Roberto Bernal
La Jornada Semanal
La poeta italiana Antonia Pozzi (1913-1938), a pesar de la brevedad de su vida, dejó más de 3 mil fotografías y trescientos poemas en muchos cuadernos y diarios. Este artículo se acerca al espíritu de una joven que encontró el modo de decir y ver el silencio en la naturaleza, y muestra una paradoja: estaba profundamente atenta a la vida y a la vez desprendida de ella.
que sin embargo, afirmaba ella, son dueños de una “piedad silenciosa y activa; llevan alrededor el perfume de la bondad del campo” .
En la mañana del 28 de junio de 1929, en la localidad de Cocquio-Trevisago, dentro de la región de Varese, Italia, dos hermanos jugaban en la granja familiar. Corrían entre gallinas y ovejas. El maeyor de ellos, con apenas cuatro años de edad, cayó en una caldera de agua hirviendo. Murió veinticuatro horas después entre lamentos terribles. La madre no asistió a misa, de manera que no pudo escuchar cuando el sacerdote mencionó que el pequeño muchacho ahora era un angelito. Tampoco asistió al entierro: permaneció sentada fuera del hogar, con su hijo menor en el regazo, mientras observaba alejarse el ataúd en una carreta vieja y pobre. Nadie vestía de negro. “Para los pobres, el luto es un lujo innecesario”, escribió Antonia Pozzi. Más tarde le llegaron rumores que decían que la madre no quería saber dónde estaba enterrado el hijo; también escuchó que ya no quería volver más a la iglesia.
Estas anotaciones, producto de su afición por el montañismo, el cual le proveyó una relación íntima con la región de Lombardía, inauguran
la incorporación de situaciones propias del campo en sus poemas, en los que ya son notables el habla sencilla y el tono conversacional característicos de su escritura. Al mismo tiempo, enfrentó la miseria en la que sobrevivían campesinos que habitaban las montañas. Se trataba de personas de carácter apaciguado, silenciosas, que hacían uso de diversos dialectos que tenían en común el tono endurecido y concreto, evidentemente afectados por el rumor de las cordilleras. Un lenguaje donde estaban todas las sombras del bosque. Toda la claridad y dureza de la nieve. Para la poeta, los campesinos son dueños de una “piedad silenciosa y activa; llevan alrededor el perfume de la bondad del campo”, le escribió a la abuela Nena.
En sus caminatas siempre la acompañó, además del cuaderno, la cámara fotográfica, con la que produjo un poco más de tres mil fotografías en once años. En las cartas que dirigió a sus amigos desde Pasturo, incluyó también sus fotografías. Opinaba que no eran muy buenas; sin embargo, agregó, servían para mantener vivos los recuerdos. Se trata de materiales que relatan su relación continua con pastores de ovejas, pescadores del lago Lario, lavanderas y campesinos. Éstos aparecen tan abstraídos, tan entregados al trabajo, que no reparan en la joven quien, respetuosa y callada,
se mueve entre ellos con cámara en mano. Aparecen mujeres inclinadas sobre la suavidad del arroyo. También sombras de árboles dispersas en el agua. Más arriba, nubes negras y violentas sobre las cumbres de las montañas. La niebla por encima de todo. Instantes de luz. Todos muy callados.
La fotógrafa mostró particular interés por pastores que caminaban muy calmados por senderos de grava blanca que se perdían por los barrancos. Por la inmensidad del cielo abierto para un solo hombre y sus ovejas. No hay señalamiento ni denuncia. Existe, sí, la emoción de atestiguar la humildad y elegancia con la que sus vecinos incorporaban cada gesto a la sencillez del paisaje. La emoción, también, de acertar en imágenes que le sirvieran para construir una visión del mundo que fuera capaz de excluir todo el ruido que la perturbaba. Son fotografías de una gran serenidad, que demuestran la capacidad de Antonia Pozzi para aislar imágenes que le permitieron narrar el silencio.
Con apenas veintiún años de edad, escribiría: “Yo/ bajo el oyamel/ –en paz–/ como una cosa de la tierra/ como un mechón del brezo/ quemado por el frío.” Este poema revela el plan que, años más tarde, en la madrugada del 3 de diciembre de 1938, la llevaría a ingerir una gran cantidad de barbitúricos. Hacia la mañana de ese mismo día, la hallaron recostada sobre la nieve, bajo los árboles del bosque de Pasturo. Fría.
Pudor
Si alguna de mis pobres palabras
te gusta
y me lo dices
aunque sea sólo con los ojos
yo me abro
en una sonrisa santa
pero tiemblo
como una madre joven y pequeña
que todavía se sonroja
cuando un transeúnte le dice
que su bebé es hermoso.
Abandonada
Abandonada en los brazos de la oscuridad
montañas
me enseñan la espera.
Al amanecer, iglesias
se convertirán en mis bosques.
Arderé: vela sobre las flores de otoño
golpeadas por el sol.
Las hermanas
Si dudas todavía, te diré
que para mí nuestro cariño
es como un ramo de flores púrpuras
llevadas por la noche
a una habitación que entristecía.
Noche de abril
Palpita la luna suavemente
detrás del vidrio
de mi jarrón de prímulas:
sin verla la pienso también
como una gran prímula,
asombrada
–sola–
en el prado azul del cielo.
Certeza
Tú eres la hierba y la tierra, la sensación
cuando uno camina con los pies descalzos
por el campo arado.
Por ti anudo mi delantal rojo
y ahora me inclino hacia esta fuente
muda, inmersa en el vientre de la montaña:
sé que de repente
–al mediodía, cuando se multipliquen los gritos
de los jilgueros– surgirá tu rostro
en el espejo sereno, junto al mío.
Calor
Hoy
mi tristeza insiste
en murmurar fuertemente
en mi alma
como una tormenta
impregnada de sal.
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