El Elogio (innecesario) De Los Libros por Carlos Monsivais

 

La lectura sigue siendo un acto profundamente personal. Y al Estado y la sociedad les corresponde
crear las condiciones para que quien lo desee tenga a su alcance las facilidades o las
oportunidades para ejercer como lector, rango nada menospreciable de los placeres de la subjetividad. ¿Una conclusión? Tiré mi corazón al azar y me lo ganó la lectura.

ELOGIO (INNECESARIO) DE LOS LIBROS

Por Carlos Monsiváis
Uno de los más importantes intelectuales mexicanos, el escritor Carlos Monsiváis, regresa a las
páginas de Número con este texto sobre los libros y la lectura que leyó en la instalación del Sexto
Congreso Nacional de Lectura, dedicado este año al tema «Lectura para construir nación»,
organizado por Fundalectura. Se publica con autorización de Fundalectura y del autor.
En relación con la lectura en el siglo XXI latinoamericano, los agoreros podrían fallar y acertar a la
vez. En conjunto se lee menos, y la lectura dista de ocupar el sitio real y mitológico de otro tiempo,
donde las resonancias de los libros eran inmensas, así sólo la minoría leyera de modo regular.
Ahora el costo de los libros los aleja con frecuencia de los estudiantes de la enseñanza pública (en
el ámbito de la enseñanza privada, lo inaccesible suele provenir del desinterés, pues allí la
posesión se valora muy por encima del conocimiento). Así mismo, no se dispone de un sistema de
información bibliográfica que oriente y ahorre esfuerzos (más del 90% de los libros carecen de una
recepción mínimamente adecuada); disminuye, por razones de la cultura de masas, el valor
atribuido a la lectura; no procede, con la rapidez debida, la actualización tecnológica, y así
sucesivamente.
¿Cómo afecta la globalización los procesos de lectura? Es muy pronto para decirlo y el asunto es
de tal vastedad que sólo un insensato titularía una ponencia «Lectura y globalización». Sin
embargo, aventuro un bosquejo del tema:
Se perfeccionan o, si se quiere, se vuelven casi inapelables procesos ya advertibles desde hace
décadas; el primero, el avasallamiento de las industrias culturales de Norteamérica, que en
materia de lectura imponen (proponer sería un verbo de enorme modestia) dos grandes zonas del
consumo: los bestsellers (a tal punto identificados con los viajes, que si uno está en casa de
cualquier modo se abrocha el cinturón de seguridad) y la literatura de autoayuda o superación
personal.
Internet obliga a un mucho mayor ejercicio de la lectura, así sea fragmentaria y opuesta a las
prácticas antiguas de concentración, y también distribuye un cúmulo informativo desconocido y
abrumador. Por ejemplo, lo que hoy los interesados en el mundo entero conocen sobre Leonardo
da Vinci, el Opus Dei, los templarios, las sectas católicas, etcétera, se debe al éxito de El código Da Vinci, que remite a internet.
El lector se considera cada vez más representante de los lectores, debido al proceso que a todos,
en algún nivel, nos vuelve emblemáticos de lo global. Falta poco para escuchar en las reuniones:
«¡Qué global te viste!» o «De veras, no tenía idea de que fueras tan local».
Las industrias editoriales, por fuerza, tienden a integrarse a grandes holdings, y el gran mérito de
las editoriales pequeñas es y será convertir su resistencia en una alternativa institucional.
Se unifican de modo constante las visiones educativas y se globaliza el proceso de la enseñanza
superior. Eso no elimina las distancias históricas entre metrópolis y tercer mundo, pero sí las
aclara y, por así decirlo, quebranta las nociones deterministas. Las carencias científicas y
tecnológicas no describen mentalidad alguna, sino procesos del imperio, y la falta de proyectos y
de posibilidades en las naciones sujetas a su hegemonía o, mejor, dependientes de sus ritos de
pobreza.
El universo de la imagen, la iconosfera, desplaza en la vida colectiva al universo del libro. Y a esta
pérdida de centralidad me refiero en las notas siguientes.
***
Gracias a la lectura, cada persona se multiplica a lo largo del día. El impulso del personaje de un
relato, de una atmósfera literaria, de un poema, renueva y vigoriza las opiniones morales y
políticas, vuelve por una hora un poeta o un narrador al que complementa con imaginación lo
leído, ayuda a situarse ante el horizonte científico o social, vigoriza el sentido idiomático. Así sea a
contracorriente de algunos textos, la lectura es el ingreso a la racionalidad, la fantasía, la grandeza
de los idiomas, el don de extraer universos de la combinación de las palabras. Lo afirma Borges,
que ya lo dijo todo con tal de volvernos su sistema de ecos: «No vivo para leer, leo para vivir».
***
¿Ha disminuido el hábito de la lectura? Tal vez sí, y uso el tal vez porque según mi experiencia,
antes tampoco se leía mucho. Y el analfabetismo funcional se expande por razones diversas, que
incluyen la falta de hábito social y familiar de la lectura, el desinterés de los gobiernos, la ausencia
en la educación básica de la recomendación de libros, la decisión (involuntaria) de considerar
bibliotecas y librerías espacios hostiles y extraños (en México, en 2001, el director del Instituto
Nacional de la Juventud declaró que el aumento del 15% del IVA a los libros serviría, ya
reconvertido ese dinero en bibliotecas, «¡para que ningún joven tenga que entrar a una librería!»).
Y la causa mayor es la competencia abrumadora de la iconosfera, del universo de imágenes. Con
todo, se sigue leyendo porque sin el aprendizaje del lenguaje y sus recursos en distintos niveles, no existe la articulación social.
***
Muy poco se consigue si se quiere obligar a la lectura a las personas o a las comunidades. Sí hay tal cosa, como la vocación lectora y los estímulos, y las incitaciones al libro algo consiguen, pero no milagros, en el estilo de «Una mañana Gregorio Samsa despertó y comprobó que había leído de principio a fin la Encyclopedia Britannica». Se pueden multiplicar las ofertas y el acceso a los libros, pero los grandes lectores, los lectores profesionales, por así decirlo, seguirán siendo minoría.
Por lo demás, se modifica el acercamiento a la lectura. El libro ya no es un signo irrestricto de
autoridad, no en Latinoamérica, desde luego, donde si alguien quería leer la Biblia requería hasta
hace medio siglo los «intérpretes calificados», que evitaban los «extravíos». La cultura fílmica es
hoy otra ruta formativa y lo visual se propone como la vía mayoritaria. Sin embargo, nada
remplaza ni puede remplazar a la lectura en lo tocante a la comprensión de la historia, la sociedad
y los seres humanos, a la estructuración lógica del conocimiento y al simple hecho de la
comunicación inteligible.
***
A la pregunta del aporte de los libros a los niños y los jóvenes, la respuesta obligada debe ser:
«Que cada uno responda». No conozco otra mejor. La persona que se entusiasma ante un libro
está al tanto de uno de los aportes de la lectura y no necesita más explicaciones. Por unas horas,
esas páginas le modificaron la vida y lo hicieron distinto. ¿Qué más se quiere que la pérdida
legítima de identidad durante un tiempo de hechizamiento? Si uno al leer no es otro y no es otros,
no es nadie.
***
¿Humaniza la lectura? La pregunta es una trampa heredada del tiempo de la superioridad
indiscutible de los letrados y, de manera más enfática, del clasismo de las élites, que se burlan de
los analfabetos porque éstos no logran, como sí lo consiguen quienes los desprecian, renunciar al
placer de la lectura. Y si los que se abstienen no se deshumanizan, los lectores tampoco se
humanizan por el mero hecho de serlo, porque la ventaja de frecuentar lo impreso no consiste en
la superioridad sobre los demás (imposible de obtener por un mero ejercicio óptico), sino en el
cambio interno; en la certeza de que uno ha sido mejor que de costumbre mientras lee, y volverá
a remontar algunas de sus limitaciones cuando recuerde lo leído. Así por ejemplo, en materia de
clásicos —de El Quijote a Cien años de soledad, de la Divina Comedia a Residencia en la tierra—
sólo sus frecuentadores están al tanto de lo que se habrían perdido de no hacerlo. Y allí radica su
gran ventaja: en la celebración del tiempo ganado.
Ejemplifico de mala manera las maniobras de la superioridad instantánea de quienes dicen leer
sobre quienes manifiestamente no lo hacen. En 2001 el presidente de México, Vicente Fox, fue al
Segundo Congreso de la Lengua en Valladolid, España. Al leer su discurso habló del gran escritor
José Luis Borgues. El mundo ilustrado le cayó encima y aún persiste la burla, originada en un 99%
entre personas que jamás han leído a Borges, ni tal desmesura se proponen. Algo parecido a ser
moderno a costa de la edad media. Y don Vicente Fox coronó el episodio meses después. Al
preguntársele por las críticas recibidas, comentó: «Bueno, me atacaron muchísimo porque no
supe decir el nombre de un escritor. Pero cualquiera puede cometer un lapsus bilingüe».
***
¿Cómo se impulsa la lectura? Desde la fundación de las repúblicas, los gobernantes de
Latinoamérica ensalzan los libros en ceremonias escolares, se olvidan de los tímidos privilegios
fiscales, editan joyas o joyitas de la prosa y la poesía nativas (que se eternizan en las bodegas, esos panteones de la identidad nacional), y les rinden homenaje a los grandes escritores, en veladas donde los asistentes, con celo policial, alivian su aburrimiento contabilizando los signos del tedio del gobernante.
¡Qué tipazo es el presidente! ¿Ustéd cómo domeñó sus bostezos?
¡Ah! Y de vez en cuando se lanzan campañas de animación, como la del PRI en la década de los
años setenta, que mandó imprimir miles de pósters: «Hidalgo, un mexicano que aprendió a leer a
tiempo / Juárez, un mexicano que aprendió a leer a tiempo / Zapata, un mexicano que aprendió a
leer a tiempo»… A tiempo de entrar a la historia, uno supone, para descifrar la escritura en la
pared, y no mucho más.
¿Qué han leído los gobernantes? En principio, casi nada, porque no disponen de tiempo. Si acaso,
leyeron o ya leerán, lo que comprueba la calidad de sus improvisaciones. Antes, se recordaba lo
leído durante la etapa estudiantil, y eso con el fin de asombrarse a sí mismos. ¿A qué hora se lee y para qué? Doy un ejemplo, para mí, relevante.
A un político del Partido Acción Nacional (de laderecha mexicana), Carlos Medina Placencia, un periodista le pregunta: «¿Qué lee ahora, senador?». Responde: «Nada, porque me cambié de casa y tuve que meter mis libros en cajas».
Nuevo interrogante: «¿Y hace cuánto se cambió de casa?». Contestación elocuente: «Hace como
ocho años». Además, es notoria en todos los dirigentes de la vida pública, eclesiásticos y
empresarios entre ellos, la ausencia del vocabulario proveniente de la lectura; Ludwig
Wittgenstein lo definió en forma memorable: «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi
mundo». Digo la frase y visualizo a la clase dirigente latinoamericana, y no sólo a ella, encerrada,
previo ángel exterminador, en el aula de aquel distante y cercano sexto año de educación privada.
A los políticos, los mercadólogos (los nuevos poderes tras el trono) y los asesores de imagen (el
nuevo trono) les aconsejan: «No se alejen de su electorado,/ eviten las palabras domingueras,/ no
envíen a sus oyentes al lugar más alejado del mundo, el diccionario». Y el consejo culminante:
«Hablen como la gente de la calle», como si pudiesen hablar de otra manera. Sin embargo, el
problema central de la capacidad tan menguante de la comprensión se halla también, y muy
primordialmente, en varios temas.
***
Afirma George Steiner: «Leer bien es arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nuestra identidad,
nuestra posesión de nosotros mismos (…) Quien haya leído La metamorfosis, de Kafka, y pueda
mirarse impávido al espejo será capaz, técnicamente, de leer la letra impresa, pero es un
analfabeto en el único sentido que cuenta».
Escribió Alfonso Reyes: «Estamos tejidos en la sustancia de los libros mucho más de lo que a
simple vista parece. Aun los rasgos más espontáneos de nuestra conducta y aun nuestras más
humildes palabras tienen detrás, sepámoslo o no, una larga tradición literaria que viene
empujándonos y gobernándonos». Lo dicho por Reyes es innegable hasta cierto momento; luego
un círculo de fenómenos (la desaparición gracias a la telenovela del antiguo lenguaje del
melodrama, tan armado en la retórica de las crispaciones; la preeminencia de los cómics, el gran
instrumento de la alfabetización de masas; el desvanecimiento del sitio central de la poesía; la
erosión de la lógica en el sistema universitario y en la formación del conocimiento y, sobre todo, el
culto a los fragmentos y el relegamiento de las visiones de conjunto) garantizan lo que en un
primer momento podía calificarse de «actitud distraída», que es, en rigor, la incapacidad de
concentrarse culturalmente por el abandono o el desconocimiento del pensamiento abstracto y de
los referentes culturales.
***
El plurilingüismo no va a la par de la democracia. Si las élites latinoamericanas reciben el siglo XX
hablando francés, lo despiden «en inglés», por lo común con el vocabulario mínimo, el que les
hace leer a saltos The New York Times, Time Magazine, Newsweek, los servicios indispensables de internet, algún bestseller de Stephen King o de Tom Clancy (o los relevos en la lista de The Top
Ten) y los libros de su especialidad, nunca demasiados. Y lo usual, en todas las clases sociales, es detenerse en el inglés comercial, laboral y técnico. Y, ni modo, en el spanglish de la clase dirigente, el único idioma del que algo se percibe es el español.
***
En la parte cercana a los seminarios y a la erudición, la derecha latinoamericana dispuso de un
pasado bibliófilo; ahora la modernidad les reduce el espacio de credibilidad y, además, no les deja
tiempo para leer, sólo para inmovilizarse ante la televisión.
En la izquierda partidaria el antiintelectualismo se expresa por la devoción a la praxis, o, lo más común, por la burocratización de la idea de la praxis. Lo que no es acción es traición, y hay que enviar la invitación a la toma de conciencia con copia para las autoridades. Y la derecha, por otra parte, se especializa en su aversión a las audacias artísticas, lo que los lleva a censurar exposiciones, obras de teatro y películas. Por lo común, la secularización de las sociedades los obliga a retroceder, pero jamás desisten.
Resultan un tanto desalentadoras las campañas gubernamentales «en favor de la lectura» (frase
usada hasta el cansancio en México). Desde hace medio siglo en el mundo son excepciones los
dirigentes de toda índole formados en la lectura. Recuerdo ahora la campaña del candidato
Vicente Fox. En un encuentro en el Polyforum con intelectuales y artistas, Fox se sinceró: «A
diferencia de ustedes, que se formaron leyendo libros, yo me formé viendo las nubes». ¿Cuántos
altos dirigentes podrían decir lo mismo? El presidente Bush tal vez no.
Él se formó invadiendo las nubes.
El alejamiento orgánico de la lectura de parte de la clase gobernante ha tenido, entre otros, un
costo: la ausencia de medidas de protección. A diferencia de los gobiernos de España, al tanto de
las ventajas de una política fiscal que aliente a las editoriales, los gobiernos en América Latina
suelen presionar por más impuestos a libros y editoriales, sin la mínima visión de conjunto del
asunto. Mi chovinismo me lleva al ejemplo del secretario de Hacienda de México, Francisco Gil
Díaz, que al defender sus cargas impositivas acusa a los intelectuales de no haber conseguido que el pueblo lea, y concluye heroicamente: «Lo único que se lee en México son cómics
semipornográficos». Y sus acciones no le acarrean costos políticos porque en materia de lecturas
cada quien se conforma con reiterar sus promesas íntimas: «El año que viene sí termino de leer
este soneto».
Educación y lectura
La masificación de la enseñanza tiene consecuencias positivas en lo cultural. En América Latina hay cientos de millones de estudiantes, de educación primaria a posgrado, y si en relación con otros países es aún insuficiente el número de inscritos en la enseñanza superior (o postsecundaria, como sugería Octavio Paz, no sé si malévolamente), las cifras son altísimas de cualquier modo.
¿De qué se habla cuando se anuncia la «catástrofe educativa»? De varios procesos simultáneos:
La incapacidad de las escuelas públicas y privadas de actualizar los métodos de enseñanza (y la
falta de recursos para implantar adecuadamente la informática en la enseñanza pública).
La distorsión de las dificultades de la literatura. «No entiendo poesía, se me hace muy difícil».
La identificación entre lectura y compromisos de adquisición del título universitario.
La deserción sistemática de los obligados a trabajar o, seré más específico, a buscar empleo; el
crecimiento de la población escolar y la disminución constante de recursos del Estado en el caso
de escuelas públicas.
El fin de la creencia en las bondades providenciales del título universitario (ya no es cierto el dicho
antiguo: «Cada abogado trae su pan»).
La falta de previsión en lo tocante a la relación entre universidades y mercado de empleos.
La conversión de la globalidad en religión civil, adorada en abstracto.
La absoluta falta de planeación. Así por ejemplo, la carrera de más acelerado desenvolvimiento en
América Latina es ciencias de la comunicación o de la información, poblada de ansiosos de
aparecer en televisión, o de «manipular a las masas» (de seguir así la explosión demográfica de
esta carrera, se verá el caso insólito de las masas manipulando a las masas). Y la mercadotecnia es la nueva carrera universitaria de crecimiento veloz.
En la educación pública la burocracia se expande, son lamentables los salarios de los profesores,
las instalaciones son ruinosas y los planes de estudios se improvisan cada tres años. La educación privada no está mejor, instalaciones aparte en algunos casos, pero sus egresados sí disponen de más seguridades, o de alguna; por eso en México a la carrera de administración de empresas se le dice «administración de herencias». Así, no obstante la masificación de la enseñanza, los sistemas educativos no han variado en lo básico porque la tecnología deja muy atrás a la pedagogía y no hay suficiente dinero para la actualización tecnológica.
De la lectura como privilegio óptico El deterioro del proceso educativo amengua considerablemente la puesta al día cultural.
En la década de los años setenta se creyó posible o se quiso creer que en América Latina había cientos o miles de millones de estudiantes en la lectura. No hay tal por razones diversas, entre ellas la inexorable: en cualquier sociedad sólo una minoría lee, y su proporción jamás crece al ritmo exacto de la demografía. Lo usual es el consumo de unos cuantos libros (por lo común entendido como cumplimiento de tareas de clase) y abundan las copias xerox. El grado xerox de la lectura.
Sí, es muy importante el volumen de ediciones del Estado y las universidades (absolutamente
desinteresadas en los asuntos de la distribución), pero tampoco son menospreciables la desidia y
la hipocresía. ¡Ah, esas quejas a gritos de lo caro del libro de quienes jamás protestarían por el
costo de las bebidas!
El acercamiento a la lectura sólo por obligación desemboca en las «generaciones fechadas» de
profesionistas, de los que es posible saber, con exactitud pasmosa, sus años de universidad y de
posgrado por las referencias bibliográficas en su conversación. Y el fenómeno se agrava con la
inexistencia de un sistema de bibliotecas digno de tal nombre. Son varias las bibliotecas de Estados Unidos y Europa que tienen más volúmenes que todas las de México juntas (lo anterior no me convierte en fetichista de las bibliotecas).
Pudo y puede ser de otro modo, pero en América Latina nunca se le ha reconocido provecho
alguno al acto de leer, calificado de «obsesión de grupos»; algo semejante a la Marca de Caín, el
mismo que no acompaña a Abel por estar ante un libro. Leer «está bien» si se viaja en avión, si se
está enfermo, si se convalece o si se requieren temas de sobremesa. Hasta allí. Y con esto pierde la sociedad, al abandonar una de sus ventajas primordiales: la lectura como estructura personal del conocimiento. El que no lee se acerca a las ideas con miedo, rechazo previo, encono o veneración parroquial; el que lee puede hacer eso mismo, pero es menor el número de probabilidades.
Desde los años setenta, y el fenómeno es internacional, se renunció en la enseñanza elemental de
América Latina a la memorización de fechas, poemas, procesos, y sólo se ha conseguido potenciar la amnesia de lo jamás aprendido. Y no se impulsa la lectura desde las instituciones educativas, ya que, en el fondo, no creen posible animar a los estudiantes a hacer lo que los funcionarios desdeñan.
Este es el mensaje, no tan oculto: «Lee este libro en memoria de lo que nunca hojearás o vislumbrarás siquiera». La mayoría abandona su proceso educativo en el sexto año de primaria y
otro porcentaje importante lo hace en el ciclo secundario; quienes prosiguen no suelen ver en la
lectura un instrumento del desarrollo personal, sino un rito de tránsito. El proceso es más o menos
el siguiente:
Los profesores de primaria y secundaria leen poco porque el salario no les alcanza y, por eso, no
transmiten lo que no poseen: el placer de la lectura.
Los maestros de enseñanza media y, con frecuencia, de educación superior, no leen porque sus
sueldos no lo permiten, y muy pocas veces las bibliotecas de sus instituciones tienen el acervo
conveniente.
Ergo, los maestros transmiten su moraleja de múltiples formas: el libro es prescindible, ya que a
mí, el maestro, no me impulsó en la vida, y a ustedes, los alumnos, los llevará, si no se cuidan, a
ser profesores.
Sé que generalizo, sé que no generalizo. Al tema, siempre que aparece, lo acompaña la solución:
formar a los lectores desde la niñez. Pero, en la práctica, la apatía es notoria y es la minoría
previsible la que lee desde siempre.
«Me gusta leer de noche para combatir el insomnio»
El analfabetismo funcional es sin duda la relación dominante con la lectura. Hay una impresión
dominante: leer es dejar de ver lo interesante, leer es renunciar al ejercicio de la vista. Las madres
exclaman al ver al hijo o a la hija leyendo: «¿Qué haces allí sentadote? Ponte a hacer algo útil».
Por lo común, se leen los textos que nada más exigen la atención distraída y fragmentaria, o el
apego devocional a falsos catecismos (la literatura de «autoayuda»).
En América Latina, los prestigios literarios suelen darse por fe y no por demostración. El atractivo hipnótico de la tecnología auspicia generaciones de lectores que no se reconocerían como tales.
La literatura del self help o de autoayuda pertenece al territorio de las generaciones, ya sin el
menor sentido de culpa respecto a sus deberes hacia los libros. Los libros de superación personal
son el mejor ejemplo de lo que se lee contradiciendo las tradiciones de la lectura, y son también
un regreso al ámbito del Catecismo del padre Ripalda en su versión triunfalista. Un ejemplo: P.:
¿Qué es el éxito?
R.: La única meta digna de obtener en la vida.
P.: ¿Dónde está el éxito?
R.: Al alcance de la voluntad de la persona y de su capacidad para conseguirlo en diez lecciones
fáciles.
P.: ¿Dónde se inicia la búsqueda del éxito?
R.: Ante el espejo, asegurando que el rostro tiene una expresión decidida.
La lectura de los alejados de los libros. Pero éstos, ¿qué leen en rigor? Además de lo evidente
(cómics, periódicos deportivos, libros de autoayuda o de superación personal, textos religiosos,
divulgaciones de historia nacional e internacional, manuales de la especialidad), leen a través de
los diálogos del cine y la televisión (donde el sustrato literario se desvanece), de los mensajes
religiosos (amenazados cada vez más por la mercadotecnia), de la publicidad, del habla de los
cómicos televisivos.
Del Mercado del Libro
¿Cómo se forman, se amplían o, de ser el caso, se reducen las generaciones de lectores, las hoy
llamadas escuetamente el Mercado del Libro? La pregunta surge de un proceso marcado por la
crisis de la industria gráfica y la industria editorial, la captura creciente de los puntos de venta por
libros que sólo lo son en apariencia (esoterismo, consejos para obtener éxito instantáneo,
etcétera), las inmensas dificultades de distribución y la carencia (histórica) de proyecto cultural de
las instituciones gubernamentales, carencia que los programas más ostentosos no resuelven. Que
el problema es grave lo exhiben las declaraciones extremistas.
En 1992, Jaime Labastida, director de Siglo XXI, fue categórico: «Lo que hace falta no son campañas de promoción de la lectura, ni que los libros tengan mejores precios, ni tampoco que existan más bibliotecas y librerías.
No necesitamos este tipo de estímulos porque los estímulos son mentales. Cuando hay verdadero
interés, la actividad de la lectura se desarrolla por sí misma» (El Universal, 28 de diciembre de
1992).
En su énfasis, Labastida se acerca un tanto a la tesis macluhaniana del fin de la era de Gutenberg:
«La palabra escrita para efectos de diversión, como la novela y el relato, ha cedido mucho espacio
a otras formas de entretenimiento, como el cine y la televisión; incluso el cine destruyó de manera
completa la actividad teatral y ahora la televisión está destruyendo el cine (industria que ahora
también se encuentra en crisis) y a la palabra escrita».
La noción un tanto vaga de «estímulos mentales» y la síntesis del panorama, desoladora o defoliada, requieren explicación y matices. Ni el cine destruyó «de manera completa» la actividad teatral, que continúa incesante, aunque en graves dificultades económicas, ni la televisión está destruyendo (modificando sí) al cine, ni la palabra escrita ha perdido lo esencial de su impulso extraordinario. Y en cuanto a «los estímulos mentales», de ser éstos los que imagino, surgen de factores muy variados: las tradiciones de familia y comunidad, la vida estudiantil, las redes amistosas, las modas, las tendencias místicas y paramísticas, los deseos de superación, los descubrimientos personales que, como sea, en ese azar que nunca lo es tanto, necesitan bibliotecas, precios accesibles que persuadan a los lectores de mínimos recursos, campañas permanentes de incitación a la lectura, sistemas eficaces de distribución de la vasta y nunca muy distribuida producción estatal, etcétera. Los métodos —si se quiere convencionales— de acercamiento al libro distan de haberse agotado, entre otras cosas porque nunca se han intentado de manera rigurosa y sistemática, pese a la abundancia relativa de ediciones de libros de calidad que no contrarrestan la falta de proyectos nacionales, la abundancia burocrática y la sujeción de todos los planes a los relevos de gobierno.
Es notorio el sitio ínfimo que el Estado y la sociedad le conceden a la lectura. Al respecto, Octavio
Paz declaró: «Los escritores mexicanos trabajamos en condiciones particularmente  esventajosas:
nuestra industria editorial es raquítica, las ediciones son ridículas por lo que se refiere al número
de ejemplares, y aun así penetran muy difícilmente en un público que no lee. Y no lee porque no
se ha inculcado en los hogares, ni en las escuelas, el amor a la lectura. La indiferencia ante el libro, general en los pueblos hispánicos, se convierte entre nosotros en una suerte de horror. Para la mayoría de nuestros compatriotas leer un libro es una excentricidad, una curiosidad psicológica
que colinda con la patología. Esto ha sido el resultado de años y años de ruidosas campañas de
alfabetización» (La Jornada, 16 de enero de 1993).
La descripción de Paz no es justa. Las campañas de alfabetización han sido importantísimas y el
desbordamiento de la enseñanza media y superior ha disminuido el antiintelectualismo en la
sociedad (hoy, el libro es objeto de reconocimiento, en actitudes que van del respeto al
fetichismo). La nueva generación de lectores aprovecha los resquicios de las oportunidades, y se
hace presente en bibliotecas estatales, municipales y universitarias, cadenas de préstamos,
fotocopias, búsquedas de saldos. El libro ha llegado errática pero significativamente a sectores que
antes lo ignoraban, que si se inhiben ante los precios es por la ausencia del hábito social que
considere productivo el gasto económico en un objeto de conocimiento. Los gobiernos, en
Saturno, les atribuyen (si algo reconocen) a los rezagos del pasado y la economía mundial la falta
de lectura, o la ven como el pago del presente por el bienestar de las generaciones futuras: «Tus
nietos gozarán, viajarán, dispondrán de ocios creativos y leerán gracias a tus sacrificios».
***
En materia literaria, está desapareciendo la provincia, en el sentido peyorativo del término. La
sigue habiendo en materia de producción y distribución de libros, pero el nivel es semejante, y el
conocimiento instalado de los escritores ya no difiere sensiblemente. El criterio de ventas no es de
modo alguno sinónimo de calidad, pero tampoco, como lo han probado Rulfo y García Márquez,
de falta de calidad. Y se han desvanecido las viejas oposiciones: nacionalismo / cosmopolitismo;
alta cultura / cultura popular; tradición / modernidad, antinomias que se reformulan muy de otra
manera.
¿Cuántos lectores quedan?
¿Qué significa la escasez de lectores y cuáles son sus causas?
Entre ellas están:
El peso, tan señalado, de las rutinas televisivas. En la primera mitad del siglo, al menos en las
clases medias, aunque también en sectores obreros, el periódico forma parte de los hábitos
hogareños, y el civismo de los niños se inicia al oír a sus familiares discutir interpretaciones y
noticias como parte de su vida cotidiana. Esto ahora sólo ocurre excepcionalmente durante los
noticieros televisivos, y en lo tocante a la prensa, se confina a los escándalos. El morbo sí es pasión genuina de los lectores y los divulgadores de lo leído a medias.
Se busca complacer de modo primordial al «lector real o posible», superficial en extremo,
descuidado, atravesado por el rencor social, que satisface sus demandas noticiosas al revisar las
cabezas de los periódicos. Y los periódicos latinoamericanos, pese a su genuina vocación
internacional, se desentienden del lector ideal, que es, en síntesis, el que de verdad lee los
periódicos, y responde de manera crítica y desde posiciones comunitarias a la noticia y sus
interpretaciones.
Las dificultades adquisitivas se acrecientan. La lectura se encarece y se «privatiza», y el problema
se acentúa por la escasez de bibliotecas públicas. Falta hablar de las tecnologías que hoy se
proponen como remplazo del libro. Su potencialidad es asombrosa, y muy probablemente
determinarán los procesos de la enseñanza. Pero en la medida en que un niño o un joven o una
persona adulta se encuentre con objetos poblados de signos descifrables, de los que extrae
conocimientos sobre el ser humano, información, deleite, sentido del humor, gozo y cultivo del
idioma, en esa medida la resurrección se garantiza.
La desconfianza casi instintiva ante lo afirmado en diarios y revistas, lo que se complementa con
la credulidad casi instintiva ante los frutos del sensacionalismo. No se cree en la manipulación
gubernamental, que usa las ocho columnas como cripta a perpetuidad del presidencialismo; se
cree con fervor en las noticias que tienen la apariencia de rumor («¿Ya leíste eso? Parece como si
te lo estuvieran diciendo»). Así, los lectores sistemáticos se reducen en cada ciudad a la minoría
que lee dos o tres diarios (la excepción serían aquellos dedicados al deporte y los que satisfacen
una idea antigua de pueblo: «Colectividad que sólo cree en el crimen, el deporte y el
espectáculo»).
Según Piso, una valoración internacional de niveles de entendimiento, la capacidad de captar lo
esencial de los textos no es lo más notable de América Latina. Se lee, pero se han perdido
muchísimos niveles o asideros de comprensión.
Derechos de los lectores
Los derechos de los lectores distan de estar garantizados en la mayor parte de las publicaciones
que, por lo demás, ni siquiera los consideran. Esto se debe, entre otros motivos, a:
El criterio cortesano que jerarquiza las noticias (primero, lo que le interesa al gobierno; ya
después, si hay espacio, lo que le interesa a la sociedad).
El desinterés ante el seguimiento de noticias de importancia. Al principio, son hechos
excepcionales; luego, son situaciones anticlimáticas. Gracias a tal estrategia, a casi todas las
publicaciones sólo les interesan las noticias que surgen porque sí y desaparecen acto seguido.
La idea dominante, no por jamás verbalizada menos actuante, del rango secundario de lo escrito,
relegado por lo televisivo.
La lectura sigue siendo un acto profundamente personal. Y al Estado y la sociedad les corresponde
crear las condiciones para que quien lo desee tenga a su alcance las facilidades o las
oportunidades para ejercer como lector, rango nada menospreciable de los placeres de la subjetividad. ¿Una conclusión? Tiré mi corazón al azar y me lo ganó la lectura.
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