La Casa Sosegada
Javier Sicilia
La Jornada Semanal
Arturo Lona Reyes, conocido como «el obispo de los pobres», durante la celebración del cuarto aniversario de la Asamblea del Pueblo de San Dionisio del Mar, en enero de 2016.
Monseñor Lona
Con la muerte de Arturo Lona (1925-2020), se va también uno de los últimos representantes visibles de la teología de la liberación. Nos queda Raúl Vera, Gonzalo Ituarte y, en Morelos, el padre Baltazar López Bucio, quien fuera el brazo derecho de Sergio Méndez Arceo.
Pese a la distancias que siempre he tenido con esa teología (su excesivo sociologismo y su dependencia de categorías marxistas en el análisis de la realidad me dejan un hueco en el orden de la vida espiritual), hombres como Lona me han llenado siempre de alegría. A diferencia de otros que, bajo una extrema marxización del Evangelio, terminaron por entregarse a las causas de la izquierda y justificar sus atrocidades, con tal de mostrar que ya no venden opio, Lona se mantuvo en las veredas del Evangelio. Su “opción preferencial por los pobres”, no fue un argumento ideológico, sino humano y acorde con Cristo. Defendió a los excluidos no para tomar el poder, sino para restituirles la vida que el poder les arrancó. Así se hizo uno de ellos y con ellos buscó fortalecer el bien común mediante una verdadera economía moral, basada en las Comunidades Eclesiales de Base (grupos reunidos para leer la Biblia y otros textos espirituales a la luz de la realidad que viven), cooperativas y formas de producción autóctonas, como la Unión de Comunidades Indígenas de la Región del Istmo productoras de café orgánico, y las Comunidades Campesinas en Camino, productores de tamarindo, ajonjolí y chile pasilla. Formas de vida incluso contrarias a la lógica de las izquierdas que, al igual que sus enemigos, creen que el reino de la justicia se establecerá sobre la producción de bienes industriales. Más cerca de la primeras comunidades cristianas y de Gandhi, Lona hizo de su accionar un rescate de la fraternidad y del poder autónomo de los excluidos.
Una frase suya resume no sólo lo mejor de la teología de la liberación, sino de su propia comprensión del Evangelio: “Las Comunidades Eclesiales de Base no son un Movimiento de la Iglesia. Son la Iglesia en movimiento”, la Iglesia entendida no como el monolito jerárquico, madre y modelo del Estado Moderno, sino como “el pueblo de Dios”.
Yo tuve la experiencia. En 2011, cuando a raíz del asesinato de mi hijo Juan Francisco y seis de sus amigos se fundó el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, esa Iglesia en movimiento estuvo con nosotros. Recuerdo que al llegar a la CDMX y dirigirnos al Zócalo, alguien me llamó al celular para decirme que los obispos habían externado su adhesión a nuestra lucha, que la Iglesia estaba con nosotros. Volví el rostro, vi al lado de las víctimas y de un país volcado a las calles, a Raúl Vera, a Gonzalo Ituarte, a Solalinde –antes de que se volviera amlista y justificara lo injustificable–, a muchos amigos cristianos y a muchas congregaciones religiosas. Respondí algo así: “¿Cuál Iglesia? Va aquí con nosotros desde que salimos de Cuernavaca.”
Días después, cuando emprendimos nuestra Caravana por la Paz al sur del país, Arturo Lona y sus comunidades nos aguardaban a la orilla de la carretera, cerca de Tehuantepec, para bendecirnos, darnos de comer y acompañarnos. El día anterior había cumplido cuarenta años como obispo.
Al igual que los mejores teólogos de la liberación, Lona no tenía preferencias por cierto tipo de excluidos. Trabajó más cerca de los indígenas porque eran sus prójimos en Tehuantepec. Pero dio siempre la cara por todos aquellos que el poder aplasta, a riesgo incluso de su propia vida. Lona conocía el valor del Evangelio: el amor, un camino que carece de forma y que sólo se encuentra caminando con quienes el poder desfigura.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a Morelos.