Jan de Vos, El historiador de Chiapas, obra catalogada como la más importante de Chiapas

Por José Félix Zavala
Jan de Vos, El historiador de Chiapas
Una obra catalogada como el trabajo más importante sobre Chiapas.
Jan de Vos nació en Amberes, Bélgica, en 1936, y tras su llegada al sureste mexicano trabajó durante un decenio como sacerdote misionero, debido a lo cual fue influenciado por los indígenas de la Lacandona y por la teología de la liberación. Incluso, en alguna ocasión reconoció que fue convertido por el pueblo maya.
 

Su niñez transcurrió en Bélgica en el seno de una familia muy católica de lengua flamenca en tiempos de la ocupación nazi. Incluso unos oficiales alemanes se instalaron en el segundo piso de la casa de sus padres, aunque su corta edad le impedía comprender la magnitud del horror que vivía su país en ese momento. Su adolescencia durante la posguerra tuvo que ser muy distinta, pero curiosamente esta era una etapa a la que Jan no solía hacer referencia. 

 

Durante sus estudios universitarios de derecho e historia descubrió su vocación religiosa y siguió los estudios necesarios para ingresar a la Compañía de Jesús, sin por ello abandonar la carrera de historia. Luego fue profesor de historia en colegios jesuitas destinados a la formación de las futuras élites políticas y económicas de Bélgica.

El historiador Jan de Vos fallece a los 75 años de edad en el 2011 en la ciudad de México, residía e San Cristóbal De Las Casas, en esa ciudad residía desde que llegó al país, en 1973. Junto con Andrés Aubry y Antonio García de León, es de los especialistas que han escrito la historia de Chiapas con mirada crítica y usando las herramientas más actuales de la historiografía.
 
Él mismo apuntó acerca de una de sus obras fundamentales, «La paz de Dios y del Rey», » La conquista de la Selva Lacandona» (1521-1821): Las páginas de su obra que no son más que un pequeño párrafo en la larga y triste historia de » La destrucción de las Indias» que Fray Bartolomé de las Casas iniciara en 1542, destrucción que para vergüenza de todos nosotros sigue siendo actual.
«Tomé partido por ellos, no sólo movido por mi convicción ética de cristiano, sino también debido a mi identidad étnica de flamenco. En Bélgica los flamencos habíamos sido ciudadanos de segunda durante siglos. Sólo en fecha muy reciente habíamos conquistado nuestra autonomía frente a un gobierno francófono centralista«, escribió De Vos en «La memoria interrogada».
 
Fue integrante desde 1987 del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (Ciesas), Unidad Sureste, y su bibliografía es catalogada como el más completo y detallado trabajo histórico sobre Chiapas, al abarcar desde la época prehispánica hasta la actualidad.
 
En el campo de la historia colonial, Jan aparece como un caballero andante que desenvaina la espada para enfrentar temas sumamente controvertidos y hasta mitificados, señala la doctora en antropología social Xóchitl Leyva en «El legado de Jan de Vos», publicado en la revista «Desacatos», Agrega: “Jan, en México, supo escuchar lo mismo a indígenas que a exploradores de la selva; a administradores de las monterías que a descendientes de los madereros. Sin embargo, De Vos mismo reconoce (…) que ha puesto su ‘trabajo al servicio de la causa indígena”’.
 
El historiador participó en la discusión de los acuerdos de San Andrés Larráinzar, como asesor invitado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en las negociaciones de éste con el gobierno federal en 1995.
Jan de Vos se llamó a sí mismo historiador regional, y por su trabajo de investigación obtuvo el Premio Chiapas en 1986, la presea Vito Alessio Robles en 1999, el reconocimiento al Mérito Estatal de Investigación Científica en 2005, el Premio Ciesas, en dos ocasiones y en 2003 fue condecorado por el gobierno belga como Caballero de la Orden del Rey Leopoldo.
 
En 2004 fue nombrado investigador nacional emérito, y se desempeñó como miembro de la Academia Mexicana de Ciencias y también de la Academia de Geografía e Historia de Guatemala. El pasado 30 de marzo celebró en San Cristóbal de las Casas los 75 años de vivir en los llanos de Flandes y en los Altos de Chiapas, y los 30 años de publicar «La paz de Dios y del Rey» y «Fray Pedro Lorenzo de la Nada».
 
El entonces obispo de la diócesis de San Cristóbal, Felipe Arizmendi Esquivel, destacó el amplio trabajo que Jan De Vos hizo por las comunidades indígenas chiapanecas, sobre todo de la etnia tojolabal, con presencia en la selva Lacandona, ‘‘Ayudó mucho a hacer traducciones de la Biblia a esta lengua, además de otro tipo de estudios de esa cultura”, resaltó el prelado, quien externó su deseo de que otros especialistas sigan el ejemplo del estudioso en favor de las lenguas indígenas.
El cronista de San Cristóbal, Jorge Paniagua Herrera, resaltó que Jan De Vos deja una escuela, una tendencia de la investigación historiográfica de las más legítimas y valiosas del siglo XXI, dentro de una etapa de post revisión de la historia de Chiapas y de México, también, lo llamó el patriarca de los historiadores de Chiapas, porque tuvo la formación de escribir clara y abiertamente una historiografía para ir en contra de los mitos políticos que prevalecen en la historia del estado, y afirmó que con su trabajo vino a desentrañar las identidades y alteridades de estas tierras.
 
«La paz de Dios y del Rey», «Oro verde» y «Una tierra para sembrar sueños», son consideradas la obra central de Jan de Vos sobre la historia de la selva Lacandona. El último libro que publicó fue «Caminos del Mayab, cinco incursiones en el pasado de Chiapas», poco antes había dado a conocer «Los torrentes vienen de lejos», una historia general del estado de Chiapas.
Basta con ver la magnífica entrevista que José Luis Escalona le hizo a Jan de Vos en el verano de 2007, para darse cuenta de que el gran historiador belga tuvo varias vidas muy disímiles unas de otras antes de convertirse en el connotado investigador que muchos conocimos. 
Aunque Jan calificaba de gris y monótona esa etapa de su vida y nunca dio pista alguna sobre los enfoques historiográficos en los que se inspiraba para impartir sus cursos –cuando se le preguntaba por los autores que lo habían inspirado, siempre citaba a académicos e intelectuales mexicanos: Luis González y González y a Daniel Cosío Villegas, en primer lugar–, es de suponerse que ese tono didáctico tan peculiar que desarrolló en sus libros tiene su origen en aquellos años.
 

Aburrido de esas tareas rutinarias, en 1972 logró que lo enviaran un año como misionero a Colombia, primero a la ciudad de Medellín, y luego al Chocó, lugar de encuentro del Atlántico con la selva tropical y de hombres y mujeres de colores muy diversos. Fue el principio de otra vida, que iría acompañada de su inmersión total en una nueva lengua, el español, en la que va a escribir toda su obra. Fascinado y estimulado por esa experiencia tan novedosa, Jan De Vos se hizo invitar a Chiapas por la misión jesuita de Bachajón para así no tener que regresar a Bélgica.

 
Sin embargo, al cabo de unos pocos años, sus superiores en Chiapas, con muy buen tino, se dieron cuenta de que Jan de Vos podía aportar mucho más a las tareas pastorales reconstruyendo la historia de los indígenas que trabajando como misionero. Fue así que, como resultado de esa encomienda, dio principio su carrera de historiador de Chiapas.
Conocí a Jan De Vos cuando se encontraba en el umbral de su última vida, la de historiador profesional, su carrera de investigador ya era muy sólida y digna de admiración, trabajando para el Centro de Investigaciones Ecológicas del Sureste, actual Colegio de la Frontera Sur, había recorrido archivos y bibliotecas, principalmente en España, Guatemala y Estados Unidos, en busca de documentos históricos sobre Chiapas, cuyos microfilmes distribuyó entre varias instituciones académicas para que otros investigadores pudieran aprovecharlos también. 
 
Durante esas pesquisas había delimitado los principales temas de investigación histórica que habrían de ocuparle el resto de sus años –la Selva Lacandona, la conquista española y las rebeliones indias. Había publicado los que a mi juicio son sus dos mejores obras –La paz de Dios y del rey -, y el pequeño y bello libro al que le tenía un particular afecto, – Fray Pedro Lorenzo de la Nada– y estaba terminando «Oro verde», libro que lo lanzaría a la fama.
 
Cuando mi mujer y yo llegamos a San Cristóbal de Las Casas, todos nos decían que teníamos que leer «La paz de Dios y del rey», Tenían razón devoramos en un par de días el libro, la lograda mezcla de un tema fascinante –la tenaz resistencia de los lacandones históricos ante los repetidos intentos de los españoles por conquistar su territorio selvático–, la amplitud de la documentación histórica que el autor había recogido y analizado, y el estilo de exposición tan propio de Jan De Vos, que le permitía hilar la narración de los hechos con el análisis crítico de los documentos que daban cuenta de estos sin que el interés menguara en momento alguno, convertirían con el paso de los años «La paz de Dios y del rey» en un clásico de la historiografía mexicana.
En cuanto tuvimos la oportunidad lo conocimos, así descubrimos poco a poco que, a pesar de su semblante tranquilo y bromista que Jan De Vos, atravesaba un momento muy difícil de su vida. Sus diferencias con la pastoral impulsada por la diócesis de San Cristóbal habían crecido, y Jan De Vos se hallaba resentido por el poco apoyo que le había brindado cuando el gobierno del estado de Chiapas había lanzado una orden de aprehensión en su contra, no porque Jan De Vos se distinguiera por su activismo político o su radicalismo, sino porque siendo extranjero era más vulnerable y su expulsión pretendía enviar una clara señal de advertencia a los promotores de la teología de la liberación, en esa ocasión fueron las gestiones de Eraclio Zepeda las que le permitieron regresar a Chiapas sano y salvo, pero a partir de ese momento empezó a considerar seriamente abandonar la Compañía de Jesús.
 
Para colmo, la investigación sobre la Selva Lacandona entre 1822 y 1949 había empezado como un trabajo conjunto, pero las diferencias entre Jan De Vos y su colaborador terminaron por estallar y al final cada quien escribió y publicó su propia versión de esa historia. 
 
Siempre sospeché que la abrumadora cantidad de información que Jan De Vos expone en «Oro verde» era una manera de probar que quien había llevado la batuta de la investigación y quien había encontrado y revisado la mayor parte de la documentación histórica había sido él. 
 
El hecho es que Jan De Vos perdió a un amigo y colaborador, y nunca más estuvo interesado en volver a participar en una investigación colectiva. Para él, el trabajo de historiador era una tarea que se llevaba a cabo de manera individual y solitaria.
A pesar de la importancia de su obra publicada y por publicar, Jan De Vos no lograba encontrar acomodo en alguna institución académica. 
 
El CIES estaba desmantelando su pequeña área de estudios sociales, y Jan De Vos se había visto obligado a renunciar a su puesto de investigador para cumplir con uno de los requisitos que la Compañía de Jesús impone a quienes desean separarse de ella: hacer un retiro de silencio durante un mes. 
 
Enrique Florescano le había conseguido un contrato por honorarios en el INAH, pero el sindicato se opuso ferozmente a que se le otorgara una plaza. 
 
Para Jan De Vos, que como miembro de la Compañía de Jesús nunca había tenido que preocuparse por su subsistencia económica, la situación se volvió angustiante.
 
Jan de Vos logró salir de ese difícil trance gracias al cariño que encontró en Emma Cosío, en a que Leonel Durán y en Andrés Fábregas Puig quien le consiguieron una plaza de investigador en el CIESAS-Sureste, sin embargo, la herida de esos años tardó mucho en cicatrizar por completo, en la entrevista mencionada de 2007, todavía regresa a ese momento y dice que no se atrevería a recomendar a alguien darle un giro radical a su vida a los cincuenta años de edad como él lo había hecho.
 
Pienso que la incertidumbre de esos años cruciales de 1986-1987 lo llevó a buscar con ahínco los reconocimientos académicos que tanto se merecía. No le fue fácil adaptarse a la vida seglar y al feroz igualitarismo de la academia, acostumbrado como estaba al trato especial que recibía por parte de sus alumnos en Bélgica y luego de sus feligreses. De ahí esa mezcla tan curiosa de una cierta soberbia –que casaba muy bien con su porte de galán bien parecido– con una inocencia casi infantil que lo hacía víctima de bromas de los colegas, pero que al mismo tiempo le fue ganando el cariño de casi todos, dado que a la gente se le quiere, no a pesar de sus defectos, sino también por sus defectos.
Lo más meritorio es que sus éxitos académicos no le fueron encerrando en su pedestal, sino que se fue convirtiendo en una mejor persona, atenta y preocupada por los otros. Más allá del bien y del mal académico, empezó a llegar a los coloquios con su guitarra para alegrar su exposición con canciones de su tierra o latinoamericanas, sin dejar de ser un admirado historiador, se fue convirtiendo también para muchos en un gran amigo, con el que siempre era un placer conversar en torno a una copa de vino o una taza de café.
 
Unos meses antes de su fallecimiento –cuando todavía se le veía saludable y animado– se le hizo un homenaje muy emotivo en San Cristóbal de Las Casas, su ciudad de adopción, para festejar sus 75 años de vida y sus treinta de publicar. 
 
La sala en que se llevó a cabo, una de las más grandes de la ciudad, estaba atiborrada de gente; muchas personas estaban de pie, incluso al exterior de la sala, el público no podía ser más variado: investigadores, estudiantes, O N Gs y sancristobalenses de muy diversa condición. 
 
Jan De Vos irradiaba felicidad, estoy convencido de que en ese momento dejó atrás el dejo de tristeza que manifestó en la entrevista de 2007 cuando se refirió “al fracaso de su vida como jesuita” y en su fuero interno confirmó que sus esfuerzos por rescatar y divulgar la historia de Chiapas no habían sido en vano. 
De lo que no cabe ninguna duda es que los que estábamos ahí reunidos estábamos sumamente agradecidos de que a los cincuenta años se hubiera atrevido a cruzar aquel umbral para convertirse en el historiador profesional que tanto admirábamos. A pesar de la carga que suponían sus vidas anteriores y de la ardua tarea que enfrentaba cada día para seguir escribiendo, con admirable disciplina, historias a la altura de las exigencias que se había planteado, hay que imaginarse a Jan de Vos feliz, así es cómo queremos recordarlo. 
 
El trabajo de Jan De Vos obligaba a hacer un alto en el vértigo del momento y a comprender los sucesos de Chiapas en poco tiempo para moderar los juicios propios, nutrirlos con las reflexiones de quienes antes de la revuelta zapatista habían surcado el terreno chiapaneco desde la etnografía o el archivo.
Encontré entonces que Jan De Vos proponía una reflexión sobre la selva como escenario de un drama entre los lacandones y sus múltiples enemigos que se extiende desde el siglo XV1 con la entrada de los frailes y pacificadores hasta nuestros días, pues los ecos de este proceso se viven cada año en el Carnaval del pueblo de Bachajón.
Es de advertirse que la composición narrativa de la obra » La Paz de Dios y del Rey» se dirige a lectores de diversa procedencia, se privilegia por ello la continuidad del relato antes que la erudición de los pies de página. Quien lo desee, hallará un sólido apéndice colocado al final del libro que comparte espacio con un glosario, una compilación de mapas y el voluminoso aparato crítico que sabe distinguir entre fuentes manuscritas, impresas e investigaciones contemporáneas, que hablan no sólo del ardor en la búsqueda y la sistematización de la información, sino de la forma en que el oficio fue puesto en práctica por el autor.
El oficio de historiar, con la amplia gama de posibilidades en su elaboración, no puede estar exento de una preocupación central: preguntarse sobre sí mismo, sobre su utilidad y pertinencia, sobre cómo cabalga entre los hombres de hoy y sus preocupaciones continuas. Dan Sperber estimó deseable que cada etnografía repensara el género etnográfico, así como cada novelista legítimo repiensa la novela.
Esta reflexión puede extenderse para suponer que cada trabajo de historia debe cuestionarse acerca de su quehacer y alcance propios.
Jan De Vos anuncia que su libro trata de un etnocidio —cometido contra la Nación Lacandona—, pero el lector pronto sabe que su autor tiene otros problemas en mente: la selva como teatro violento; las nociones de guerra, paz y evangelización de quienes las enarbolaban en la conquista de «La paz de Dios, la paz de del rey», no hay reto más complejo que reseñar libros cuya edad casi asimila la de quien lo intenta.
En el contexto del tiempo, «La paz de Dios y del Rey» hemos caminado de forma paralela desde 1994.
En ese tiempo, cualquier trabajo sobre Chiapas poseía un matiz que oscilaba entre la simpatía o el rechazo hacia la rebelión zapatista.
Nuestras bibliotecas personales empezaron a albergar los textos de Antonio García de León, Mario Humberto Ruz o Juan Pedro Viqueira, entre otros investigadores cuyos trabajos, en algunos casos, habían circulado durante años, pero que en 1994 resurgieron entre quienes buscaban alguna pista o explicación para el conflicto entre los zapatistas y el gobierno federal.
Leer, escribir o hablar sobre Chiapas suponía implicarse o marginarse: en un momento en el que la esperanza o el pesimismo provenían por igual de la Selva Lacandona, conocer lo que ella contenía —mejor aún: lo que ella no mostraba— se convirtió en prioridad acuciante, sin demora posible.
Las obras sobre Chiapas que resurgieron poseían, cómo es de suponerse, calidades, intenciones y fines distintos.
Tan fértil como el suelo selvático fue la producción académica previa y posterior al conflicto zapatista. Los ríos de tinta fueron tan caudalosos como los que bajan desde la Sierra Madre de Chiapas.
Las calidades del debate variaban de acuerdo no sólo con el lugar donde se realizarán —en un aula, un café o un local sindical—, sino con las fuentes de información empleadas como referencias —desde Los diarios hasta los comunicados, ensayos y artículos publicados a tiempo y a destiempo—.
Cuando me encontré con la «La paz de Dios y del Rey», llamó mi atención estar ante un libro escrito en 1980, cuya “antigüedad” me preocupaba, pues la acuciante actualidad demandaba la proclama novísima, el análisis de esta obra.
Si Jan De Vos postula que los detalles pueden esperar para ensayos posteriores, cumple esta misión de forma igualmente programática: el
libro «No queremos ser cristianos». «Historia de la resistencia de los lacandones (1530-1695)» a través de testimonios españoles e indígenas (1990) está anunciado en las palabras que el jefe supremo lacandón, Cabnal, emite ante los verdugos cristianos en las conclusiones de La Paz de Dios y del Rey… (p. 256), mientras que «Fray Pedro Lorenzo de la Nada, misionero de Chiapas y Tabasco» (2001) es una obra cuya raíz está en el capítulo IV de esta recia ceiba de papel.
El libro de Jan De Vos acerca de Fray Pedro Lorenzo de la Nada, que privilegia a la persona antes que, al personaje, lo que inocula el peligro de hallar una hagiografía sobre la Orden Dominica o la evangelización.
Fray Pedro Lorenzo de la Nada, rebelde, se ve obligado a hacer del camino su estado continuo. Formado al amparo del pensamiento dominicano más vanguardista, cuyas fuentes y expresiones vienen desde Francisco de Vitoria hasta Bartolomé de las Casas, su horizonte de experiencia se suma al de su orden, presente en varias zonas de América.
Aliado de un sector del poder y enemigo de otro al mismo tiempo, Fray Pedro de la Nada demuestra la rara habilidad de allegarse amigos en tierra hostil: cuenta con los indios que lo vuelven “padre” y con algún gobernador que da crédito a sus empresas, al tiempo que los suyos en Chiapas —en vías ya de ser los mayores terratenientes de esta región de la Capitanía General de Guatemala— lo consideran trásfuga. Se ordena su “reducción a la obediencia”, pero él se sumerge entre sus pueblos, por él fundados.
De ahí que las fuentes que sobre él se tienen sean básicamente jurídicas —su fecha de ingreso al convento, votos, ordenación y destino— o judiciales —las que manifiestan sus desobediencias e insubordinaciones—. Las que hablan de su incansable celo apostólico, de su faceta taumatúrgica, son palabras florecidas y cosechadas casi un siglo después de su muerte.
Muchos testimonios provienen de gente que desciende de quien lo conoció, redactadas por curas doctrineros consultados sobre la fama que queda de aquél. lacandón; los lacandones como pueblo extinguible en aras de aquellas ideas; el mito de los caribios vueltos lacandones, dueños de una extensión de tierra inmensa y codiciada.
A momentos, en «La paz de Dios y del Rey» el autor construye puentes de análisis complementarios entre las fuentes históricas y los datos etnográficos —así provengan del siglo XV11—: consigna las costumbres, la organización social y los medios de subsistencia de los lacandones.
Como dijo Claude Lévi-Strauss: “todo buen libro de historia está impregnado también de etnología”.
El mismo Jan De Vos reconoce que la abundancia documental presenta una dificultad donde los detalles siempre están supeditados a lo esencial de la empresa, y es así que la dilatada geografía de la zona estudiada, los nombres de los pueblos-escenario de las escaramuzas, los grupos en conflicto y sus diversos orígenes —criollos, españoles, indios— son colocados en un orden que, para bien del lector, adolece de la sensación de convertirse en un mamotreto cuya característica fundamental es el abigarramiento.
Los capítulos poseen marcas nominales que devienen en mojoneras que fijan los senderos que se transitarán durante la lectura: “tierra de guerra” o “de Vera Paz”, “destrucción”, “soledad”, “pueblo en vilo”, “trágica historia”, “sobrevivencia”.
En ellos, el espacio de acción de cada actor depende de su papel en consonancia o no con los intereses criollos y españoles, donde los encomenderos, los frailes, los funcionarios coloniales y por supuesto los indios tienen nombre e intencionalidad específicos, y donde, sin
realizar una exégesis militante, la historia narrada clarifica que las víctimas son quienes perdieron todo, al grado de que su rastro es perceptible sólo a partir de esta reconstrucción mítica e histórica.
«La paz de Dios y del Rey» es un trabajo que significó para el autor una suerte de libro-ceiba del que se desprendieron ramales que a su vez se convirtieron en trabajos de igual importancia. Más que un libro, fue un verdadero proyecto editorial del cual surgieron otros trabajos que son fruto de intuiciones, testimonios o problemas no del todo resueltos y en efecto son precisamente estos seres los que —como vimos anteriormente— extraen del ave el corazón (gallo o gallina) para cocerla y comérsela.
En alguna ocasión, Jan De Vos tuvo una mesita de madera conservada en la misión de Bachajón, desde donde escribió a lápiz, rodeado de un fichero minucioso, la obra de la que celebramos el XXX Aniversario. Era aún un miembro de la Compañía de Jesús, misionero llegado desde Flandes para traer a Las Cañadas la paz.
Pero ¿cuál de ellas? ¿La del lejano rey sepultado ya en las tinieblas de la historia?
¿La de un Dios cuya versión tzeltal tiene poco que ver con el que se manda reverenciar desde la lejana Roma?
El entonces jesuita Jan De Vos reconstruyó el etnocidio lacandón, descubrió al dominico fray Pedro Lorenzo de la Nada y muy pronto se colocó al margen de su propia orden para entrar a un camino en donde muchos indígenas —soy testigo— lo quieren, recuerdan y reconocen por el solo hecho de saber, con oficio y humildad, hilar memorias en un huipil coloreado por las palabras de quienes no siempre tuvieron ocasión de gritarlas.
Ni él ni fray Pedro Lorenzo de la Nada, con toda certeza, son para los tzeltales “dadores de enfermedad”.
El homenaje que se le debe tiene mucho de sentido y razón. Si Neruda escribió que “el poeta no es una piedra perdida”, es preciso decir que Jan De Vos es y será siempre una sólida roca encontrada.
¿Es factible para el misionero aindiarse?
¿Como le exigía en sueños la Virgen a los jesuitas en el Gran Nayar hacia 1740?
El antropólogo español Pedro Pitarch se pregunta lo contrario:
¿cómo hacen algunas familias tzeltales de Cancuc para amestizar a alguno de sus hijos?
Modifican su vestido, su dieta y su postura corporal. Transforman su naturaleza.
En este tenor, me llama poderosamente la atención que un testimonio de casi cien años posteriores a la muerte de fray Pedro se concentre en la forma en que se manifestaba: “y que no llevaba más tren que su persona y un poco de pozol en una red como hacen los indios… En su abstinencia, dicen los indios que su continuo sustento eran hierbas y palmitos asados y que muy raras veces comía carne”. Regresando a Pitarch, es llamativo que su etnografía sobre las almas tzeltales en Cancuc tenga un registro preciso sobre las entidades conocidas como ak’chamel, “dadores de enfermedad”:
El más destacado de estos seres se conoce como pále, del español “padre cura”, también citado en las oraciones como kelérico, “clérigo”.
Miden un metro de altura aproximadamente, son bastante gordos, calvos, con una vestidura que les cubre hasta los tobillos y calzan zapatos. No cabe duda que son sacerdotes católicos con los que explícitamente se comparan.
En realidad, hay varios tipos de pále. Los más comunes son los “padre negro”. Su ropa es de color negro y en opinión de algunos sólo actúan durante la noche.
En cambio, el “padre diurno” se cubre con ropa blanca y su cabeza no tiene pelo excepto en una estrecha franja por encima de las orejas; a veces lleva una capucha con la que se cubre la cabeza y rostro.
Los jefes de los pále son los wispa, “obispo”, de aspecto más rechoncho, probablemente porque visten varias prendas de ropa superpuestas de distinto color y unos zapatos negros pero muy brillantes.
Un cuarto tipo de sacerdote es mucho más raro: el jesuita, es decir, “jesuita”. Su apariencia es también distinta; se ignora cómo viste, pero es más alto y de una extraordinaria delgadez, de ojos hundidos y una nariz estrecha y prominente.
En cualquiera de sus versiones, a los pále les domina un irreprimible deseo de comer carne. Tienen predilección por las aves de corral, específicamente por el ave del corazón, esto es, fatídicamente, el alma de cada indígena.
Es así que hoy se tiene conciencia de la diferencia fundamental entre los historiadores que pintan retratos de sociedades o grupos dentro de ellas que son completos o tridimensionales —de modo que pensamos, nos equivoquemos o no, que somos capaces de decir cómo pudo ser vivir en tales condiciones— y los anticuarios, cronistas, recopiladores de datos y estadísticas —que pueden fundamentarse grandes generalizaciones, compiladores eruditos o teóricos que consideran que el uso de la imaginación abre las puertas a los horrores de las conjeturas, el subjetivismo o cosas peores—. Esta distinción, tan importante, se basa en la actitud hacia la facultad llamada fantasía, sin la que es imposible resucitar el pasado.
 Los recursos críticos son indispensables en el examen de los datos, pero sin fantasía, sin imaginación, el pasado permanece muerto. Para revivirlo necesitamos, al menos en teoría, oír voces de hombres, conjeturar cuál pudo ser su experiencia, sus formas de expresión, sus valores, puntos de vista, objetivos, modos de vida.
Sin esto – la fantasía- no podemos entender de dónde venimos, cómo llegamos a ser como ahora, política, social, psicológica, moralmente: no podemos entendernos a nosotros mismos.
De algún modo es cierto que con el paso de una etapa de la civilización a otra se pierde y se gana. Sea cual sea la ganancia, lo que se pierde, se pierde para siempre.
Desplegar la imaginación es y ha sido siempre un asunto arriesgado. Sobre todo, dentro de una topografía histórica matizada de abruptos y no de quietud, con etapas agitadas y convulsas, no de remanso, como la de Chiapas.

Jan De Vos asume que su obra está escrita desde abajo y con un enfoque decididamente social. 

 
Oír voces de hombres es lo que hace el historiador y nos remonta a una expresión de Rulfo en Pedro Páramo, obra que nos sitúa de principio a fin en la idea de que es imposible pasar un solo día sin morir: “sentí que el pueblo vivía. Y que, si yo escuchaba solamente el silencio, era porque aún no estaba acostumbrado al silencio; tal vez porque mi cabeza venía llena de ruidos y de voces. De voces, sí. Y aquí, donde el aire era escaso, se oían mejor.»
Bibliografía
De Vos, Jan, 1980, La paz de Dios y del Rey.
La conquista de la Selva Lacandona (1525-1821),
Gobierno del Estado de Chiapas, Tuxtla Gutiérrez. 1990,
No queremos ser cristianos.
Historia de la resistencia de los lacandones (1530-1695)
a través de testimonios españoles e indígenas
Instituto Nacional Indigenista, México. 2001,
Fray Pedro Lorenzo de la Nada,
misionero de Chiapas y Tabasco,
Consejo Nacional para la Cultura y las Artes del Estado de Chiapas,
Tuxtla Gutiérrez.
Javier Molina y Elio Henríquez- 
Ángel Vargas y Reyes Martínez.
 
La Jornada
 

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