Stefan Gandler
La Jornada Semanal
A diez años de la muerte del gran filósofo ecuatoriano nacionalizado mexicano, Bolívar Echeverría (1941-2010), otro filósofo nos hace aquí la crónica de sus últimos encuentros signados por la amistad, más allá de algunas diferencias en la concepción de ciertas ideas. Sencillo y entrañable homenaje a un hombre que se negó siempre a ser un clásico: “Nunca, nunca me vayan a hacer esto a mí”, decía.
Hace diez años, el viernes 4 de junio de 2010 por la noche, le hablé por teléfono a Bolívar Echeverría desde un despacho en la colonia Del Valle. Me contestó en su estudio de la Roma y dijo “¿ah, ya llegaste?”, con una voz que por sonar ligera, y hasta contenta, me extrañó, pues en nuestras últimas llamadas telefónicas desde Santa Cruz, California, donde yo vivía en ese momento, me había dicho que estaba cansado de vivir. Quedamos en vernos unos días después, el martes siguiente, para estar juntos ese día en la presentación de un libro mío en la editorial Siglo xxi en Cerro del Agua. Después, así quedamos en la llamada, nos íbamos a ir a tomar juntos unos tequilas, aunque su médico lo prohibía, pero a veces éramos cómplices en sus escapadas, ya que estaba harto de vivir bajo el régimen de la medicina cosificante. Bromeó conmigo que mejor presentaran mi libro Carlos Aguirre o Jorge Juanes, sabiendo perfectamente que los dos intelectuales mexicanos me tenían en la mira, por una u otra razón (aunque con Juanes me reconcilié después en Quito, justo al rememorar a Bolívar).
No sabía que la broma iba en serio. No cumpliría su palabra de presentarlo él. Murió doce horas después de la llamada, o tal vez un poco menos. Se llevó a la tumba comentarios que mucho me importaban; su risa, su mirada desafiante, su capacidad increíble de argumentar y discutir en el mejor sentido de la palabra. De filosofar.
II
Cuántas veces me había dicho que ya no aguantaba a quienes lo querían hacer su gurú. Cuántas veces nos reímos juntos de la gente que odiaba a Marx y lo querían muerto, pero en serio, y para siempre, y que para lograrlo le hacían homenajes, queriéndolo asesinar filosóficamente al volverlo un clásico. Un clásico que sólo se admira, pero con quien ya no se discute en serio, que es simplemente de otra época: caso cerrado.
Todos sus amigos lo sabíamos, porque se lo dijo a todos: “Nunca, nunca me vayan a hacer esto a mí.” Pero es algo que se está haciendo y, al realizarlo, se está ignorando su última y tan enfáticamente pronunciada voluntad.
A partir de hoy, a diez años de haber fallecido, tenemos que tomarlo en serio, es decir, dejar de hacerlo gurú, cuasi inmortal, cuasi irreprochable, cuasi perfecto y cuasi santo. No lo es, y nunca quiso serlo. Es igual de mortal como todos lo somos y lo extraño es que, precisamente, su muerte lo ha convertido aparentemente en inmortal.
III
Justo cuando más nos hicimos amigos, fue cuando comenzamos poco a poco a alejarnos filosóficamente, o por lo menos así me pareció. Nunca me convenció, para dar un ejemplo, su idea de la americanización de la modernidad. Pienso que desaprovechó su año sabático en 1999 en Binghamton, n.y., y no conoció nada relevante de Estados Unidos, de su contracultura, ni de la capacidad de resistencia de sus oprimidos y tampoco de la solidaridad colectiva (ojalá miles hubieran recordado a gritos ardientes los nombres de las víctimas en las calles de Alemania, cuando los nazis empezaron a deportar judíos). Se quedó con la idea de una de sus towns más aburridas que generalizaba para interpretar al ethos moderno de aquel país.
IV
He tenido muchos bellos encuentros con Bolívar Echeverría. Dos de los más memorables han sido aquellos en los que me encontré con él y al mismo tiempo con Adolfo Sánchez Vázquez. El primero tuvo lugar en abril de 1993; casi recién llegado a Ciudad de México, acepté una invitación de Sánchez Vázquez a su domicilio en el suroeste de la capital. Llegado allí, encontré a Bolívar Echeverría ya sentado en la sala, invitado también por el anfitrión, y hablamos largo rato sobre la vida intelectual en México y los diferentes marxismos que habían existido en el país desde los años sesenta. El último encuentro de los tres tuvo lugar a inicios de otoño de 2007, nuevamente en el departamento de Adolfo Sánchez Vázquez en la colonia San José Insurgentes. En la ocasión de la publicación de mi libro Marxismo crítico en México, Bolívar me propuso visitar juntos a Sánchez Vázquez, quien a sus noventa y dos años de edad ya no salía de su casa. Su hija, Aurora Sánchez Rebolledo, nos había advertido que no sería posible hablar con su padre más de unos quince minutos, por su delicado estado de salud. Pero después de un tiempo, Sánchez Vázquez comenzó a contarnos sus experiencias en la Guerra Civil española, cada vez más entusiasmado y hablando con más energía y nuevos recuerdos en cada frase, animado, burlándose de sus contrincantes. Cuando después de dos horas finalmente nos despedimos, Bolívar Echeverría y yo nos mirábamos con asombro en el elevador del edificio, y nos preguntamos por qué no se nos había ocurrido llevar una grabadora. Intuimos que esta había sido nuestra última conversación conjunta con Adolfo Sánchez Vázquez; lo que no cruzó por nuestra mente en aquel momento, era que él se iba a ir un año, un mes y tres días antes que el exiliado filósofo nonagenario.