Miguel Concha
La crisis sanitaria originada por el Covid-19 nos coloca en un escenario inédito, al menos entre los conocidos y relacionados hasta ahora con la amplia crisis de civilización que enfrentamos en estos últimos tiempos.
Ante a esto, y frente al actuar del gobierno de México en turno, los comentarios surgen a borbotones, y no se han dejado de escuchar diversas opiniones sobre cómo y qué hacer. Muchas de éstas probablemente desde la estabilidad de una computadora, que si bien son valiosas, no alcanzan para comprender el nivel de complejidad en que estamos y seguiremos enfrentando.
Coincido con quienes han llamado la atención enfáticamente para colaborar con aquellas y aquellos que con mucha dificultad intentan resguardarse en casa; es decir, con los más pobres, pues con una crisis económica llamando a la puerta, y también con pocos antecedentes, no podemos obviar el hacer esfuerzos sociales articulados y encaminados a entretejer trabajos con aquellas voces y resistencias que vienen desde el sótano, como dice Raúl Zibechi.
Quisiera referirme en este artículo a dos iniciativas concretas que nos ayu-dan a identificar cómo continuar apoyando en medio de esta crisis, partiendo de un enfoque integral de derechos humanos, y desde la necesaria y urgente solidaridad con y entre las y los de abajo. Me refiero primeramente a la Carta que el pasado 12 de abril el papa Francisco escribió a los movimientos y organizaciones populares. En ella, como expresó Bernardo Barranco en La Jornada en su colaboración el pasado miércoles (p. 17), el Papa se dirige a los invisibles para el sistema, a quienes no gozan de esta globalización del mercado y de sus beneficios.
No es menor que ponga énfasis en los grupos periféricos sin un salario fijo, sin tierra, sin techo y sin trabajo, pues en ellos se encuentra una solución a la crisis. Con alegría, como él dice, seguimos confirmando que la esperanza viene de estas poblaciones empobrecidas, porque allí siempre se vive al día y la solidaridad está siempre presente.
El Pontífice es contundente al convocarnos a construir el proyecto de desarrollo humano integral que anhelamos, centrado en el protagonismo de los pueblos, en toda su diversidad. Nos dice igualmente que no existe Estado o mercado que en este momento histórico alcance para atender la crisis, y que sigue siendo el momento de las redes de apoyo y de la esperanza que vienen desde barrios y comunidades.
Nos invita entonces a pensar en el después, y comparte su propuesta de un salario universal que ayude a todos aquellos grupos que cargarán sobre sus hombros el mayor peso de esta crisis.
Por otro lado, con beneplácito hemos conocido que, probablemente en el mismo espíritu del Papa, la Conferencia del Episcopado Católico Mexicano impulsa la iniciativa Redes Vecinales de Solidaridad. Esta estrategia intenta generar entre barrios de la Ciudad de México y zona metropolitana una serie de acciones encaminadas a ejercitar la solidaridad con y entre las y los marginados, buscando extenderse a la mayor parte del país.
Como sabemos, en zonas con mayor densidad de población y empobrecidas, se registrarán los estragos más duros ocasionados por la pandemia y su correlato, las crisis económicas. Estos ejercicios han sido frecuentes en este tipo de zonas suburbanas. Baste mencionar lo que siguen aportando las reflexiones y acciones de las Comunidades Eclesiales de Base en diversos espacios de la República, por mencionar un ejemplo.
Y en esto no podemos escatimar reconocimiento, pues ¿quiénes mejor para decir cómo se vive la solidaridad, sino aquellas y aquellos que siempre la experimentan en el día a día? Son los olvidados por este sistema, basado en el despojo y la acumulación, quienes saben que, por cierto, éste ya no aguanta más, y que devela ahora consecuencias sociales y ambientales sumamente preocupantes.
Este saber, cultivado entre los pueblos, es un ingrediente importantísimo para activar aún más la solidaridad desde abajo. Da esperanza saber que en las iglesias fluye fuertemente el espíritu del compartir y de hacer comunidad, el espíritu del ágape en estos momentos de crisis.
Considero que es el tiempo de la crítica, siempre necesaria, pero no hay que olvidar que también es el tiempo de la propuesta creativa y sensible, aprovechando la experiencia de lo sencillo y humilde. Sería conveniente igualmente evitar polarizaciones que limitan nuestra capacidad de colaborar, escuchar, dialogar y construir soluciones colectivas, donde se incluyan gobierno, movimientos y organizaciones sociales y populares, iglesias, sector privado, y actores internacionales.
Esta crisis es una oportunidad para transformar. Después de estos días de emergencia sanitaria ya no seremos los mismos. Hago votos para que colectivamente descubramos aún más el poder de lo pequeño, evitando la cultura del descarte y aumentando integralmente el ejercicio del cuidado de la vida. Porque tal vez queramos que todo esto sea efectivamente parte de nuestra intersubjetividad y vida colectiva para darle nuevo rumbo al mundo.