es ecóloga furibunda (¿cómo no serlo cuando se ha presenciado impotente la destrucción de la vida desde tu ventana?), que ocasionalmente pierde los estribos ante la indolencia de la policía y de los ciudadanos que tienen cosas más importantes que “oír a una vieja chalada”, se transforma en una especie de Sherlock, a quien no puede faltarle su Watson –o más bien: un Padre Baskerville que no puede estar sin su pequeño Adso– Dioni, su joven alumno, poco menos que un adolescente, y uno de
los pocos personajes a quien se refiere por su nombre y no por un apodo (odia los nombres polacos, empezando por el propio, señala en alguna parte, quizá porque estropean la sensación de estar dentro de una auténtica novela negra). Pero contrario a la inmensa mayoría de los detectives más afamados de la literatura, y esto lo advierte Dioni con cierto espanto, no es hacer justicia lo que mueve a esta delicada mujercita que cocina sopas deliciosas que se antoja ensayar fuera del libro, sino, más bien, descubrir al justiciero que actúa a favor de las desprotegidas –y preciosas– bestias del bosque, acaso para abrazarlo… si es que él o ella se lo permite: empieza a circular el rumor de que el asesino no es humano, que no puede serlo dada la saña con que mata (además de la forma) y la presencia de pezuñas marcadas en la nieve en torno a las víctimas. Se dedica todo un capítulo al Chupacabras, que al parecer es un mito global, aunque en aquel rincón de Polonia se le conciba como un león y no como un extraterrestre. Janina, que es también la narradora, no tiene empacho en describirse como la ven los demás –y no a partir de suposiciones: en su cara le gritan que es una vieja chalada, más de una vez– pero gusta de sorprendernos con facetas de su personalidad, especialmente de su juventud, que hacen de ella toda una feminista, aunque su razón para evitar la maternidad parezca más práctica que otra cosa. Sin embrago, esa mujercita menuda pero fuerte que habla con voz chiquita y llora a “las muchachas” (sus perras extraviadas) construyó puentes en Siria, tuvo varios amantes e hizo de su vida lo que quiso, incluso cuando sus huesos resintieron las consecuencias del trabajo pesado y se ofreció a dar clases de inglés a niños, porque tuvo ganas de hacerlo. Y para el coqueteo nunca se es demasiado mayor, como podrá verse en su desigual relación con Pandedios, un taciturno vecino de edad afín a la suya (aunque nunca se menciona la cantidad de años). Aunque tiene dotes de escritora –o eso le dicen– lo único que escribe son cartas quejosas al ayuntamiento o a la policía, que son una verdadera belleza.
Los errantes, Bieguini en polaco, neologismo de la propia Olga derivado del verbo “correr” que hubiera estado muy bien conservar en las traducciones (Anagrama, España, 2019, traducción de Agata Orzeszek), Premio Man Booker Internacional (sin cuyo aval probablemente no la estaríamos leyendo), se presenta como “una novela” y prácticamente todas las reseñas, en todos los idiomas, se refieren a ella como tal. Pero desde mi muy modesta perspectiva no lo es y, en cierta forma, la autora lo señala cuando escribe “He aprendido a escribir en trenes, hoteles y salas de espera. En las mesitas abatibles de los aviones. Tomo apuntes durante las comidas, bajo la mesa o en el lavabo. Escribo en las escaleras de los museos, en los cafés, en el coche aparcado en un arcén. Lo apunto todo en retazos de papel, en blocs de notas, en tarjetas postales, en la palma de la mano, en servilletas, en los márgenes de los libros […] Con el paso de los años, el tiempo se ha ido convirtiendo en mi aliado, como lo es para todas las mujeres: me he vuelto invisible, transparente. Puedo […] observar a la gente mirándola de soslayo, escuchar sus riñas y contemplar cómo duermen apoyando la cabeza sobre sus mochilas, cómo conversan, sin ser conscientes de mi presencia.”
Este libro se aproxima mucho más a otros géneros –si en verdad es obligatorio clasificar una obra literaria para disfrutarla más o mejor– que al novelístico. Podría ser un monogatari, género japonés a menudo empleado por los traductores de ese idioma para designar una novela o un relato, aunque a diferencia de éstos, los personajes, que siempre serán múltiples, cientos y hasta miles, se superponen a la, o las historias que los acompañan. Podría, también, ser una colección de crónicas de viajes en primera y tercera personas, con personajes incidentales que ingresan en escena y salen de ella para nunca más regresar, sin que el conflicto que representan tenga un cierre, razón por la que tampoco podría ser un monogatari, mucho menos relatos, no formales al menos. Yo le apuesto más a una serie de textos e historias recogidas espontáneamente en notas sueltas, a los que posteriormente se le dio una cohesión para presentarlo como un libro sobre el viaje y sus viajeros, ésos cuyo cordón umbilical con los aeropuertos y otros medios de transporte es el llamado kit de supervivencia, que en el caso de Olga incluye cepillo de dientes, crema facial, un absorbente librote y una libreta; los que siempre corren por los aeropuertos (un gerundio de bieguini podría estar bien para designar este ejercicio, que forma parte de la atmósfera de estas ciudades dentro de otras. Un libro fascinante, raro y peligroso como el aeropuerto más sorprendente del mundo que, nos dice Olga, es el de Estocolmo, con suelos de hermoso parqué de roble oscuro, aunque “Pretendiendo entablar una conversación, babucí algo acerca del malbaratamiento del bosque en aras de pavimentar un aeropuerto.”