Movimiento de empleados en Tokio
Claudio Lomnitz
En la Ciudad de México resentimos el problema mucho más que en Tokio. Allá, la gente pasa 80 minutos diarios yendo y viniendo del trabajo; aquí son unas cinco horas, en promedio. Aun así, resulta interesante tomar nota de lo que sucede en Tokio, porque es muy relevante para México.
Muchos conocemos la imagen del famoso salaryman (o sararimán) japonés: es el oficinista japonés, con su lealtad ferviente a la corporación, que trabaja horas extras sin chistar y participa sí o sí de la socialidad que se espera de él. Ir a bares con sus colegas o participar en el karaoke… La vida de la corporación se alarga a las horas de descanso. Cuando se discute el sararimán japonés, usualmente se habla de él, más que de ella, porque hasta hace poco, al menos, ese ha sido un escaño ocupado prevalentemente hombres. Las desigualdades de género en Japón eran muy elevadas, al menos hasta hace poco. Imagino que aún lo serán, aunque en menor medida que hasta hace pocos años.
Esta imagen estereotipada del empleado que da la vida por su compañía es quizá un poco rancia, pero sigue siendo indicativa del alto grado de exigencia que existe en el ámbito laboral de los empleados de cuello blanco en Japón, con todo y una buena dosis de arbitrariedades de los jefes, un empeño en mantener la presencia constante del empleado en la oficina, y poca fe en la capacidad que puedan tener esos empleados de responsabilizarse por su trabajo.
Son, estoy seguro, problemas perfectamente reconocibles para los empleados de México, también, incluso para los que son personal administrativo del gobierno, que frecuentemente no se rigen precisamente con la ética de trabajo implacable del sararimán japonés (famoso por fallecer en ocasiones de karoshi, es decir, por exceso de trabajo, enfermedad casi desconocida entre los empleados mexicanos). Cierto que buen número de los burócratas de aquí se especializan más bien en el arte del tú haces como que me pagas y yo hago como que trabajo, pero aun quienes se rigen por ese fingimiento acomodaticio sufren largas e innecesarias horas de aburrimiento en el empleo –ocupadas muchas veces en grillas y otras actividades que estorban más de lo que ayudan. El empleado mexicano tiene que demostrar mucha disponibilidad para atender cualquier sinsentido que se le ocurra al jefe, o que promueva su sindicato, y tiene que mostrar presteza para despilfarrar toda su creatividad en el altar de la autoridad.
Pues bien, resulta que en Tokio el Covid-19 ha empezado a ocasionar una revuelta, que se vuelve cada vez menos silenciosa, del sararimán, del empleado, porque los empleados han tenido que laborar ya por meses desde sus casas, y muchos de ellos están descubriendo que pueden mantener la eficiencia, y evitar las arbitrariedades propias de la vida en la oficina, además de ahorrarse su trasiego diario de 80 minutos al trabajo. El movimiento recién empieza a despertar, y se está manifestando en primer lugar en resultados de encuestas, pero también en opiniones que se están expresando cada vez con mayor fuerza en los lugares de trabajo. Es probable que un movimiento así no pase a las calles, pero sí tiene buenas posibilidades de ser oído, al menos en los centros de trabajo más interesados por la eficiencia, y con ellos quizá pueda ir cambiando la cultura de trabajo de las oficinas.
¿Se podrá llegar a algún arreglo que permita al empleado mayor autonomía? ¿Será posible reducir el número de personas que se ven obligadas a tomar trenes a diario para ir y venir de su trabajo? Todavía no sabemos si las corporaciones japonesas tomarán el paso de adoptar permanentemente las nuevas modalidades de trabajo que se han explorado con el Covid-19, pero parece probable que muchas lo hagan. Por eso, según el Financial Times, se calcula que, si esto llegara a suceder, el tráfico humano en los metros y trenes de la zona metropolitana de Tokio podría reducirse hasta en 30 por ciento.
Pensemos ahora en lo que un movimiento así podría significar para la Ciudad de México, donde las ansias generalizadas de volver al trabajo han opacado, hasta ahora, la crítica que el Covid-19 permite de algunas de nuestras costumbres laborales.
Las grandes metrópolis mexicanas están ahogadas por el tráfico vehicular, y aunque el costo económico en horas de trabajo perdidas las pagamos todos, el suplicio del transporte se sigue distribuyendo de manera desigual: mientras los Salinas Pliego de este mundo se desplazan en helicóptero, los trabajadores que viven en Chalco o Texcoco pasan cinco horas diarias estrujados en peseros. Una revisión de nuestras costumbres en el sector de los oficinistas –que en muchos casos se presta para hacer trabajos a distancia– podría aliviar bastante este problema.
Y, más allá de sus efectos en el trasiego humano y el tráfico vehicular, un movimiento que discuta los hábitos y vicios de trabajo que hemos ido naturalizando y que explora formas de realizar tareas a distancia, con mayor autonomía y mayor eficacia, bien podría llevarnos a cuestionar la arbitrariedad burocrática como práctica cotidiana, con su culto a las horas nalga y su indiferencia hacia lo eficaz.