Pacto fáustico
León Bendesky
Por principio, no olvidemos que las estadísticas no necesariamente apuntan a los procesos históricos reales. Esta advertencia tiene un carácter general; la hizo, curiosamente, en otro contexto, Hannah Arendt, al comienzo de su libro sobre El origen del totalitarismo (1951).
Esa observación se aplica claramente en el terreno de los procesos económicos; en ellos, las estadísticas –muchas veces con independencia de su calidad y también de su dudosa interpretación o pertinencia– se toman como evidencia de lo que el interesado quiere poner de relieve a su favor. En particular, esto se aprecia hoy en la avalancha de datos disponibles acerca de los efectos de la crisis económica asociada con la pandemia de Covid-19.
La magnitud de la crisis es enorme. Su curso sigue y aún le falta mucho recorrido. El Inegi provee mediciones acerca del nivel de la actividad económica en general, por sus componentes y distribución regional; del empleo y la ocupación; el comercio exterior y los precios.
La evidencia de la mala situación económica y social está ahí. Los cambios que apuntan apenas un mejoramiento son tímidos, su tendencia se asocia con una apertura de las actividades productivas aún determinada por la pandemia. No dicen nada de mayor significado por ahora.
También exhiben las consecuencias de las decisiones económicas que ha tomado esta administración para confrontar la presión sanitaria y social provocada por el coronavirus. Las decisiones tienen consecuencias, según se definan los objetivos de quienes las idean, adoptan e instrumentan. Es un asunto de visión política, capacidad técnica y efectividad práctica.
Dentro de la danza de los datos debe considerarse el proceso histórico real que ocurre en el país, eso impone eludir el economicismo y también los meros intereses políticos del momento.
Hay antecedentes de insuficiente crecimiento económico en el país durante las últimas tres décadas; hay evidencias de una creciente desigualdad económica; las hay, igualmente, del rezago de la productividad y la penuria fiscal del gobierno. Y, en efecto, la corrupción de cualquier tipo impone un gran peso sobre las condiciones de vida de la gente.
La caída del crecimiento del producto se generó antes de la pandemia y se deriva de decisiones políticas, entre ellas la imposición de una austeridad en demasía. La carga de la crisis asociada con la pandemia no se va a reducir durante mucho tiempo. Su expresión social se agravará en los meses que siguen y las bases para resistir el embate del desempleo, la carencia de ingresos y el deterioro del patrimonio de las familias necesitan de una revisión de cómo orientar el proceso.
Ése es el dilema que enfrenta el gobierno y la condición que redefine necesariamente al Estado. Hay una expresión simple de lo que esto significa, la recuerdo aquí: el gobierno está constituido por personas, es decir, tiene nombres propios: quienes legislan, juzgan y ejecutan en todos los niveles. El Estado no tiene nombres propios, está hecho de otra materia y su estructura podría incluso asimilarse al uso que tiene en la ingeniería. Se puede derivar de ahí lo que significa políticamente cuando se debilitan dichas estructuras, por encima de todo las leyes, consecuentes de preferencia con el bien público y el control del poder de quienes gobiernan.
Debemos al secretario Arturo Herrera, encargado de la hacienda pública, un reconocimiento. Sólo a partir de una admisión franca, en términos profesionales y prácticos, de la magnitud y características de la crisis económica y social que está en curso ( La Jornada, 08/29/20), puede pretenderse encaminar las cosas para sortearla con el menor castigo posible. Esto entraña confrontar el voluntarismo surgido del poder.
Herrera admite que, aunque haya un repunte en 2021, la situación será peor que en 2019, principalmente por la carencia de recursos públicos y el agotamiento de lo que llamó amortiguadores para absorber el impacto de la crisis, como son los distintos fondos de estabilización. Afirmó que México vivirá la crisis más fuerte desde 1932.
Esto, que remite a una discordancia sana en el ámbito de la administración de la economía, ha sido dicho a pocos días de enviar al Congreso la propuesta de Presupuesto para el año entrante.
Todavía espera el secretario que el producto caiga 7.4 por ciento este año, lo que parece optimista y asegura que habrá que adaptarse a una economía sometida aún a la pandemia. Esto tiene, por supuesto, varios giros conceptuales y restricciones funcionales. El problema gemelo de la demanda y oferta en la economía no se superará sin muchas fricciones y costos.
Las declaraciones del secretario Herrera apuntan en una dirección que es difícil compatibilizar con las premisas de la política pública que funda la estrategia del gobierno, constituida básicamente de los programas sociales, proyectos de infraestructura y ventajas del T-MEC. Es difícil que esos tres amortiguadores sean suficientes.
Al final, Herrera parece haber hecho un pacto fáustico en el que su función a cargo de Hacienda, que deja entrever en sus recientes declaraciones, queda comprometida por su aceptación de una visión política que no se corresponde con la dureza de la crisis. Ya no habrá ni colchones ni guardaditos.