Tomás Domínguez
(apro).-
Enzo Traverso se formó en la Universidad de Génova, Italia, pero apenas concluidos sus estudios como historiador viajó a Francia para continuar su carrera académica. A partir de 2014 y hasta ahora vive en Estados Unidos, donde ejerce la cátedra en la Universidad Cornell.
Sus estudios están marcados por la impronta de la Escuela de Frankfurt, de ahí su pasión por los aportes de intelectuales judeo-alemanes como Hannah Arendt, Sigfried Kracauer y Walter Benjamin. El texto que se presenta a continuación está compuesto por fragmentos del capítulo 20 del libro La Revolución rusa cien años después, volumen de reciente aparición bajo el sello de editorial Akal de Madrid, España.
Juan Andrade y Fernando Hernández Sánchez, compiladores de los 20 trabajos, someten el asalto al Palacio de Invierno de San Petersburgo, el 7 de noviembre de 1917 –según el calendario Juliano vigente entonces en Rusia–, a un ejercicio de retrodicción, concepto actual para revisar el pasado.
El ensayo de Traverso se ofrece en partes a los lectores de Apro, pues el tema y su tratamiento lo ameritan.
“Historizando el comunismo”
Durante un siglo, en todo el mundo, la mayor parte de la izquierda –mucho más allá de los movimientos comunistas oficiales– percibió la Revolución de Octubre de una forma similar: como la imagen emblemática de las aspiraciones utópicas y la prueba irrefutable de una visión teleológica que postulaba el socialismo como el final natural de la historia.
La interpretación opuesta presentaba a los bolcheviques como encarnación de las potencialidades totalitarias de la modernidad. Tras la consolidación de la URSS en la segunda mitad de la década de 1920, se abandonaron las descripciones iniciales –debidas a la pluma de Churchill– de una manada de babuinos saltando sobre un campo de ruinas y cráneos, pero el comunismo siguió apareciendo como una patología peligrosa de las sociedades modernas. Para muchos pensadores conservadores, desde Isaiah Berlin hasta Martin Malia, desde Karl Popper hasta Richard Pipes, era una especie de “ideocracia”, el inevitable resultado de la transformación coercitiva de la sociedad siguiendo un modelo abstracto y autoritario.
Según esa convicción de la derecha, la voluntad de crear una comunidad de iguales engendra una sociedad de esclavos. François Furet, por poner un ejemplo, rechazó la “pasión” comunista junto con su ideología y las conectó a la locura original de la propia Revolución, estableciendo una trayectoria lineal desde el Terror jacobino al Gulag soviético: “Hoy el Gulag conduce a un replanteamiento del Terror precisamente porque los dos proyectos se entienden como idénticos”.
(…) Varias décadas después de su agotamiento, la experiencia comunista no necesita ser defendida, idealizada o demonizada; merece ser entendida críticamente como un todo, como una totalidad dialéctica configurada por tensiones y contradicciones internas, que presenta múltiples dimensiones en un vasto espectro de colores que va desde el impulso redentor hasta la violencia totalitaria, desde la democracia participativa y la deliberación colectiva hasta la opresión ciega y el exterminio masivo, desde la imaginación más utópica hasta la dominación más burocrática, pasando a veces de una a otra en un corto lapso de tiempo. En 1991, escribiendo un nuevo prefacio al informe autobiográfico de su ruptura con el Partido Comunista Francés, Edgar Morin propuso una definición del estalinismo que capta al mismo tiempo la complejidad y el carácter contradictorio de la experiencia comunista: fue, escribía, “el monstruoso paso de una gigantesca aventura para cambiar el mundo”.
El asalto al Palacio de Invierno en una pintura de Ivan Vladimirov.
El asalto al Palacio de Invierno en una pintura de Ivan Vladimirov.
Inevitablemente, ese momento de pesadilla dejaba en la sombra al resto, y de hecho a todo el siglo XX, pero esa aventura había comenzado antes y continuó después de la caída del socialismo real.
Así, historizar el comunismo significa inscribirlo en esa “gigantesca aventura”, tan antigua como el propio capitalismo. El comunismo era un camaleón que no podía ser aislado como una experiencia insular o separado de sus precursores y herederos.
El comunismo surgió de la Revolución de Octubre, que fue todo un proceso, aunque no reprodujo la visión evolutiva de Gibbon del Imperio romano: orígenes, ascenso y caída. Ni su surgimiento ni su conclusión eran inevitables, a pesar de sus premisas históricas, y muchos de sus virajes resultaron de circunstancias inesperadas. Lejos de ser lineal, su trayectoria fue quebrada, marcada por roturas y bifurcaciones. Incluye insurgencias desde abajo y cambios radicales “desde arriba”, saltos y regresiones termidorianas que una visión retrospectiva podría inscribir en una sola secuencia histórica.
Lenin y Stalin no eran iguales, insiste Sheila Fitzpatrick, pero pertenecen al mismo proceso: “Las guerras revolucionarias de Napoleón pueden ser incluidas en nuestra concepción general de la Revolución francesa, aunque no las veamos como encarnación del espíritu de 1789; y un enfoque similar parece legítimo en el caso de la Revolución rusa”. En su libro, la Revolución rusa se desarrolla desde febrero de 1917 hasta las grandes purgas de 1936-1938. Creyendo en una posible «regeneración» de su espíritu original, Isaac Deutscher extendió el proceso hasta la desestalinización de 1956.
Hoy podemos fácilmente reconocer que su diagnóstico era incorrecto, pero su percepción de un movimiento en marcha era compartida por millones de personas en todo el mundo. La visión binaria de un bolchevismo revolucionario opuesto a una contrarrevolución estalinista permite distinguir entre violencia emancipatoria y represión totalitaria, pero esconde las conexiones que las unen y se arriesga a resultar tan estéril como la interpretación conservadora de una continuidad sustancial desde Lenin hasta Gorbachov, enraizada en las bases ideológicas de la URSS.
Entender el comunismo como una experiencia histórica global requiere distinguir entre movimientos y regímenes –como recomendó Renzo De Felices para la interpretación del fascismo italiano–, sin separarlos: los movimientos no sólo se convirtieron en regímenes, sino que estos últimos mantuvieron un vínculo simbiótico con los primeros, que orientaron sus proyectos y acciones. El partido bolchevique anterior a 1917, compuesto en su mayoría por intelectuales y parias exiliados, parece un universo muy alejado del gigantesco aparato burocrático que dirigió la URSS durante las décadas siguientes.
Son dos mundos diferentes, pero muchos hilos los conectan. Esto no afecta exclusivamente a la historia del bolchevismo ruso, sino más bien a la historia del comunismo en su conjunto, al menos durante sus primeras décadas. Mientras que en la URSS Stalin decidió eliminar a la vieja guardia bolchevique y más allá (se estiman medio millón de ejecuciones en la segunda mitad de la década de 1930 y durante la de 1940), los comunistas dirigieron movimientos de resistencia contra el fascismo en Europa occidental y organizaron una de las experiencias revolucionarias más épicas del siglo XX con la Larga Marcha a través de China (1934-1935). Muchos líderes comunistas, desde Palmiro Togliatti hasta Otto Braun, desde Gueorgui Dimitrov hasta M. N. Roy y Ho Chi Minh, vivieron o se formaron en Moscú.
Como muchos otros “ismos” de nuestro léxico político y filosófico, el comunismo es una palabra ambigua. Históricamente entendida, no es ni un tipo ideal ni realmente un concepto, sino más bien una metáfora de múltiples eventos y experiencias. Su ambigüedad no reside exclusivamente en la distancia que separa la idea comunista –elaborada por muchos pensadores utópicos hasta Marx– de sus encarnaciones históricas. Radica en la extrema diversidad de sus expresiones. No sólo porque los comunismos ruso, chino o italiano eran diferentes, sino también porque a largo plazo muchos movimientos comunistas cambiaron profundamente, a pesar de mantener los mismos líderes y referencias ideológicas. Considerado como un todo, el comunismo parece más bien un mosaico de comunismos. Dibujando su “anatomía” se pueden distinguir al menos cuatro formas amplias de comunismo, interrelacionadas y no necesariamente opuestas entre sí, pero lo suficientemente diferentes como para ser reconocidas como tales: el comunismo como revolución; el comunismo como régimen; el comunismo como anticolonialismo; y, finalmente, el comunismo como una variante de la socialdemocracia.
La Revolución de Octubre era su matriz común. Esto no significa que todas ellas tengan un origen ruso, en la medida en que el propio bolchevismo fue producto de un proceso histórico global; pero sí significa que todas las formas del comunismo del siglo xx estaban relacionadas con la Revolución rusa, el gran acontecimiento histórico en el que reconocían su punto de partida y su epifanía.
(…) La Revolución rusa se gestó durante la Gran Guerra. Fue el producto del colapso del “largo siglo XIX”, la era de los “cien años de paz”, como dijo Karl Polanyi, y el vínculo simbiótico entre la guerra y la revolución configuró toda la trayectoria del comunismo durante el siglo XX. La Comuna de París, nacida de la Guerra franco-prusiana de 1870, había sido precursora de la política militarizada, como insistían a menudo muchos pensadores bolcheviques; pero la Revolución de Octubre la amplió a una escala incomparablemente mayor: la Guardia Nacional no era el Ejército Rojo y los veinte distritos de la capital francesa no podían compararse con el Imperio zarista.
La Primera Guerra Mundial transformó al propio bolchevismo, que cambió muchas de sus características: varias obras canónicas de la tradición comunista como La revolución proletaria y el renegado Kautsky (1918) de Lenin o Terrorismo y comunismo de León Trotsky (1920) habrían sido inimaginables antes de 1914. Así como 1789 dio pie a un nuevo concepto de revolución, que ya no tenía que ver principalmente con una rotación astronómica, sino con una ruptura social y política, Octubre de 1917 la reformuló en términos militares: crisis del viejo orden, movilización masiva, dualidad de poder, insurrección armada, dictadura proletaria, guerra civil y choque violento con la contrarrevolución.
El Estado y la revolución de Lenin (1917) formalizó el bolchevismo como ideología (una interpretación de las ideas de Marx) y como un conjunto de preceptos estratégicos que lo distinguían del reformismo socialdemócrata, una política perteneciente a la agotada era del capitalismo del siglo XIX. El bolchevismo emergió de una época de brutalización de la cultura y la política, en la que la guerra irrumpió en la política, cambiando su lenguaje y su práctica. Fue un producto de la transformación antropológica que, como decía George L. Mosse, configuró el viejo continente al final de la Gran Guerra. Ese código genético del bolchevismo era visible en todas partes, de los textos a las lenguas, de la iconografía a las canciones, de los símbolos a los rituales. Sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial y se mantuvo pujante en los movimientos rebeldes de los años setenta, cuyos lemas y liturgias insistían obsesivamente en la idea de un choque violento contra el Estado.
El bolchevismo creó un paradigma militar de la revolución que marcó a fondo la historia de los comunismos en todo el planeta. La resistencia europea, así como los brotes socialistas en China, Corea, Vietnam y Cuba, reprodujeron un vínculo simbiótico similar entre la guerra y la revolución, de manera que el movimiento comunista internacional acabó entendiéndose como un ejército revolucionario formado por millones de combatientes, y esto tuvo consecuencias inevitables en términos de organización, autoritarismo, disciplina, reparto de tareas y, por último, pero no menos importante, de jerarquías de género. En un movimiento de guerreros, las líderes femeninas sólo podían ser excepciones. Ni siquiera Gramsci, que trató de cuestionar el paradigma bolchevique para la revolución en Occidente, eludió un marco teórico militar en el que distinguía entre la “guerra de movimientos” y la “guerra de posiciones”.