Hay un fuego: el cielo herido de Memphis
– Mauricio Ruiz –
El fuego muere poco a poco en el cielo, se extingue a la distancia, es un naranja intenso que se ahoga en la penumbra más allá del río, más allá del bosque del silencio.
A Rocío García Colín
El fuego muere poco a poco en el cielo, se extingue a la distancia, es un naranja intenso que se ahoga en la penumbra más allá del río, más allá del bosque del silencio. Todavía hay azul en lo alto del cielo, es un bloque de cobalto profundo, frío, y que parece ir aplastando los pulmones de otro día más que se apaga. Los árboles de este lado del río están quietos, envueltos de un gabán negro, guardianes de un misterio que sólo revelan a aquellos que preguntan con el ojo. Los ruidos del crepúsculo despiertan, emergen de la tierra con sus alas invisibles y escapan de esa red delgada que sale disparada en un instante, un clic de mi cámara. El río fluye. Lo oigo con sus voces susurradas, su canto profundo y místico, enfermo de nitrógeno, Mississippi River, avanzas como un tren líquido y sedoso hacia tu muerte en el Golfo.
Lo que no guardó la cámara esa tarde fue mi rostro, mi cuerpo. De pie a orillas del río observo las últimas llamaradas de luz en el cielo y transpiro, me lleno de aire los pulmones. Mi camiseta es un tejido de sudor. Mi última noche en Memphis, septiembre de 2018, y he decidido salir a correr media hora antes de regresar a casa y empacar. Soy un huésped en Mud Island, desde donde se puede ver el estado de Arkansas en la distancia. Parpadeo dos, tres veces más, y entonces la oscuridad es plena. El sol se ha hundido. Mis brazos están cubiertos de una capa fina de sudor, mezcla de sal y algunos desechos de lo que he consumido este fin de semana. Tal vez haya rastros de papas fritas o salsa barbecue, del helado que comí con mis amigos tumbados en la grama con niños corriendo y tropezando a nuestro alrededor. Regreso despacio a la casa, una casa que ahora está vacía. Me la han dejado entera y sin condiciones. Así es la generosidad de mi amiga r y su esposo que se han ido de vuelta a Chicago, donde viven desde hace unos años. Después de muchas invitaciones he podido visitar a r en Memphis. “Lo veo y no lo creo, estás aquí –me dijo al verme–. ¿Desde cuándo habías prometido venir?” En mayo de 2010, de visita a un amigo en Carolina del Norte, habíamos planeado un viaje pero el clima se interpuso. Días de tormenta deslavaron las carreteras y no pudimos conducir. “Qué alegría que estés aquí –me dijo r–. Espero que Memphis te guste tanto como a mí.”
Memphis, la ciudad de R. Ese fin de semana gritamos los batazos de cuadrangular en un juego de beisbol, rodamos en bicicleta a lo largo del río, comimos duraznos de su jardín. Gracias a r conocí las zapatillas doradas de Tina Turner.
Dos años después, y escribiendo estas palabras, me pregunto si existe alguna cámara que guarde todo lo que no está en esa imagen de verano tardío a orillas del río. Los antiguos Anishinaabe te llamaban Misi siibi. El gran río. Mi amiga r se ha ido de este mundo y yo observo esa foto, trato de abrirla para que me hable, me diga todo lo que ha ocurrido con nuestras vidas, la mía y la de r, desde ese fin de semana. Miro la foto y siento otra vez la humedad tibia de esa tarde. Mi papá y el suyo son amigos desde los dieciséis años; nos hemos visto crecer, romper piñatas, salir y volver a México, arrojar granos de arroz a la salida de la iglesia. ¿Cómo explicar esa foto? Está llena de murmullos y voces, risas que se sumergen en el río, nadan en sentido contrario y alcanzan los orígenes en la montaña, no hay esfuerzo. En esa imagen de cielo herido, Memphis crepuscular, se muestra un instante eterno de ese río, de esos árboles testigos. Y en el horizonte hay un fuego tranquilo que me acaricia las retinas.