Elena Poniaotowska
En julio de 1959, Manolo Barbachano hizo que Vicente Rojo y yo fuéramos a celebrar la revolución cubana. Viajamos en el mismo avión que el general don Lázaro Cárdenas, principal invitado de Fidel Castro. Fuimos Manolo y Miguel Barbachano, Carlos Fuentes, Fernando Benítez y el primer Carlos Loret de Mola, que lo sabía todo de Cuba por ser yucateco. El día mismo de nuestra llegada conversamos con Alejo Carpentier, que hablaba con la r francesa; Roberto Fernández Retamar; Carlos Franqui; Guillermo Cabrera Infante, y Alfredo Guevara…
En julio de 1959, todavía había boutiques lujosas, aparadores retacados de perfumes Dior y Chanel, relojes Cartier en el hotel Hilton, hoy Habana Libre, casinos y clubes nocturnos. Todavía se exhibían películas estadunidenses y Vicente y yo nos metimos al cine en vez de ir al Tropicana, cabaret que causaba sensación y Benítez promovió, igual que hizo con los daikiris y las caderas de las cubanas. Benítez lideraba a la comitiva mexicana y en el malecón gritaba: ¡Aquí ninguna parte del cuerpo es vergonzosa! Lo que más nos impresionó fue la presencia en la Plaza de la Revolución de medio millón de guajiros que aplaudían haciendo entrechocar su machete a Cárdenas y a Fidel Castro.
A Vicente Rojo y a mí este viaje nos acercó, y hoy recuerdo nuestros 60 años de amistad en México en la Cultura y en la editorial ERA. Juntos vivimos muertes y triunfos. Por eso, nos preguntamos: ¿Te acuerdas?
–Vicente, ¿Miguel Prieto fue quien te inició en la pintura?
–Sí, yo quería ser pintor desde niño. Cuando llegué a México, a los 17 años, me di cuenta de que los pintores tenían una vida pública muy importante. Opinaban de todo: política, historia, educación, deportes. La Escuela Mexicana de Pintura era muy poderosa. Mi amigo Federico Álvarez me dijo que Miguel Prieto necesitaba un asistente, y con él aprendí diseño gráfico. Le dije a Miguel que quería aprender a pintar, pero no en una escuela pública porque la escuela en Barcelona no había sido muy agradable para mí. Entonces me aconsejó: “Vaya a ver al Corcito Antonio Ruiz, director de La Esmeralda, y pídale asistir como ‘oyente’. En La Esmeralda tuve como maestros a Agustín Lazo en la mañana y a Raúl Anguiano en la tarde, pero a los seis meses dejé La Esmeralda. Entonces, Miguel Prieto me dijo que Arturo Souto había abierto una academia para gente que deseaba aprender a pintar, básicamente jovencitas que querían aprovechar su tiempo. Souto era muy tímido; asistí un año y medio y me sentí algo orientado, y dejé la academia. Seguí trabajando con Miguel Prieto en la oficina de diseño en Bellas Artes y pintando por mi cuenta. Ese fue el comienzo…
–¿Te fue difícil adaptarte a México?
–No, yo todavía me sorprendo de cómo a mis 17 años, siendo el más tímido, sentí totalmente que éste era mi país. No tenía mucha idea de lo que era México, aunque mi padre vivía aquí hacía 10 años. Aunque yo tenía un conocimiento muy pobre, todavía me sorprendo ahora de cómo, al lado de Federico Álvarez y de Miguel Prieto, pensé: De aquí no me voy a mover. Había una luz maravillosa, unas gentes muy agradables, siempre cariñosas conmigo; me sentí muy bien y me siento muy bien hasta la fecha. Entonces, yo no podía decir: Soy mexicano, aunque ya lo era, porque estaba nacionalizado cuando llegué. Lo era técnicamente, pero no es lo mismo un papel que sentir tan profundamente como yo que era parte de México…
–¿Entonces ya eras observador, tímido y crítico como ahora?
–Me resulta un poco difícil recordar cómo era yo a los 17 años, pero me maravilló el país. Yo vivía con mis padres en la colonia Narvarte y por ahí pasaba un camión que se llamaba Mariscal Sucre…
–También yo tomé a diario el Mariscal Sucre…
–Sí, porque tú estabas en la colonia del Valle, ¿no? Nosotros vivíamos en Uxmal, el Mariscal Sucre salía a Morena, lo tomaba yo a una cuadra de Obrero Mundial y daba la vuelta por toda la ciudad. Por cierto, era verde. Una de las cosas que recuerdo es que los camiones eran de color porque no había mucha alfabetización y la gente los reconocía por su color, el café, el verde, el azul…
–O el rojo, que era el Colonia del Valle-Coyoacán… Vicente, tú seguiste pintando y fuiste miembro de la generación de La Ruptura. ¿Cuándo empezaste a reunirte con Felguérez, García Ponce, Lilia Carrillo, Alberto Gironella?
–Seguí pintando, y en 1957 me casé con Alba, y en 1958 hice mi primera exposición independiente en la galería Proteo, con una invitación de Gironella, que ya era miembro de la galería y me presentó a su director.
“Poco después de Gironella conocí a Manuel Felguérez. Me doy cuenta ahora de que fuimos amigos durante 60 años. También conocí a Fernando García Ponce; luego el propio Miguel Prieto me llevó como asistente al suplemento México en la Cultura, que dirigía otro de mis grandes amigos y maestros, Fernando Benítez, con el que también conviví durante más de 50 años.
–Alguna vez dijiste que te trató como un padre…
–A veces yo era su padre, fíjate, me consultaba cosas. Fue una relación buenísima….
–¿Tú crees que la Ruptura hizo bien a la pintura mexicana?
–Sí. A mí, la palabra ruptura no me gusta, prefiero apertura o algo así. Al lado de quienes comenzaron a distanciarse de la Escuela Mexicana, que, como te digo, me parecía y me sigue pareciendo muy poderosa, empecé a admirar a Rufino Tamayo, Carlos Mérida, Pedro Coronel, Juan Soriano, que eran 10 años mayores que los miembros de la Ruptura. Para mí, fueron ellos los primeros que se distanciaron de la Escuela Mexicana de Pintura y nosotros seguimos por ese camino. Aunque se supone que la Ruptura se interesó por la abstracción, en ella también hubo artistas figurativos extraordinarios, como Cuevas, Gironella y Enrique Echeverría. La Ruptura no acabó con la figuración, sino que la enriqueció con nosotros, los entusiastas que hacíamos arte abstracto, muy cercano a la geometría… A mí, como sabes, desde el principio me apasionó el arte prehispánico.
–¿Crees que el apoyo de Octavio Paz validó a tu generación? El Poeta asistía a tus exposiciones y trabajaste con él, creo que en Discos visuales…
–Dentro de La Escuela Mexicana, había cinco o seis pintores que también rompieron con el esquema tan ideológico, tan cerrado de la Escuela Mexicana. Si sabemos que Frida Kahlo vendió su Las dos Fridas, creo que en 5 mil pesos en los años 50, nos damos cuenta de que ya había rupturas como la de Alfonso Michel y el propio Agustín Lazo… Si hablamos de Octavio Paz, antes que él, tratamos y quisimos a Luis Cardoza y Aragón, crítico de la Escuela Mexicana de Pintura y devoto de Orozco. También Juan García Ponce y Salvador Elizondo, nuestros compañeros de generación, escribieron acerca de la generación de la ruptura. A mí me interesó también la cultura colonial y la popular. Leopoldo Méndez me parece uno de los grandes artistas mexicanos y le dedicamos tú y yo un número de Artes de México, ¿te acuerdas? El mundo conoce a México por su muralismo, pero ahora mismo pienso en dos artistas que usaban pequeño formato, Leopoldo Méndez y Manuel Álvarez Bravo, maestro de los grandes fotógrafos mexicanos de hoy…
–De todas tus exposiciones, me conmovió muchísimo la de México bajo la lluvia . Te encontré en tu taller de la calle de Dulce Olivia lijando la superficie de una tela y hasta me diste un pedazo de lija: A ver, líjale aquí. Te pregunté para qué, y respondiste: “Es que quiero que salgan otros colores, otras texturas…”
–La serie de La lluvia tiene su origen en un viaje a Tonantzintla. Acompañé a Miguel Prieto al Observatorio a pintar un mural. Desde la colina se veía el enorme valle de Cholula y vi dos lluvias; una a la izquierda del valle y otra a la derecha. En mi vida había visto dos lluvias al mismo tiempo. Avanzaban y retrocedían; me dejaron alucinado. Traté muchos años de pintar la lluvia sobre México y sólo pude empezar a hacerlo 30 años más tarde, gracias a una invitación del Museo de Arte Moderno de París. Pasé 10 años en el tema de México y la lluvia.
–Finalmente, Vicente, ¿qué ha significado para ti la pareja? Ha sido muy importante tener a tu lado a la mujer…
–Sí. A mí la soledad me gusta mientras trabajo, mientras pinto, pero en la vida real, soy un entusiasta de la vida en pareja, en mi caso, de la femenina, lo he demostrado desde el año 58 en que me casé por primera vez, hasta 2003, cuando enviudamos al mismo tiempo Barbarita y yo. Los dos, de una manera insólita e inimaginable, volvimos a tener a nuestra pareja, yo tuve a Alba 40 y tantos años; Bárbara tuvo a Tito Monterroso 30 y tantos años, así que Bárbara y yo nos enamoramos y como teníamos práctica en el matrimonio, no sé si decirlo así, nos ha ido muy bien a los dos.