La Virgen de Izamal fue conocida por sus múltiples milagros, incluyendo ponerse mucho más pesada al intentar transportarla a Valladolid, pero principalmente por los viajes que hizo a Mérida, liberándola de varias epidemias y plagas de langostas.
Las imágenes devocionales están rodeadas de tradiciones y leyendas que validan su importancia, función y el papel sociocultural que juegan dentro de las sociedades que las custodian. El caso de la Virgen de Izamal, la imagen de mayor devoción en la península yucateca, no es la excepción; esta efigie que generó un culto de gran importancia desde finales del siglo XVI hasta nuestros días ha atravesado junto con el pueblo yucateco una serie de vicisitudes ante las cuales se ha ido adaptando, reinventando y transformando. Esto ha creado a su alrededor una serie de leyendas que nos permiten conocer la forma en que una imagen de devoción proporciona una respuesta social y psicológica que la lleva a convertirse en un icono de larga duración.
Introducción
La península de Yucatán es una región de gran riqueza cultural y religiosa. En los diferentes cultos a las imágenes sacras se pueden observar los matices que reviste la religiosidad popular; son devociones llenas de colorido y folklore que inundan las calles con súplicas, sonrisas, olores y sabores, todo alrededor de una imagen que se piensa y sabe milagrosa, donde las múltiples emociones acompañan a los fieles en su largo peregrinar con la simple finalidad de ver y sentir, de caminar entre los santos, cruces, cristos y vírgenes, para después rememorar durante los trances difíciles el hecho de que se ha estado en contacto con lo divino.
Ello nos lleva a preguntarnos hasta dónde una imagen religiosa provoca o evoca; aunque la respuesta a tal interrogante no es fácil, se puede considerar como una invitación a reflexionar sobre la importancia de estudiar la pervivencia de una imagen de culto activo, ya que al ser esta testigo de los procesos históricos de los hombres dan cuenta de la gran riqueza cultural e ideológica del pueblo que la custodia, llegándose a convertir en símbolo de identidad.
Recordemos que para los diferentes pueblos de la península yucateca, los santos, vírgenes y cristos no son sólo imágenes religiosas adscritas a una iglesia. Para ellos, son entidades cuyos límites van más allá de las ermitas, santuarios y templos, son miembros activos del pueblo, los más importantes, a los que se les rinde culto y respeto. No se trata sólo de figuras engalanadas con grandes ropones y suntuosos ornamentos, son considerados “hermanos”, “padres” y “madres”.
Por ello, el conducir la mirada hacia el estudio de las imágenes de culto nos permite analizarlas como sujetos alrededor de los cuales se crean, crecen, modifican, adaptan y permanecen tanto las devociones como los pueblos. Este interés por los cultos religiosos y el área maya me llevó a estudiar la efigie mariana más importante de la península de Yucatán: Nuestra Señora de Izamal, también conocida por sus devotos como Mama Linda. Un caso interesante del empleo y funcionalidad de una imagen que a partir del último tercio del siglo XVI ha sido objeto de un culto muy importante que abarcó desde la península de Yucatán hasta Tabasco, Chiapas y Guatemala, el cual pervive hasta la actualidad.
La Virgen de Izamal. Historia de una imagen y su pueblo
Su historia comenzó alrededor de 1560, con base en las crónicas religiosas de Bernardo de Lizana, Francisco Vázquez y Diego López Cogolludo.[2] Cuentan que en este año fue ordenada por fray Diego de Landa a fray Juan de Aguirre, imaginero de origen español, que en esa época representaba a la naciente escuela de escultura guatemalteca, misma que años después cobraría gran prestigio en todo el territorio novohispano (Lizana, 1995).[3] Se trataba de una imagen de talla entera, con ropaje estofado, de rostro color blanco, algo pálido, muy majestuoso y grave, con advocación de Inmaculada Concepción (Florencia y De Oviedo, 1995), tallada a semejanza de la denominada Virgen del Coro del convento de San Francisco de la ciudad de Antigua Guatemala.
Una efigie que desde antes de su llegada al modesto pueblo de Izamal manifestó su milagrosidad al no permitir que la caja en la que ella viajaba, ni los naturales que la cargaban, se mojaran durante todo el tiempo que duró su traslado a la que sería su casa: Izamal (Lizana, 1995). Aunque en la misma arca fueron dispuestas dos imágenes, una con advocación de Inmaculada Concepción y otra de Nuestra Señora de la Natividad —destinada al convento grande de Mérida—, no se dudó en atribuirle a la de Izamal tales milagros, dejando en claro que de las dos hermanas ella era la que realizaba grandes prodigios (Vázquez, 1944).[4]
Al poco tiempo de su arribo al pequeño pueblo de indios causó tal fervor que se creó un culto caracterizado por grandes peregrinaciones y procesiones realizadas en diferentes épocas del año, a las que asistían gentes de todos los grupos étnicos, clases sociales y regiones geográficas, por lo que pronto decidieron llamarle cariñosamente “Mama Linda”, por ser la madre de todos que no hacía distinción al socorrer a los necesitados.
Empero, la importancia de dicha imagen no sólo se fundamentó en estos favores que otorgaba, sino también en el hecho de que fue objeto de rivalidades y envidias por parte de las villas cercanas (Lizana, 1995).[5] Con los años, a esta dinámica se sumaron otras discusiones relacionadas con la importancia de los milagros y la relevancia que había cobrado dicha devoción que durante casi todo el virreinato se mantuvo bajo la custodia de la orden franciscana.
Muchos fueron los factores que influyeron en su auge, pero dos aspectos son los que sobresalieron: primero, durante tiempos prehispánicos, en esta ciudad existió un antiguo centro de peregrinación, elemento que muy posiblemente permitió la continuidad de prácticas religiosas desde inicios de la colonia, por parte de la población indígena de la zona y regiones aledañas. En segunda instancia, la majestuosidad del conjunto religioso cuya edificación, comenzada en 1553, constituyó una prueba de la ambición constructiva de los franciscanos, quienes concibieron a través de su arquitectura un símbolo de la nueva fe, edificada de manera simbólica, dramática y literalmente sobre las ruinas de las antiguas creencias (Bretos, 1992).
Aunque la tradición popular afirma que desde la llegada de la escultura de la Virgen el convento fue considerado santuario por las numerosas peregrinaciones que anualmente recibía desde finales del siglo XVI, fue sin duda en 1648 cuando se declaró a este sitio como baluarte devocional de la provincia de Yucatán, debido a la intervención de la Inmaculada Concepción de Izamal, para erradicar la epidemia de fiebre amarilla que había asolado la capital y numerosas poblaciones de la región. Al dar muestras de ser una gran intermediaria, los pobladores la consideraron como la imagen más milagrosa de la provincia, siendo éste el primer acto con el que la Virgen izamaleña afirmaría su importancia y poder al ser nombrada Reina y Patrona de Yucatán.
En el transcurso del siglo XVII, los continuos actos de fe llevaron a la construcción de una historia devocional rica en milagros y tradiciones, alejada de las imágenes aparicionistas que en ese momento abundaban en el territorio de la Nueva España. Pronto, la Virgen Inmaculada de Izamal se convirtió en un icono alrededor del cual se manejaron relaciones de poder político, religioso, socioeconómico y simbólico, tanto para los regulares como para los grupos mayas de la península de Yucatán (Medina y Quiñones, 2006).
Sin embargo, para consternación de sus devotos, la milagrosa imagen quedó reducida a cenizas tras un incendio acaecido en el viernes santo de 1829, dejando al pueblo desolado ante tan lamentable pérdida. Gracias a un documento denominado Diligencias practicadas a consecuencia del incendio acaecido en la iglesia parroquial de Izamal, fechado pocos días después del siniestro, tenemos noticia de que la respuesta del gobierno eclesiástico del obispado de Yucatán fue rápida, al destinar dinero para reponer la imagen con “otra de igual o mejor escultura” que la que se había perdido aquella madrugada fatídica; a la par que pedían a la feligresía que buscase consuelo en la Virgen María, enfatizando que sólo se había perdido el receptáculo (AGN, 1829, BN, vol. 157, exp. 7: 28).
Pese a la sugerencia del obispado, cuenta la tradición oral que la población peninsular pronto se dio a la tarea de encontrar una digna sustituta. No buscaban remplazarla con otra imagen, su deseo iba más allá de la materialidad de una simple escultura: ¿qué mejor que sustituirla por su hermana?, ya que ¿quién entendería mejor que ella el dolor de su pueblo y aceptaría prestarle su cuerpo a la Madre de Izamal para que le siguieran presentando sus respetos?
Así, el pueblo yucateco comenzó la búsqueda de la segunda imagen llevada por Diego de Landa a Mérida, considerada como la hermana de la original, que fue encargada y tallada al mismo tiempo, cuyo destino había sido el convento grande de San Francisco de Mérida, y que para esas fechas se encontraba en manos de doña Narcisa de la Cámara, quien la había heredado de su abuela tercera que, se cree, la tenía en su posesión desde 1700 (González, 1999).[6] Una efigie que permitió que el pueblo yucateco pudiera continuar la devoción, organizando festejos, peregrinaciones y procesiones tres veces al año.
Con este acto se ratificó que para los fieles de Mama Linda lo importante no era la antigüedad de la escultura sino la devoción, que gracias a la imagen trasladada desde Mérida se logró perpetuar bajo el precepto de que el sentido simbólico e identitario que provoca el culto es más fuerte que el receptáculo en sí mismo. Un hecho que suscitó el establecimiento de un símbolo de larga duración que puede perderse y sustituirse, confirmando de esta manera una de las prácticas religiosas más significativas de la región y la más antigua de la península de Yucatán.
Los rostros de la Virgen. La tradición en la historia de Mama Linda
Cuando analizamos la historia de la Virgen de Izamal, salta a la vista que existe una gran discordancia entre los datos históricos y lo establecido por la tradición oral, denominada por los pobladores de la región “tradición yucateca”.[7] Las narraciones transmitidas de una generación a otra permiten comprender los vacíos que hay en torno a esta importante imagen religiosa, las cuales se entienden como verdades incuestionables; existen dos tradiciones, a saber: 1) la que menciona que Diego de Landa llevó a Yucatán dos imágenes marianas, siendo además el responsable de comenzar el culto de la que fue destinada a Izamal;[8] y 2) la imagen que se resguarda actualmente en el templo de Izamal es la hermana de la primera imagen que se perdió en el incendio del siglo XIX, por lo que se trata de la antigua Virgen de la Natividad, llevada por Landa a Mérida en 1560, que fue modificada para sustituir a la izamaleña.[9]
Aunque el traslado de ambas imágenes a Yucatán por parte del franciscano tiene su fundamento en los relatos de las crónicas de Bernardo de Lizana y Francisco Vázquez, lo que causa muchas dudas es el hecho de que la escultura que actualmente se resguarda en el convento izamaleño dista mucho de ser una talla guatemalteca del siglo XVI. Entonces, ¿a qué responde esta “tradición yucateca”?, ¿es un mecanismo creado para continuar este culto tan importante en la vida sociocultural y política de la región, o acaso una forma de resistencia al cambio?
La respuesta pude hallarla al analizar una de las tradiciones orales más importantes para los feligreses: a lo largo del año, Mama Linda presenta tres caras distintas. Así, el primer rostro se puede observar en el mes de mayo, cuando los devotos la describen como un niña que está entrando a la adolescencia, con un gesto en la cara que resulta grácil, dulce, tierno y sonriente; se trata de la Virgen Niña que aún va a convertirse en mujer, cuyas facciones todavía no se han endurecido ni madurado.
Para agosto, ya se le describe como una mujer que acaba de entrar en la etapa de madurez; sus facciones la hacen lucir mayor, reflejando que han pasado los años en ella y que está lista para ser esposa y madre; es el periodo en que su cuerpo físico, especialmente su rostro, marca que la juventud ha llegado y los años infantiles han quedado atrás; se trata de la Virgen Joven. El tercer rostro, para los devotos, se hace patente en diciembre, durante su festividad principal, donde luce ya como una mujer que ha sido madre, ya madura, con un gesto cordial pero sensato, signo de que ha obtenido experiencia y sabe lo que implica la maternidad, puesto que ya dio a luz al hijo de Dios, convirtiéndose así, ante los ojos de sus fieles, en la Virgen Madre.
De esta forma, para los devotos, la Virgen no sólo vive los estadíos de una mujer: niñez, juventud y adultez, sino que también manifiesta estas etapas en su rostro, que a lo largo del año va cambiando; las fotografías, según dicen ellos, lo demuestran. Siendo interesante además que durante la fase de adultez, durante su maternidad, su historia se une a otra leyenda de gran valía para su pueblo: la Virgen que está en la iglesia, la traída de Mérida, cambia el cuerpo con su hermana, la de Izamal, para que le festejen; así, la escultura se vuelve un mero recipiente que recibe el “alma” del icono original y vuelve a ser Mama Linda, la que llegó a la vida de los yucatecos en el siglo XVI.
Si analizamos estas leyendas y cotejamos la información con el hecho de que al examinar las diversas litografías, estampas, pinturas y fotografías de la Virgen a lo largo de su existencia, encontramos grandes diferencias que nos permiten establecer la existencia de tres esculturas que han ostentado el título de María de Izamal, tenemos entonces que cada uno de los rostros que describen los feligreses corresponde a cada una de las esculturas que han estado en el santuario ostentando dicho título.
Tenemos idea de cómo fue la primera escultura con advocación de Inmaculada Concepción que llegó a Izamal en 1560, gracias a una vera efigie, fechada en 13 de julio de 1769, cuya procedencia es desconocida y que actualmente se encuentra en la pinacoteca Juan Gamboa Guzmán de la ciudad de Mérida, Yucatán, como se puede ver en la Figura 1 que aparece a continuación.
En el óleo se puede observar una Virgen ampona, ricamente ataviada con un lujoso vestido de color verde oscuro, decorado con ricos broches de piedras preciosas con forma de flor; ostenta además festones de perlas, que le proporcionan lucimiento y simetría al conjunto. Complementa su atuendo un manto de la misma tonalidad, finamente decorado con pequeñas flores y un galón que también muestra piedras preciosas.