Olvidado en México, Benito Pérez Galdós no podrá morir
El crítico literario privilegia el sentido del amor en Pérez Galdós, pues su obra está escrita “desde el corazón más vivo, despierto y bueno”.
Por Juan José Reyes
(Proceso).-
Para los españoles es su novelista, al lado de Cervantes, pero este año de su centenario (1843-1920) pasó desapercibido para los mexicanos, no obstante la altura de su hechizo narrativo. Este trabajo se sumerge en la obra total del creador de los Episodios Nacionales, para contrarrestar su relegamiento, “una sentencia sorda que puede deberse sólo a la ignorancia y a las modas”. Acaso para equilibrar otra balanza, la de la pandemia, el crítico literario privilegia el sentido del amor en Pérez Galdós, pues su obra está escrita “desde el corazón más vivo, despierto y bueno”.
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Mientras los españoles se entregaron con seriedad y pleno entusiasmo a recordar y enriquecer la vitalidad de la presencia entre ellos de la obra de don Benito Pérez Galdós, su novelista, compañero de Cervantes en las alturas, el medio mexicano ha visto pasar el centenario de la muerte del mallorquí/madrileño con casi total indiferencia.
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A Galdós le ocurre lo que a otros autores de la gran novela europea: se conoce su nombre, tal vez el de algunas de sus obras, pero son escasísimos los que cursan sus historias. Entre nuestros escritores el hecho puede probarse con sencillez: quien lee cualquier libro suyo queda tocado, y no exageraría quien dijera que hechizado.
Se trata de alrededor de un centenar de piezas que de tan españolas que son están muy cerca de los ambientes mexicanos de la segunda mitad del siglo XIX –igualmente sobresaltada allá y aquí–, las costumbres, una considerable y vivaz parte del habla, de las religiosidad, de la separación y los contactos de las clases sociales, las codicias, las trampas, las bondades y sus sueños.
Hace años circulaba una edición lujosa, de la editorial Aguilar, de al menos los Episodios Nacionales. Y en las librerías Porrúa, y en su ventana electrónica, pueden hallarse varios títulos aún en la benemérita colección “Sepan Cuantos…” que años ha echó a andar aquel hombre sabio que fue don Felipe Teixidor. Fuera de esto, conozco nada más las pulcras ediciones de Alianza Editorial, ibérica, de algunos Episodios y de algunas novelas (y no creo que sean de fácil acceso en estos días).
Los aficionados al cine han de tener presente un par de filmes hechos a partir de la lectura de novelas galdosianas: la espléndida Nazarín (1959, una redonda historia en que se entrecruzan la fe y su desvanecimiento, la piedad y el pecado, realizada por la mirada de Luis Buñuel y actuada por Francisco Rabal, Marga López, Rita Macedo; y Doña Perfecta (anterior, de 1950), dirigida por Alejandro Galindo y representada por Dolores del Río, Carlos Navarro, Esther Fernández. Esta cinta es una correcta y un poco tiesa puesta en escena de una de las obras de mayor celebridad de su autor: Una sociedad cerrada en un pueblo menudo, dominada por la presencia de la Iglesia y sus valores –que encarna la personaje principal, bella y severa–, y la irrupción de un joven sobrino, apuesto y moderno; sobreviene el choque de visiones del mundo y comienza a dispersarse una atmósfera de persecución casi policial.
En 1970 triunfa en Cannes Tristana, de nuevo de Luis Buñuel. Siempre liberal, de espíritu republicano, y militante en su momento, presenta en la novela tomada como base de aquel filme a una mujer muy joven (Catherine Deneuve) que lucha por tener una vida emancipada. Pretende dedicar su tiempo a cuestiones estéticas a la vez que ha de someterse al cortejo, y posterior matrimonio, de un hombre mucho mayor, dominante, conservador (Fernando Rey). Buñuel, no está de más recordarlo, torna más intensos los afanes y abre nuevos derroteros a la historia. La película tuvo buen éxito en las salas nacionales (en las del DF muy en especial), por sus muchos atractivos, pero no llamó al público a la lectura del autor original de aquella trama. Pérez Galdós quedó tal como estaba: conocido sólo por profesionales y algunos fieles devotos.
Mientras tanto, en este campo más bien yermo y plano, Pérez Galdós continúa siendo una figura relegada, luego de una sentencia sorda que puede deberse sólo a la ignorancia y a las modas. ¿Podría haber una suerte de resurgimiento, de repuesta en circulación? Es lástima que no sea fácil responder afirmativamente. Lo cierto es que las obras de Pérez Galdós ni un ápice han envejecido: lo abarcan todo, y no de un modo panorámico, superficial sino de uno muy diestramente desplegado que consiste, se diría, en ir quitando poco a poco y una a una las capas de la cebolla. Las acciones nunca se detienen. Los ambientes transmiten sin mediaciones sus sabores, sus rumores, sus alientos. Los sentimientos, las emociones, las ambiciones, las penas, las insufribles dudas, las cavilaciones de los personajes van y vienen y crecen como en espiral.
Y en el fondo tres asuntos de primera importancia: los poderes de la fe, la inquietud política, la división de las clases sociales (en cuanto a esto último llama la atención la constante aparición de los personajes que más llaman a la misericordia: los pordioseros, mujeres y hombres que se avienen a su fatal oficio, ya no en espera de milagro alguno, sino apenas de una moneda de valor ínfimo; y, no lejos de esta condición, el desfile de los enfermos: neurosis, desnutrición, amputaciones, ceguera, reiterada ceguera reiterada –que llama especialmente la atención si se recuerda que don Benito murió sin vista). De modo que la poderosa España, venimos a enterarnos, no era más que un espejismo. Bajo sus lujosas capas y el aún temible poderío de sus tropas, la presunta fortaleza de sus creencias y sus valores, vibraba un caldo ardiente dentro en el que la buena vida y la miseria entraban en la más sorpresiva convivencia.
La prosa de Galdós es a un tiempo elegante y veloz. Su trazo es fino y ligero y no se distancia un solo momento de la apelación al tono callejero, de lo que en nuestros tiempos locales demagógicos se llamaría “sabiduría popular”. El lector mexicano ha de recurrir con frecuencia al diccionario en busca de significados ignotos u olvidados, ha de recordar dichos y refranes que quedaron en su infancia. Tiene sobre todo que imaginar, cosa que no le costará trabajo porque don Benito no hace más que poner delante de sus ojos seres humanos y situaciones y tramas y mundos enteros. Y todo esto ha de atraparlo sin remisión.
Esa prosa se nutre de todas las audacias. No teme el roce de los límites. Ajena a cualquier rebuscamiento a la vez que es directa, plenamente eficaz, expresa emociones y sentimientos que llegan a decirlo todo. No es cursi un solo instante, aunque a las claras deja ver que podría serlo. Nunca es superficial, porque todo lo observa y todo lo registra tal como es o como puede ser mirado. ¿Es vieja aquella prosa? De ningún modo. Que aquí y allá brinquen arcaísmos pone a circular en vez de antiguallas modos de una actualidad perenne, situada seductoramente viva. ¿Cómo podrían volver a la boga mexicana estas historias de tiempos idos y de circunstancias más o menos ajenas? El mal parece inevitable: los lectores mexicanos, además de escasos, parecerían sujetos a lo que “pega” fuera del país e inclusive de la lengua. Con excepciones muy afortunadas, pienso sobre todo en el excepcional argentino César Aira o en el cubano Leonardo Padura, los narradores en lengua española son muy poco seguidos entre nosotros. ¿Cómo esperar que sea lea a Pérez Galdós ahí donde Cervantes o Lope, Góngora o Quevedo, Larra o los mismísimos Machado o García Lorca son no más que figuras de museo?
Ahora, en la víspera de que tanto vuelva a hablarse de Vasconcelos y sus cruzadas, la editorial política oficial y exigua más parece encaminarse a poner en circulación libros lejanos a los de los imprescindibles clásicos. No se trata de olvidar la actualidad corriente, desde luego. Al respecto habrá que recordar que ésta cuenta con nombres notables, como los de Muñoz Molina, Grandes, Cercas o Javier Marías, además de varios latinoamericanos. Por lo demás y sin hipérbole no cuesta trabajo sostener que con nada más vigente contamos que con las obras de Cervantes o de Benito Pérez Galdós
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Antes de que entraran en boga la exposición y la circulación de asuntos metafísicos o marcadamente psicológicos o de las intrincadas exploraciones formales manifiestas tanto en el trazo de cada línea como en el cúmulo o torrente de registros de las atmósferas, el mundo de los objetos y las palabras mismas; un poco antes de la gran novela del siglo XX (Proust, Joyce, Mann, Musil, Broch, Canetti) prevaleció en Europa la novela realista nacida sobre todo del asombro y sus constataciones de la vida de las grandes ciudades, sus contrastes, sus riquezas, sus miserias, sus pulidas (y agrietadas) superficies y sus bajos fondos (duros y quebradizos). Florecieron obras como las de Balzac o Dickens o Benito Pérez Galdós (quien admiró a estos dos antecesores suyos). (En México, por lo demás, corrieron también estos tonos y registros por la vertiente central de la creación en prosa: Altamirano, Cuéllar, Payno, De Campo, inclusive el geógrafo García Cubas, cronista de primera línea.)
En 1920, hace 100 años, murió don Benito Pérez Galdós. Luego de nacer en Palma de Mallorca en 1843, vivió con comodidad, estudiando –hasta hacerse abogado–, trabajando sin apremios en asuntos que fueron de su interés –el periodismo, la política en sus niveles medios–, viajando por otras naciones europeas –conoció muy bien Londres y París–, por casi toda España, y muy especialmente leyendo y escribiendo. De modo imparable y cada vez más intenso y luminoso fue cultivando una pasión que muy probablemente al lector de los días que corren bien puede decirle poco o nada o aparecérsele nada más como un dato curioso, una antigualla propia de tiempos que por viejos ahora se advierten como heroicos: el amor a la patria, a la ciudad suya y a sus moradores y a los seres humanos de cualquier punto del planeta. Aquel amor de don Benito es de un corte distinto al que tuvo un ilustre ancestro suyo, el sevillano Gustavo Adolfo Bécquer (tan grande como olvidado ahora con toda injusticia) o como el que atesoró y desplegó también un prosista más cercano al aire galdosiano, aunque dedicado casi de manera exclusiva a la atenta y maliciosa crónica: Mariano José de Larra (quien en tierras mexicanas es casi por completo un desconocido ilustre, a lo más).
¿Cuál es el amor de don Benito Pérez Galdós? ¿Cuáles son sus resortes, sus temblores, los vericuetos de sus exaltaciones, los frutos de sus sueños y sus conocimientos? Se sabe que las primeras obras galdosianas fueron obras teatrales, y es un hecho que luego de sus primeros resonantes éxitos aquellas piezas no pasaron con esplendor bastante a una historia viva. Tampoco han tenido difusión siquiera mediana los poemas que escribió con alguna gracia. En 1873, a sus 30 años, ya siendo abogado y luego de practicar el periodismo, irrumpió con una fuerza que no dejaría de aumentar ante un público sin cesar más amplio y de avidez mayor con el primero de sus Episodios Nacionales, Trafalgar.
Los Episodios… serán un sueño cumplido de la narrativa de aquel momento. Don Benito puso delante de la mirada de miles y miles de lectores apasionados una voz distinta y familiar que contaba aconteceres que latían en la memoria y la leyenda de aquella España que salía apenas de la revolución del 68, el exilio de Isabel II, se entusiasmaba con los afanes y la audacia del general Prim (aquel que estuvo en México para retirarse sin soltar un solo cañonazo) y se preparaba entre sobresaltos para forjar la primera República. Supo Pérez Galdós poner aquellos hechos ante los ojos de sus compatriotas y entretenerlos y llevarlos sin hipérbole –como a él le gustaría decir– a la fascinación.
No deja de sorprender que aquel Episodio primero haya alcanzado tal nivel de impacto aun cuando se tratara del registro de un acontecimiento en esencia lastimoso, la historia de una derrota infligida a España por la armada inglesa capitaneada por el almirante Nelson. Pérez Galdós poseía la fórmula de la seducción de un modo absolutamente natural: una prosa sin rebuscamiento, suelta, entregada sin más a la consignación de los hechos mediante pinceladas coloridas y precisas y el apunte fino y contundente de los resortes mentales, emotivos, de conductas deliberadas o imprevistas. Aquella fórmula operaba alrededor de otro eje sustantivo: la fabulación, el surgimiento de personajes brotados en la imaginación del autor y que son dueños de emociones, sentimientos, inteligencias, pasiones, fragilidades, arrojos; seres humanos, en fin, que podían, que pueden ser cualquier lector y que viven en la narración sus historias propias, sus felicidades, sus desdichas, sus dudas, sus certidumbres sin cesar enfrentadas a los deseos, las ambiciones de los otros.
De aquel Trafalgar seguirían cuarentaicinco Episodios más, entre los que sobresale la figura de Gabriel Araceli, un personaje ficticio, joven enamorado, astuto y bueno, valeroso e intuitivo, que va viviendo y desviviendo los momentos cruciales de la historia española (de la invasión napoleónica a los años previos a la primera República). Con tal vastedad creadora, y su altura indiscutida, Galdós tendría un sitio preeminente en las letras de nuestra lengua, pero aquellos Episodios… son asombrosamente la parte menor de una bibliografía en la que no escasean las obras maestras dentro de las que bulle y rebulle la vida madrileña, conviven, se entrecruzan mujeres y hombres nunca cortados, delineados como figuras modélicas, yertas siguiendo los propósitos de un realismo previsible que sin duda habría tenido una muerte pronta.
Muy al contrario: los más de 8 mil personajes que pueblan el universo galdosiano tienen vida, una vida que pronto ganan en el curso de sus historias sorpresivamente tendidas en urdimbres diestrísimas, tan complejas y atractivas como narradas con una bella transparencia. En Pérez Galdós hay especialmente un amor, una tenaz alegría que no esconde atrocidades ni miserias, mezquindades ni torceduras, y que hace que por milagro persistan las sonrisas. Su obra está escrita desde el corazón más vivo, despierto y bueno.
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Según Max Aub han de decirse dos cosas sobre todo de la obra de don Benito Pérez Galdós: que no es inferior, por su maravilloso vuelo imaginativo y por el uso espontáneo y magistral de un idioma que el autor recoge e inventa al mismo tiempo, que la de Miguel de Cervantes; y que entre sus docenas de novelas cautivantes la más redonda y majestuosa es la mamotrética Fortunata y Jacinta (cerca de ochocientas páginas en la edición de la Colección Austral). Las dos afirmaciones sin duda son discutibles pero no podría decirse que son descabelladas. Si no está donde el autor del Quijote, por ahí anda don Benito; y, por la altura de aquellas dos mujeres tan distintas y tan próximas una a la otra (que se disputan el amor de un cínico en aquella obra deslumbrante) están otras, otros personajes en novelas insuperables y conmovedoras, como Misericordia (sin exageración, hace llorar) o Doña Perfecta o Ángel Guerra o Nazarín o la magistral La desheredada.
Como en toda historia, como en todo drama, en las novelas de Pérez Galdós prevalecen los conflictos. Poco a poco van larvándose, o a veces aparecen de sopetón. En sus procesos formativos los hechos avanzan como avanzan las tropas en los Episodios… o personajes diversos en las obras de creación pura. Particularmente en el relato de estas marchas progresivas, ordenadas o caóticas, el autor es insuperable. En La desheradada por ejemplo dedica páginas y páginas a describir cómo dos bandas de muchachos toman las calles jubilosas y enardecidas sin otro motivo que el de la busca de integrarse, tomar fuerza, acatar el llamado sordo e imparable de quién sabe qué fuerza les lanza para que una choque con la otra. Parecería haber aquí el empuje inspirador de Jenofonte y al tiempo un claro antecedente, de energía asombrosa, de las reflexiones de Canetti (Masa y poder).
Con todo y esta grandeza, no está aquí el genio superior de Galdós. Éste se sitúa en el paciente trazado de las líneas y los sustratos psicológicos de los personajes, en la recreación de los ambientes, en la mencionada recreación del habla, en el sentido del humor que brota cada dos páginas y, eminentemente, en la sensibilidad. En el amor, siempre dicho con suave y plenamente humana intensidad por hombres y mujeres, la ciudad y sus amplios o menudos espacios; el amor a las palabras, al conocimiento (que tampoco en este campo encuentra límites: don Benito da muestras de sabiduría en materias muy diversas: la ropa –y la moda y la costura–, la gastronomía, la contabilidad, el derecho, la política, la química, la medicina, la botánica…).
Hace 100 años murió Pérez Galdós y habrá que mantenerlo vivo siempre.