Reside en Nueva York desde el año 2005 y es profesor de Democracia, Derechos Humanos y Periodismo en el Bard College de la Universidad de Nueva York. En el año 2008 le fue concedido el premio Erasmus. Sus obras versan sobre la cultura asiática y especialmente sobre la reciente de Japón.
En el caso de Ian Buruma, forzado a abandonar su puesto como director de The New York Review of Books por publicar un artículo de Jian Ghomeshi, solo hay un argumento real: hay opiniones que no se deben oír. El castigo que merece la persona señalada es la expulsión de la comunidad. Sabíamos que no hacía falta ser condenado: la acusación bastaba. No se necesitaba que hubiera una acusación formal: Lorin Stein perdió su trabajo como director de Paris Review y como editor en Random House, y ahora no puede firmar sus traducciones; Leon Wieseltier no pudo sacar la revista que estaba preparando porque se retiró la financiación, y todavía estamos esperando que alguien presente cargos formales contra ellos. El caso de Ian Buruma –explicado en este artículo de Verónica Puertollano– muestra un elemento nuevo: la prohibición ya no solo afecta a la persona que ha cometido la transgresión o el crimen, sino a quien posibilita su expresión.
Las otras razones que presentan quienes defienden la defenestración de Buruma tienen algo de excusa o elemento decorativo. Así, algunos se escudan en los errores factuales del artículo de Ghomeshi. Muchas veces en su testimonio hay más una versión eufemística, una distorsión, que una falsedad. Pero, en todo caso, si eso fuera un motivo, tendríamos cambios constantes de editores. Nadie pidió el despido o la dimisión de David Remnick por las piezas de Jon Lee Anderson sobre Cataluña en el New Yorker, y los medios publican habitualmente artículos con inexactitudes y errores, sin que eso implique el despido del director. No es tan extraño que las editoriales y los periódicos publiquen textos de personas condenadas por crímenes aún peores que aquellos de los que Ghomeshi fue absuelto, como el asesino Jack Abbot, cuyas cartas a Mailer aparecieron en The New York Review of Books. También se ha dicho que el texto tiene poca calidad y que el autor es un cretino. Aunque uno coincida con la valoración -como yo hago-, sería una tarea interesante comprobar si todos los artículos publicados por el legendario antecesor de Buruma, Robert Silvers, superaban esos estándares de escritura y veracidad.
Otro de los argumentos que se esgrimen es que Ian Buruma no habría dado unas respuestas adecuadas cuando le entrevistó Isaac Chotiner en Slate sobre su decisión editorial. Buruma no habría transmitido un buen conocimiento del caso y, lo que es más grave, no habría mostrado suficiente empatía con las mujeres que habían acusado a Ghomeishi. La actitud de Buruma en la entrevista resultaba demasiado fría, demasiado profesional. Algunos comentaristas incurrían en una paradoja común: te reprochan falta de empatía y luego piden que te echen del trabajo, como mínimo. Probablemente, el error de Buruma no fueron las respuestas: fue haber hablado con Chotiner. Es difícil salir bien de un interrogatorio de tono inquisitorial. Si admites errores, es una humillación. Si no aceptas tu culpa, pareces arrogante.
En un comunicado, la empresa editorial ha intentado justificarse, echando la culpa a Buruma (más de cien colaboradores han firmado una carta en defensa del exdirector). En el comunicado de la empresa se dice que solo leyó la pieza “un editor varón” y ninguna de las seis editoras. Habría sido una decisión poco democrática. Los procesos legales, parece, son una cosa menor; el protocolo editorial, que no está tipificado, se vuelve de repente en algo fundamental. La razón puede parecer más o menos convincente, o puede parecer un intento un tanto torpe y mezquino de control de daños, pero en todo caso Buruma pierde su trabajo sin que se le haya acusado de haber hecho nada contra nadie, de haber abusado de su poder o de haber tenido “relaciones impropias”. Su transgresión principal es no haber compartido el veto. El propio Buruma ha señalado la paradoja: “El tema me interesaba y ahora me he convertido en parte de eso: ¿qué pensamos de castigar a la gente a través de las redes sociales? No hay límite de tiempo ni defensa posible. Si alguien es no culpable en un tribunal, merece desprecio, claro: pero ¿de qué modo y durante cuánto tiempo?”. También ha hablado de la presión de las redes sociales y del temor a que las editoriales universitarias retirasen la publicidad de la revista por miedo a problemas en los campus universitarios.
El caso puede verse como la extensión al mundo del periodismo de la atmósfera de los campus estadounidenses. En ellos ha ascendido una versión antiliberal del liberalismo, donde no se concibe el liberalismo como un marco para la discusión o la coexistencia sino que se imponen parte de sus contenidos, una versión de la doctrina. Como explican Jonathan Haidt y Greg Lukianoff en The coddling of the American mind, fines positivos -como la igualdad sexual y racial- se convierten en elementos sagrados, y eso hace intolerable a cualquiera que se pueda presentar como un obstáculo para la consecución de ese objetivo.
La reacción al caso de la New York Review of Books comparte con el movimiento de las universidades una hipersensibilidad egocéntrica, capaz de la mayor indiferencia hacia los demás a fin de mostrar su propia virtud, casi siempre en defensa de un tercero, que puede estar o no allí. Hay una igualación de la violencia y las palabras, entre la agresión metafórica y la agresión real, y se vive en un mundo de opuestos radicales: un bien muy claro y un mal sin matices.
Existe un claro componente generacional. Y, aunque la escala es menor, hay también otras cuestiones que hacen pensar en viejas tradiciones estadounidenses, en libros de Nathaniel Hawthorne y Arthur Miller, en episodios de pánico moral como el macarthismo. (Con este último, se podría decir, comparte la sobredimensión, en un sentido y en otro, de lo que ocurre, porque los implicados son más conocidos y acceden con facilidad a los medios.) Tiene algo de movimiento evangélico: como tal, genera histerias y episodios de caza de brujas.
En 1978, el sociólogo Albert Bergesen escribió el ensayo “A Durkheimian Theory of Witchhunts with the Chinese Cultural Revolution of 1966-1969 as an Example”. Bergesen señalaba tres características principales en las cazas de brujas. Surgen rápidamente: no son un rasgo habitual de la vida social, sino que son un estallido en el que “una comunidad se siente intensamente impulsada a librarse de sus enemigos internos”. Se detectan crímenes contra la colectividad. Las acusaciones son a menudo triviales o falsas. Jonathan Haidt y Greg Lukianoff añaden un cuarto elemento: el miedo a defender públicamente a los acusados. Así, hay quien sabe que la víctima es inocente, pero no se atreve a decirlo en público. Se produce una divergencia entre la opinión privada y el comportamiento público. Estos episodios se han interpretado, escribe Bergesen, como instrumentos de las élites para mantener el poder pero también como formas de movilización social. En ambos casos, se parte del supuesto de que “el ritual y la parafernalia de la purga son una forma de alcanzar objetivos políticos más realistas”.
Dentro del territorio de la industria mediática, parece una lucha por la hegemonía cultural y a primera vista estos sectores están combatiendo de una manera muy eficaz: quizá, si tienen suerte, puedan extender al sector la idea del safe space, donde uno está resguardado de oír posiciones que le hacen daño. En cierta medida, es un combate generacional por el poder: los más jóvenes han sido eficaces en la búsqueda de sus objetivos. Fuera de este sector, hay elementos paradójicos que apuntan a un país dividido en dos mundos muy distintos: mientras la derecha parece bastante tranquila con un presidente con múltiples acusaciones de acoso sexual, el spin off más negativo del Me Too castiga a hombres de centro izquierda que ayudaban a la causa feminista y a mujeres que no suscriben el tipo correcto de feminismo. Con más frecuencia de la deseable, quien presenta un matiz, quien duda de las posiciones más radicales del movimiento, acaba caricaturizado y equiparado a reaccionarios como Jordan Peterson.
Los comentaristas que celebran el éxito de estas campañas de presiones sobre los medios hablan de la novedad de este fenómeno: mencionan las plataformas digitales y nuevas formas de orientación horizontal, señalan un cambio en la forma de ver las relaciones entre los sexos y reivindican avances evidentes en términos de igualdad. Pero ni quienes encabezan estas iniciativas, embriagados por la sensación de estar haciendo historia, ni aquellos que se muestran comprensivos con estas campañas y ofrecen explicaciones sutiles y enrevesadas parecen darse cuenta de lo cerca que están sus acciones de la censura de toda la vida: el pañuelo de la victoria que hoy agitan puede ser la mordaza con que les callen a ellos después.