José Ma. Espinasa
La Jornada Semanal
La edición de ‘Miro nacer la tempestad’ (‘Archivo genético de “Responso del peregrino”. Esbozos, manuscritos, mecanogramas y primera edición’), de la Academia Mexicana de la Lengua, en 2019, es el punto de partida para una sabrosa reflexión sobre el famoso poema de Alí Chumacero, y sobre el interés y poderoso atractivo que para un editor y hombre de letras siempre guardan los avatares y la historia de los grandes poemas.
Uno de los poemas más perfectos de la literatura en español del siglo xx es “El responso del peregrino”, de Alí Chumacero. Es, probablemente, incluso más que Muerte sin fin, el que llevó la idea de una poesía inmutable y perfecta, en la cauda de Valéry, al extremo. Pero como todo texto que merece ese calificativo es un misterio, pues “perfecto” es una de las maneras de llamar al milagro, buscando que no abandone la condición humana que, a su vez, le da sentido. Si la perfección es propia –si acaso– de los dioses, el poeta que la roza también vive esa condición, incluso de una manera que nos resulta ofensiva… y fascinante. Por eso, ofensa y fascinación, nos llevan a escribir sobre ese misterio, a tratar de explicarlo. Así, sobre Chumacero y sobre “El responso del peregrino” se ha escrito mucho (recomiendo el volumen de Marco Antonio Campos El responso del peregrino (Ensayos y entrevistas con Alí Chumacero, 1979-2009), la mejor guía para introducir a su lectura. Diferentes críticos se han aproximado al poeta y a su obra y se han lanzado diversas hipótesis de interpretación. Pero estas notas surgen de una publicación espléndida que ha hecho la Academia Mexicana de la Lengua: Miro nacer la tempestad (Archivo genético de Responso del peregrino”, Esbozos, manuscritos, mecanogramas y primera edición), 2019, México.
Es una joya y una gran noticia, pues permite volver sobre el poema desde otras ópticas. Yo aquí, sin embargo, me ocuparé más que de Chumacero y su poema, de una perspectiva muy peculiar: la condición afectiva y casi fetichista de los facsimilares, que se llegan a volver objeto de culto (pongo un ejemplo extremo: el manuscrito de La tierra baldía corregido y editado por Ezra Pound, que llegó a tener una “traducción” al español; ¿cómo se traduce un facsimilar?). Pero pondré otro ejemplo, más sencillo, en el que estoy de alguna manera involucrado. Cuando trabajé en la coordinación de producción editorial de El Colegio de México, Julio Ortega, el notable crítico peruano, propuso a la institución publicar el facsimilar, nada más y nada menos, que del mecanuscrito de “El Aleph”. Y fue para mí un privilegio poder hacerlo. Algunos especialistas en Borges, con razón, me dijeron que la publicación no cambiaba para nada la lectura que se tenía del cuento. Es probable que tuvieran razón, pero el fetichismo afectivo de ese facsimilar seguía ahí. Cuando releo a Borges y llego a “El Aleph”, casi siempre en la edición de Alianza, me cambio
de libro y leo el cuento en el facsimilar. Y me imagino, posibilidades de la ficción, que estoy viendo a Borges escribirlo, corregirlo, pensarlo frente a mí.
Hay otros textos cuyos manuscritos o mecanuscritos se han vuelto legendarios por su acontecer anecdótico. En español, el de Poeta en Nueva York: desde su casi milagrosa conservación, después de que fue dejado en la oficina de José Bergamín por el poeta granadino, antes de viajar a su ciudad, donde encontraría la muerte. Sus ediciones polémicas, sus variantes, y el destino laberíntico de su posesión surgido a partir de que fue ofrecido en subasta pública, objetada legalmente por los herederos del poeta, luego retirado de dicha subasta (y no sé en qué acabo el asunto). Busco en la literatura mexicana algún ejemplo sobresaliente de este tipo y no lo encuentro así a botepronto (supongo que lo habrá). Pero no recuerdo que exista manuscrito o mecanuscrito de Piedra de sol, de Pasado en claro, de Blanco, aunque de este último se puede considerar así su primera edición y se cuenta además con la conmemorativa de El Colegio Nacional. En todo caso no veo a Paz como un autor que conservara las sucesivas etapas de elaboración de un texto, sino que lo imagino destruyendo los diferentes estadios de su escritura (aunque puede haber sorpresas cuando se conozca su archivo o que existan los facsimilares y no los conozca). Cuestión de carácter.
A Chumacero, en cambio, y desde antes de que apareciera Miro nacer la tempestad sí me lo imaginaba con un archivo ordenado, que permitiera al poeta mismo repasar y entender su proceso de escritura, un cambio de adjetivo, la irrupción de una palabra que hoy parece inevitable, la gestación del ritmo primero, la intención, la grafía, la temblorosa letra de las correcciones. Paz es un poeta en busca de la modernidad, Chumacero en busca del pasado. Pero hay algo mucho más delicado y complejo: el silencio que el poeta guardó durante casi cincuenta años. ¿Por qué un poeta con tan pleno dominio de su oficio y con un talento tan evidente dejó de escribir? Como todos sus lectores, siempre tuvimos la banal esperanza sin fundamento de que hubiera libros en el baúl que se conocerían a su muerte. En Para una política del texto analicé lo que he llamado la tentación del silencio, que terminó como maldición, en algunos autores cercanos generacionalmente –Rulfo, Arreola, Chumacero, González Durán, José Luis Martínez– y cuando repaso las páginas de Miro nacer la tempestad no puedo evitar tratar de encontrar en ellas la razón de ese silencio, en la letra manuscrita, como si me propusiera una especie de grafología emocional, en los caracteres de la máquina mecánica, en el papel envejecido, como si el misterio del silencio –y del poema– pudiera revelarse a través suyo. En todo caso, esta edición es un gran acierto y hay que felicitar a la Academia, a Alejandro Higashi y agradecer los textos introductorios de Jaime Labastida, Vicente Quirarte y Felipe Garrido. Ojalá se vuelva una costumbre en la institución este tipo de libros.