Siete vidas de un gato
Vilma Fuentes
Los gemidos comenzaron a media tarde. Las extrañas leyes de la acústica no permitían precisar de dónde venían. Sollozos de bebé, quejidos quedos: pensé en Simbad, hermoso cachorro de dos meses que acaba de llegar al edificio. Descarté de inmediato esa idea, pues Simbad, bolita mimosa de caireles color miel, es la encarnación perruna de la alegría. Y los lamentos, creí distinguir, eran más bien maullidos.
En invierno oscurece temprano y, a las cinco de la tarde, las sombras comienzan a apoderarse del día. Debido al toque de queda decretado en París para detener el contagio creciente del coronavirus, me apresuré a salir de compras. Aprovecharía para ver cuál de los felinos del edificio se había herido o se hallaba atrapado en lo alto un árbol gracias a su aventurera curiosidad. Apenas unas semanas antes, la joven Pistache, gatita gris perla de seis meses, se desgarró el hociquito al saltar a un bambú tratando de atrapar algún insecto o ave a su vista. Tzuno, durante su loca juventud, numerosas veces cayó en sus propias trampas en el curso de sus investigaciones geográficas: en una ocasión, quedó atrapado en el baño de un restaurante durante un fin de semana; en otra, se vio inmovilizado en el quicio exterior de una ventana del segundo piso a donde nadie supo cómo diablos se trepó. A Millie, más sensata, se le oye maullar rara vez, excepto cuando se pelea por su territorio o su libertad femenina.
Los maullidos parecían próximos, supuse que se trataba de la angora de la vecina. Tímida, Lily sale poco. Cuando lo hace, maúlla con timidez para que se le abra. Ni Lily ni miaus en el corredor o la escalera. Al salir al jardín, los maullidos volvían a oírse. Nada en las cornisas, los quicios o los árboles. En la calle, ya en penumbras, la gente corría de un lado a otro ante el inminente toque de queda.
Al cruzar de regreso el portón del edificio, Alain, afable vecino, me preguntó si de mi ventana podía verse al gato que cayó del tercer piso a un patio interior. Antes de poder responderle, se nos acercó la joven dueña del desaventurado animal. Su felino, de tres meses, saltó por la ventana que ella dejó abierta para que el gatito se acostumbrara a las ventanas abiertas sin caer. ¿Le permitiría pasar por nuestro departamento para rescatar a su gato? Los habitantes de la planta baja no abrían. Ese alojamiento está desocupado desde el confinamiento, indiqué. De todos modos, si el felino había caído en el patio interior, necesitaría una escalera para bajar desde la terraza. Mejor era llamar a los bomberos. O buscar algunos trabajadores, indicó el vecino, en las calles aledañas, podían tener una escalera y quedarían contentos de ayudarla a cambio de una propina.
Apenas llegada a mi departamento, cuando comenzaba a contar a Jacques los sucesos, la desolada ama del gato sonó a la puerta. No sabía qué hacer. No halló obreros ni escalera ni bomberos salvadores de gatos. Vi a la chica alejarse en lágrimas.
Diez minutos después, dos jóvenes bomberos aparecían en la terraza. Preguntaron a Jacques, por la ventana, si no tenía una linterna más fuerte que la suya, pues el gato, ahora mudo, se escondía. Como el animal, sin duda asustado por su caída, les huía, los bomberos creyeron que lo mejor era que su ama bajara por él. Nuevas peripecias para ayudarla a saltar por la ventana a la terraza y bajar por la escalera de pie.
Al fin, chica, gato y bomberos pasaron a nuestro departamento por la ventana. Yvan y Valentin, los jóvenes héroes, habían sido enviados del caserne de Massena para salvar al gato. A pesar de pandemia y toque de queda, auxiliaban a los gatos en peligro. La chica no salía del susto, pero el gatito, negro con un diamante blanco en el pecho, llamado Fígaro a causa de una comedia musical, había olvidado su espanto y miraba hacia la ventana cerrada moviendo sus bellas orejas negras. Parecía dispuesto a saltar de nuevo, si una ventanilla se abría, hacia otra gloriosa expedición.
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