La universidad pública y presencial agoniza
Marcos Roitman Rosenmann
Para un mejor y mayor control de la población, el capitalismo acelera su transición digital. En este proceso está obligado a introducir cambios estructurales en sus instituciones. Nuevos tiempos nuevos requerimientos, otras funciones. Algunas nacerán bajo palio, otras serán declaradas obsoletas, y las restantes sufrirán mutaciones. La universidad es una de ellas. Por razones utilitarias, mantendrá su nombre, pero su ADN habrá mutado. La universidad pública será una caricatura de sí misma, al introducir el ideario empresarial de las universidades privadas. Hasta hoy, los fines de la pública han sido la promoción de las ciencias, las artes, el pensamiento crítico, la investigación y los saberes poco convencionales. Sus valores y principios aquilatan sus enseñanzas. Siempre encuentra un espacio para incorporar avances científicos o modificar planes y programas de estudio. En sus 10 siglos de existencia pervive gracias a mantener el norte en sus reformas: defender la libertad de pensamiento, la crítica, y ser atalaya contra la inquisición y el dogmatismo. Además, tiene fama de incentivar itinerarios nada rentables, como la historia del arte, griego, latín o las humanidades.
Una sociedad democrática se proyecta en sus aulas universitarias. Autonomía, libertad de cátedra, representatividad estudiantil, respeto, valores republicanos, responsabilidad y compromiso ciudadano. En las ciudades universitarias está grabada la memoria colectiva de los pueblos. Murales, esculturas, pinturas, arquitectura, bibliotecas, centros de investigación. Las luchas universitarias sintetizan momentos democráticos, y represión. Cómo no recordar aquel ¡adelante, adelante, obreros y estudiantes!, sello de la revolución universitaria de Córdoba, Argentina, en 1918. En España, los recitales y las manifestaciones reivindicando el fin de la dictadura franquista. Las movilizaciones estudiantiles en México y la matanza de Tlatelolco en 1968. Los ejemplos son muchos. Resulta significativo que en cada golpe de Estado, la universidad es una las instituciones más castigadas. Se cierran facultades, expulsan docentes y estudiantes. Se criban bibliotecas y sus aulas se convierten en espacio yermo donde predomina la mediocridad, el miedo y el autoritarismo.
Hoy, en la transición digital, el camino de las reformas universitarias tiene las mismas consecuencias que un golpe de Estado. Entre sus tareas no estará promover el librepensamiento, la creación artística o fomentar la capacidad de juicio crítico. El estudiante será considerado un cliente. Desaparecerán itinerarios poco rentables. El éxito se medirá por los ingresos y las matrículas en grados, masters, doctorados y su capacidad para digitalizar la enseñanza. Será una universidad castrada. Dejará de enseñar valores éticos para apoyar la competitividad, el individualismo y un exacerbado egoísmo.
En esta nueva realidad, la universidad, forjada en el humanismo y el pensamiento crítico, constituye un estorbo. Los lemas que identifican las universidades quedan obsoletos. Por mi raza hablará el espíritu, de la UNAM; La virtud argentina es la fuerza y el estudio, de la Universidad de Buenos Aires; Busca la verdad en las aulas de la academia, de la Universidad de Bogotá; Hacia la libertad por la cultura, de la Universidad de El Salvador; La libertad ilumina todas las cosas, de la Complutense de Madrid; Id y enseñad a todos, de la Universidad de San Carlos de Guatemala; La casa que vence a la sombra, de la Universidad Central de Caracas, o En busca de la luz, de la Universidad de Costa Rica. Tal vez surja otro acorde con la digitalización y la economía de mercado: “Por el big data hablará mi algoritmo” o la inteligencia artificial nos hará libres.
Sustituir hábitos, modificar técnicas pedagógicas y modernizar la docencia es el objetivo. Las aulas se reconvierten para albergar la tecnología digital. Acoplados a la mesa del profesor, los ordenadores, cámaras para retransmitir las clases y los usuarios y clientes conectados en tiempo real desde cualquier lugar. Las clases magistrales son un estorbo. La docencia debe digitalizarse. No más pizarras, tiza ni borradores. Las clases, por videoconferencia. Aquella complicidad, chistes, risas, gestos de admiración o aburrimiento desaparecen. ¡Y todo comenzó con el Power Point!
Grabados, observados y objeto de manipulación a distancia, la docencia pierde su valor formativo. Educar en valores, guiar motivaciones, compartir y socializar conocimientos, conductas sólo posibles en el aula de clases, se desvanecen. Lo siguiente, profesores robots. Ya será posible dar clases desde el wáter. El único requisito: tener un dispositivo para engancharse a la red. Al otro lado, los usuarios viven la experiencia virtual. Es posible que el cliente-alumno nunca tenga un encuentro cara a cara con su profesor. Así, las ciudades universitarias irán desapareciendo y con ello el sentido humanista de la docencia y vida universitaria. La deshumanización seguirá su curso.