Juan Becerra Acosta
Al suroeste de la Ciudad de México, en un bosque de coníferas, se ubica uno de los varios Parques Nacionales a los que cada fin de semana acuden familias enteras para disfrutar, sin salir de la capital, de la naturaleza y el aire limpio; a diferencia de los otros parques, en éste se puede recorrer un convento cuya historia bien merece ser contada y de la cual el bosque toma su nombre, El Desierto de los Leones, que –hay que decirlo- para ser un desierto cuenta con demasiada vegetación y fauna silvestre, tanta que ahí uno se puede encontrar con serpientes, coyotes o zorrillos, pero nunca con leones. ¿Porqué, entonces, se llama así?
En septiembre de 1585, llegaron a la Nueva España los primeros 11 frailes carmelitas en pisar América, y en 1606, 21 años después, fundaron justo en éste bosque el Convento del Santo Desierto de Nuestra Señora del Carmen de los Montes de Santa Fe, en el que encontraron las condiciones idóneas para dedicarse al retiro y a la meditación, y también para cumplir con uno de los preceptos de su orden, el construir una casa de desierto a donde quiera que vayan. Se trata pues, no de un desierto tal y como lo conocemos, árido y sin vegetación, sino de un sitio apartado de todo y de todos; es un desierto espiritual cuyo pozo está en la soledad.
Para los frailes carmelitas descalzos El Desierto es el lugar en el que buscan a Dios a través del silencio, y debido a que las ciudades eran vistas por ellos como sitios de pecado y corrupción, y a que siempre han tenido una inclinación hacia la vida solitaria, el bosque de coníferas ubicado en ésta muralla verde del Valle de México, rodeado de árboles, manantiales, animales y lejos de los hombres, se convirtió en el lugar ideal para establecer su Desierto.
Don Juan de Mendoza, virrey de la nueva España, colocó la primera piedra, y cinco años más tarde, en 1611, el convento estaba levantado. Con el paso del tiempo, y tras un sismo, uno que otro incendio, y varias reconstrucciones, el convento tuvo 10 ermitas a lo largo del bosque, y una barda llamada “La Muralla de la excomunión”, que con una longitud de 10 kilómetros lo rodeaba e impedía el paso a mujeres y personas extrañas, aislando aún más la vida utópica que se llevaba en su interior.
El convento estaba resguardado del exterior en una representación del jardín del edén en la tierra, con lo que se buscaba alcanzar el equilibrio entre la naturaleza y el espíritu. En él los carmelitas vivían bajo estrictas reglas, y se dedicaban completamente a sus deberes espirituales; no podían salir más que un par de veces al año, y el resto del tiempo lo pasaban orando, meditando, o colaborando con la comunidad, casi siempre sin hablarse debido a que el contacto humano era algo no permitido salvo lo estrictamente necesario. La comunicación, entonces, se daba en la famosa capilla de los secretos, ahí los religiosos se ponían contra la pared y sin tener contacto físico se hablaban y escuchaban gracias a la ingeniería de la capilla, cuya forma cóncava permite un efecto de resonancia que lleva las palabras de esquina a esquina. Qué tanto se dirían entre si aquellos frailes alejados de la vida mundana, ¿sueños?, ¿deseos?, ¿tentaciones?, ¿chismes?, seguramente nada de eso, sus pláticas no eran confidenciales, había en siempre en ellas una tercera persona escuchando para verificar que lo ahí dicho fuera estrictamente religioso.
Los frailes dormían en una celda que emulaba a las chozas de los primeros cristianos en el desierto, y a ella nadie más que su ocupante podía ingresar. El mobiliario se limitaba a un tablón que servía como cama, una vela, y una Biblia. Las visitas no estaban permitidas, a menos de que se trataran de invitados de las más altas autoridades del convento, a quienes no se les permitía permanecer en áreas comunes; los admitidos no religiosos podían llevar a cabo retiros espirituales en un área restringida llamada hospedería, y a diferencia de los frailes carmelitas, no tenían el característico corte de pelo que los distingue, llamado corona, y cuya carga simbólica es enorme, pues representa a la corona de espinas de cristo.
Una vez que aclarado el porqué a este bosque se le llama Desierto y cómo era la vida en su interior, veamos ahora porqué también se le dice de los Leones. Los carmelitas descalzos no podían tener propiedades a su nombre, y debido a ello contrataron los servicios de una notable familia de abogados de apellido León, a quienes la entonces creencia popular asumió como dueños de la propiedad. Sí, el Desierto que se creía que era propiedad de Los Leones.