El Templo Mayor, símbolo principal del poderío del pueblo azteca.

Ochenta gloriosos años

Ángeles González Gamio

En el corazón del corazón, a un lado del Zócalo, sede ancestral de los poderes político, religioso y económico, están los vestigios del Templo Mayor, símbolo principal del poderío del pueblo azteca. Durante más de tres siglos se pensó que ese prodigio arquitectónico se encontraba debajo de la Catedral, como se acostumbraba cuando se levantaba el principal templo católico en una localidad prehispánica. Parece ser que las monumentales dimensiones del gran teocalli llevaron a los españoles a construirla a un costado.

Fue hasta 1914 cuando el joven arqueólogo Manuel Gamio, como director de la Inspección de Monumentos Arqueológicos, investigó los vestigios que surgieron al demoler una casa virreinal. Su conocimiento de códices y las descripciones de los cronistas lo llevaron a determinar que se trataba del Templo Mayor que había deslumbrado a los conquistadores. El histórico hallazgo se mantuvo abierto al público en un pequeño museo de sitio durante 64 años.

A raíz del sorprendente hallazgo de la diosa Coyolxauhqui, en 1978, el presidente José López Portillo ordenó la demolición de las construcciones que cubrían el mítico recinto mexica. El ambicioso proyecto se encargó a Eduardo Matos Moctezuma, un entusiasta arqueólogo que descubrió a Manuel Gamio cuando estudiaba en la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Leyó en el periódico unas esquelas que participaban el fallecimiento de quien mencionaban como el padre de la antropología mexicana; al novel estudiante le sorprendió no conocerlo. Era 1960 y en esa época estaba de moda un enfoque marxista de la materia y sacaron del plan de estudios a los viejos maestros.

Por su cuenta, el joven Matos investigó quién era, qué hizo y entusiasmado publicó en la SEP una breve antología de los principales trabajos de Gamio. Este fue el comienzo del redescubrimiento del gran arqueólogo que encontró el Templo Mayor y de la exitosa carrera de Matos, quien habría de sacar a la luz la totalidad de aquellos primeros vestigios, realizar hallazgos trascendentales, propiciar un universo de trabajos académicos, crear un museo y proyectar a México en el mundo de la arqueología internacional.

Discípulo espiritual e intelectual de Gamio, Matos aplicó el enfoque interdisciplinario que el maestro desarrolló en su magno trabajo sobre la población del valle de Teotihuacan entre 1917 y 1922. Esto lo llevó a integrar un notable equipo de especialistas en distintas disciplinas, cuyos frutos son el conocimiento calificado de los distintos componentes de los hallazgos.

Entre muchos otros, hay biólogos que nos develan la flora y fauna que aparecen en muchas ofrendas, restauradores que vuelven a la vida piezas extraordinarias que se encuentran en mil pedazos. Un ejemplo son las figuras tamaño natural de Mictlantecuhtli, la impresionante deidad de la muerte, que apareció debajo de la calle Justo Sierra; hoy podemos apreciar una de ellas en el museo de sitio.

Otro caso excepcional fue Tlaltecuhtli, monolito de 4 por 3.57 metros, el más grande de la cultura mexica recuperado hasta ahora. Gracias a las técnicas actuales y la pericia de especialistas del INAH, se lograron recuperar los colores originales, una visión estremecedora, pues nunca habíamos visto una pieza de esa importancia con su cromática original.

Otro acierto de Matos fue la creación en 1991 del Programa de Arqueología Urbana (PAU), que tenía como propósito continuar con las investigaciones en todo el espacio que ocuparon Tenochtitlan y Tlatelolco. A partir de entonces, el INAH interviene en todas las obras que se realizan en la zona para detectar, estudiar y proteger los vestigios de la antigua cultura. Muchos tesoros se han salvado.

También ha tenido el talento de formar discípulos y así, sus dos vástagos predilectos: el Proyecto Templo Mayor y el PAU brindan hallazgos deslumbrantes bajo la dirección de los talentosos arqueólogos Leonardo López Luján, en el primero, y Raúl Barrera en el segundo.

Hay muchísimo más que decir de Eduardo Matos, quien hace unos días cumplió 80 años, difícil de creer al ver su vitalidad, espíritu jovial y creatividad, pero se acabó el espacio. Sólo queda esperar que pase la pandemia para hacerle un gran festejo en que habrá bailongo porque, aquí entre nos, es un excelente bailarín y de su deleitoso sentido del humor seguro ya saben, pues es de fama. ¡Felicidades, maestro queridísimo!

 

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