El coro del amanecer
Ángeles González Gamio
Ahora nos resulta difícil imaginar nuestra ciudad rodeada de lagos, cruzada por canales, con islas y ríos. Eso era Tenochtitlan y su gemela Tlatelolco. Las montañas que la rodeaban, antiguos volcanes, estaban cubiertas de bosques. Un auténtico paraíso natural en el que los mexicas habían logrado un equilibrio entre sus requerimientos como una gran urbe y el medio lacustre que les daba vida.
Habían diseñado importantes obras hidráulicas para controlar el nivel del agua en la época de lluvias y en la de secas. Un eficiente acueducto llevaba agua potable de los manantiales de Chapultepec al centro de la ciudad. Cientos de chinampas proporcionaban sano sustento.
En 2021 se conmemoran 500 años desde que, después de resistir un sitio de casi 90 días, finalmente cayó Tenochtitlan, la ciudad mítica tan alabada y reconocida por propios y extraños.
El golpe fue también para los cientos de especies que habitaban en su entorno lacustre: peces, ranas, ajolotes, todo género de aves locales y migratorias. La mayoría habrán migrado a los lagos cercanos en Xochimilco, Tláhuac, Ixtapalapa, Mixquic, Texcoco y Xaltocan.
Increíblemente las aves han permanecido fieles a la Ciudad de México; no obstante ser una de las más densamente pobladas del mundo, conserva huellas de la grandeza natural que algún día la caracterizó. Los especialistas mencionan que sigue siendo hogar de casi 300 especies de aves; eso significa cerca de 3 por ciento de la diversidad del mundo. Alrededor de 70 por ciento son residentes permanentes y el restante son migratorias.
De éstas, la mayoría huyen de latitudes con inviernos helados, con nieve y sin sol. Muchas crían a sus polluelos bajo los tibios rayos, que aunque sea invierno en esta ciudad nunca dejan de brillar.
Por esa razón esta temporada suelen aumentar los trinos y cantos que se escuchan temprano por las mañanas y al anochecer en todos los rumbos de la urbe. Al comenzar la pandemia, cuando el encierro era generalizado, muchas personas mencionaban que los pájaros cantaban más que antes. No era así, sucedía que ya no estábamos apurados para ir al trabajo, escuela y demás y teníamos el tiempo y la atención para escucharlos. También hay que tomar en cuenta que era primavera y durante esta temporada gran parte de las aves residentes se reproducen. El canto desempeña una parte esencial en el proceso para atraer pareja y defender el nido de competidores.
Despertar con el canto de las aves es uno de los grandes placeres que pueden tener los madrugadores. No importa en qué zona viva, abra las ventanas a las 6:30 y déjese deslumbrar por el coro del amanecer. Así nombran a este fenómeno en que todos los pájaros cantan al unísono poco antes de que salga el sol. Es un momento estremecedor escuchar la variedad de cantos, trinos y llamados compitiendo entre sí con gran intensidad.
Siempre me he preguntado si se comunican algo, al igual que al atardecer, cuando en parvadas regresan a las copas de los árboles a pasar la noche y se desata la misma ruidosa algarabía. No lo sé, pero son dos momentos muy vitales y gozosos.
Otro de los placeres que brindan las aves es su observación. Pocas imágenes tan subyugantes como ver un colorido colibrí suspendido en el aire, aleteando con vigor mientras su largo y fino pico penetra con precisión el corazón de una flor. Disfrutar todo el año el canto y la visión de infinidad de aves es uno más de los privilegios que tenemos los capitalinos.
Un aspecto fundamental que no puedo omitir es su importancia ecológica, sólo por mencionar algunos aspectos: polinizan las flores, dispersan semillas, controlan poblaciones de insectos, se alimentan de carne putrefacta y, en general, se consideran de los mejores indicadores de la salud de ambientes naturales.
Hoy hay que buscar un cafetín frente a un parque para observar los árboles sin prisa y ver si podemos descubrir algún pajarillo cantor. El más común es el gorrión, lindo y simpático vino de Medio Oriente y le encantó la ciudad. Con suerte avistamos una golondrina o un escandaloso zanate con su elegante plumaje negro y su piquito largo. Pertenece a la familia de los mirlos, muy sociable, es capaz de imitar diversos sonidos capitalinos –incluido el organillero– y come de todo, desde insectos hasta papas fritas. Se dice que es el ave más chilanga. ¿Será?, doctor Muriá.