Marianne Moore: una antipoetisa en Nueva York
Eve Gil
La Jornada Semanal
De formación científica (era bióloga), la obra de esta poeta nacida en Misuri, en 1887, llamó la atención de Ezra Pound y de T. S. Eliot, quien la animó a publicar su primer libro allá por el año 1921. Fue ganadora del Pullitzer con ‘Collected poems’ (1951), del Premio Nacional del Libro (1952) y el Bollingen en 1953. “Más que recrear el mundo, crea otro a la medida de su perenne ejercicio de observación”, se afirma aquí respecto a su obra. Murió en Nueva York en 1972.
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I
LA POESÍA DE Marianne Moore es un regalo. Uno elusivo que se da a desear. Infelices quienes se dieron por vencidos a la primera y concluyeron, apresurados, que lo de esta mujer no era poesía sino ciencia. No es casual la aseveración de los críticos respecto a que la poesía de Marianne era como un cuadro de Picasso. Pero con el mismo orgullo que debe haber experimentado Arturo al arrancar la espada de la piedra, el poeta W. H Auden terminó ponderándola cuando, tras mucho insistir, consiguió penetrar la belleza de sus versos, en efecto nada dóciles, y es que, según Auden, le costaba trabajo “escuchar” aquella poesía: “un verso silábico como el de Moore, que ignora los pies y los acentos para fijarse exclusivamente en el número de sílabas, resulta muy difícil de percibir para el oído inglés”.
Y continúa el gran poeta, no del todo repuesto de su desconcierto: “Antes de toparme con la poesía de Marianne Moore, conocía bien los experimentos silábicos de sucesión regular de versos de seis o doce sílabas. En cambio, un poema típico de Moore se compone de estrofas con versos que oscilan entre una y veinte sílabas. Marianne Moore es la única, junto con Emily Dickinson, que ha merecido un apelativo, quiero suponer, elogioso: “antipoetisa”. En el caso de Marianne obedecería a más de una causa. No escribe sobre asuntos que normalmente atañen a la poesía. Su pensamiento científico concilia admirablemente con su amor por la literatura y la lleva a crear algo único sin prescindir de precisión ni de emoción… porque otra cosa que caracteriza a su escritura es una perfección formal algo tajante pero no por ello inexpresiva: “El humor evita algunos pasos, evita años. Sabio/ modesto, inconmovible, y todo emoción,/ tiene un vigor inagotable/ capacidad de crecer,/ aunque hay pocas criaturas más capaces/ de acelerarnos la respiración y ponernos erguidos.” (“El pangolín”, Qué son los años, 1941)
Otra cosa en la que Auden hace hincapié es en la rectitud e integridad de Marianne. Ejemplos de que dichas características no son inherentes al talento, los hay de sobra. Pero una poeta sin tales virtudes, insiste Auden, no habría podido escribir precisamente ese libro, “la clase de libro que yo leo”: “Leyéndola se advierte bondad de corazón… si la bondad, como yo y muchos creemos, tiene relación con la observación minuciosa del otro… de los otros.” Su discurso, todavía menos pesimista que crítico, expone el dolor intrínseco ante el sufrimiento de quienes no son como los demás… quienes no son los demás. “Los otros”, los esclavos negros, la bestezuelas en especie de extinción, los héroes de guerra que honran sus cicatrices pero renuncian a corromperse. Exuda en todo momento la elegancia de la lágrima contenida, del que no por reflexivo es incapaz de abrazar con ternura. No es la de Marianne Moore poesía sentimental ni sensiblera, y sin embargo se guía por el amoroso impulso de exhibir, bellamente, el dolor que nadie quiere ver, “La belleza es imperecedera Y el polvo pasajero.”
Se sabe que nació en Kirkood, barrio periférico de St. Louis (Misuri), el 15 de noviembre de 1887. Para cuando llegó al mundo, segunda de dos hijos, su padre, el inventor e ingeniero John Milton Moore, acababa de sufrir una crisis nerviosa que obligó a la madre, Mary Warner, a hacerse cargo. La futura poeta pasó los primeros años de su vida en la casona del abuelo materno, el reverendo John Riddle Warner, quien fungía como ministro prebisteriano de Kirkwood, donde el abuelo del poeta T. S. Eliot era pastor de la Iglesia Unitaria. Poco es lo que convive Marianne con su abuelo, pues muere poco antes de ingresar ella a la escuela. Una vez más se traslada junto con su madre y hermano a Carlisle, Pensilvania, donde es matriculada en el Metzer Institute. Aunque muchos insisten en que arte y ciencia son irreconciliables, Marianne afirmó muchas veces que de no haber estado en un laboratorio la mayor parte de su vida, jamás habría sido poeta… no la que fue.
II
EN EL BRYN Mawr College, de Pensilvania, donde se formó como científica, asistió a cursos de creación literaria. Allí la joven Moore se sumergió en el estudio de estilistas del siglo XVII –Bacon, Browne y Hocker–; de los ritmos de la Biblia King James, las estrategias de la retórica clásica y el sermón. Durante sus años en Bryn Mawt, absorta acaso en comprender el mundo a través del microscopio y de los libros, simultáneamente, Marianne dejó pasar a su celebérrima condiscípula H. D. Doolittle, que sin embargo estaba destinada a ser su primera editora y mejor amiga de la madurez, quien a su vez recibía asiduamente a otros dos que Marianne tampoco vio: Pound y William Carlos Williams. Las relaciones públicas no eran su fuerte.
Apenas licenciarse en Bryn Mawr, Marianne se inicia formalmente en la escritura. The Atlantic rechaza uno a uno sus poemas “cerebrales” y
en última instancia decide solicitar empleo, sin éxito, en la revista Ladie´s home journal, donde no entendieron que tendría que hacer allí una bióloga. Se resigna a integrarse al cuerpo académico de la Indian School de Carlisle, Gracias a un viaje emprendido con su madre a Inglaterra y a Francia, se amplían las miras de la joven. Su destino final e ineludible: Nueva York, donde no demoraría en involucrarse con la actividad literaria y crítica de la ciudad, llamando la atención de grandes poetas, entre ellos Pound y Williams, mismos a los que ignoró en la universidad, iniciando con ambos un intercambio epistolar que en el caso de Pound no cesaría ni durante el encarcelamiento de éste. Lo que más les atraía de la poesía de Marianne era su originalidad, que algunos llamaron “ruptura”. Más que recrear el mundo, crea otro a la medida de su perenne ejercicio de observación. No uno radicalmente distinto, sino ése que no nos hemos detenido a observar, que no hemos visto en realidad. El quid de su poesía: “jardines imaginarios con sapos de verdad”. A la usanza de los personajes de Henry James, autor que la obsesionaba, nos dice Olivia de Miguel, Marianne se reserva sus sentimientos porque tiene demasiados, aunque tampoco podemos calificarla de “poeta contenida”, pues en ella la emotividad alcanza su máxima expresión en la descripción de los detalles: después de todo, la página en blanco no es un estadio de béisbol. A quienes le echan en cara haber desterrado el sentimiento amoroso de su poesía, Marianne Moore parece responderles, no sin ironía: “Si me dices por qué el pantano/ parece infranqueable, entonces te/ diré qué pienso que/ puedo atravesarlo si lo intento.” (“Puedo, podría, debo”, (“Oh, ser un dragón”, 1959).
Otra característica muy evidente de la poesía de Marianne es la intertextualidad que en cierto modo honra a la poesía con la que supuestamente ha roto vínculos: la romántica. Lo mismo echa mano de versos o fragmentos de grandes autores –poetas y novelistas– que de las líneas de algún artículo, incluso de conversaciones privadas, las cuales entrecomilla: “Uno de los efectos de la intertextualidad –explica De Miguel– consiste en preservar el texto antiguo en la nueva obra; pero en Moore lo citado se integra al nuevo texto y modifica sus viejos valores ofreciendo otros nuevos”. No busca ecos, a diferencia de Eliot o Pound, sino una resignificación, una apropiación que le permite equilibrar, a través de contrastes, su pensamiento con un precedente. Suzanne Clark, quien estudió el rechazo de los modernistas hacia lo sentimental, observó en Marianne un manejo muy distinto de la misma negación: el empleo “democrático y antijerárquico” de las citas, de tal suerte que en su poesía esas voces anónimas entrecomilladas, entre las que destacaban dichos de su madre que Marianne recopiló en una libreta, pueden confundirse con Emerson, Tolstoi, Plinio o Henry James, sin que el más avezado lector apenas lo note. Forjó su prestigio como poeta a través de las revistas. Su primer libro demoró en publicarse porque no se interesó en ello, como si se sintiera conforme con el nivel de reconocimiento logrado. Fue Eliot el primero en sugerirle editar una compilación de su obra poética, a través de una carta fechada el 19 de abril de 1921, a lo que Marianne respondió: “Su invitación me tienta, a pesar de que sé que no tengo nada que deba aparecer en forma de libro […] Pero tener amigos es lo más importante para mí, su aprobación es más valiosa de lo que puedo expresarle.”
Ese mismo años, sus amigas Winifred Elleman (Bryher) y H.D. Doolittle, la convencen de publicar en Londres su primer libro titulado simplemente Poems. Tres años más tarde, The Dial Press le editará el segundo, Observations, acreedor al Premio Dial. En 1925 ocupará la dirección de esa misma revista, cargo en el que permanecerá los siguientes cinco años, durante los cuales publica controversiales artículos de crítica sobre literatura y artes plásticas. Su tercer libro, Selected poems, no aparecerá sino hasta 1935. El también poeta Donald Hall (1928) afirma: “Cuando se aclama unánimemente a M. M. como una virtuosa de la técnica, no se dice lo más importante”, ¿y qué era más importante que eso, según Hall?: “Su vida de soltera impecable, sin amores conocidos y su resistencia a utilizar la pasión amorosa como material poético.” ¿Por qué imagino que Marianne, ataviada con alguna de sus corbatas, habrá leído estas afirmaciones con una sonrisa entre displicente y sobria en los labios?
Cuando se “jubiló” como editora, obtuvo el Pullitzer con Collected poems (1951), que a su vez se hizo acreedor al Premio Nacional del Libro (1952) y al Bollingen en 1953. Publicó finalmente una docena de libros de poesía, incluyendo uno de ensayos, poco conocido, Homage to Henry James y adaptaciones a tres cuentos de Perrault: “El gato con botas”, “La bella durmiente” y “La Cenicienta”. Marianne Moore nunca se casó y entre sus escasos tesoros figuraba una pelota de béisbol autografiada por Mickey Mantle. Jamás le preocupó ocultar sus “mundanas pasiones” a los “escritores atrapados por la reputación a la hora del té”. Fue mientras presenciaba un partido en el Yankee Stadium que sufrió el derrame cerebral del que ya no se repuso. Murió en Nueva York el 5 de febrero de 1972.