El trabajo de Jan De Vos obligaba a hacer un alto en el vértigo del momento y a comprender los sucesos de Chiapas en poco tiempo para moderar los juicios propios, nutrirlos con las reflexiones de quienes antes de la revuelta zapatista habían surcado el terreno chiapaneco desde la etnografía o el archivo.
Encontré entonces que Jan De Vos proponía una reflexión sobre la selva como escenario de un drama entre los lacandones y sus múltiples enemigos que se extiende desde el siglo XV1 con la entrada de los frailes y pacificadores hasta nuestros días, pues los ecos de este proceso se viven cada año en el Carnaval del pueblo de Bachajón.
Es de advertirse que la composición narrativa de la obra » La Paz de Dios y del Rey» se dirige a lectores de diversa procedencia, se privilegia por ello la continuidad del relato antes que la erudición de los pies de página. Quien lo desee, hallará un sólido apéndice colocado al final del libro que comparte espacio con un glosario, una compilación de mapas y el voluminoso aparato crítico que sabe distinguir entre fuentes manuscritas, impresas e investigaciones contemporáneas, que hablan no sólo del ardor en la búsqueda y la sistematización de la información, sino de la forma en que el oficio fue puesto en práctica por el autor.
El oficio de historiar, con la amplia gama de posibilidades en su elaboración, no puede estar exento de una preocupación central: preguntarse sobre sí mismo, sobre su utilidad y pertinencia, sobre cómo cabalga entre los hombres de hoy y sus preocupaciones continuas. Dan Sperber estimó deseable que cada etnografía repensara el género etnográfico, así como cada novelista legítimo repiensa la novela.
Esta reflexión puede extenderse para suponer que cada trabajo de historia debe cuestionarse acerca de su quehacer y alcance propios.
Jan De Vos anuncia que su libro trata de un etnocidio —cometido contra la Nación Lacandona—, pero el lector pronto sabe que su autor tiene otros problemas en mente: la selva como teatro violento; las nociones de guerra, paz y evangelización de quienes las enarbolaban en la conquista de «La paz de Dios, la paz de del rey», no hay reto más complejo que reseñar libros cuya edad casi asimila la de quien lo intenta.
En el contexto del tiempo, «La paz de Dios y del Rey» hemos caminado de forma paralela desde 1994.
En ese tiempo, cualquier trabajo sobre Chiapas poseía un matiz que oscilaba entre la simpatía o el rechazo hacia la rebelión zapatista.
Nuestras bibliotecas personales empezaron a albergar los textos de Antonio García de León, Mario Humberto Ruz o Juan Pedro Viqueira, entre otros investigadores cuyos trabajos, en algunos casos, habían circulado durante años, pero que en 1994 resurgieron entre quienes buscaban alguna pista o explicación para el conflicto entre los zapatistas y el gobierno federal.
Leer, escribir o hablar sobre Chiapas suponía implicarse o marginarse: en un momento en el que la esperanza o el pesimismo provenían por igual de la Selva Lacandona, conocer lo que ella contenía —mejor aún: lo que ella no mostraba— se convirtió en prioridad acuciante, sin demora posible.
Las obras sobre Chiapas que resurgieron poseían, cómo es de suponerse, calidades, intenciones y fines distintos.
Tan fértil como el suelo selvático fue la producción académica previa y posterior al conflicto zapatista. Los ríos de tinta fueron tan caudalosos como los que bajan desde la Sierra Madre de Chiapas.
Las calidades del debate variaban de acuerdo no sólo con el lugar donde se realizarán —en un aula, un café o un local sindical—, sino con las fuentes de información empleadas como referencias —desde Los diarios hasta los comunicados, ensayos y artículos publicados a tiempo y a destiempo—.
Cuando me encontré con la «La paz de Dios y del Rey», llamó mi atención estar ante un libro escrito en 1980, cuya “antigüedad” me preocupaba, pues la acuciante actualidad demandaba la proclama novísima, el análisis de esta obra.
Si Jan De Vos postula que los detalles pueden esperar para ensayos posteriores, cumple esta misión de forma igualmente programática: el
libro «No queremos ser cristianos». «Historia de la resistencia de los lacandones (1530-1695)» a través de testimonios españoles e indígenas (1990) está anunciado en las palabras que el jefe supremo lacandón, Cabnal, emite ante los verdugos cristianos en las conclusiones de La Paz de Dios y del Rey… (p. 256), mientras que «Fray Pedro Lorenzo de la Nada, misionero de Chiapas y Tabasco» (2001) es una obra cuya raíz está en el capítulo IV de esta recia ceiba de papel.
El libro de Jan De Vos acerca de Fray Pedro Lorenzo de la Nada, que privilegia a la persona antes que, al personaje, lo que inocula el peligro de hallar una hagiografía sobre la Orden Dominica o la evangelización.
Fray Pedro Lorenzo de la Nada, rebelde, se ve obligado a hacer del camino su estado continuo. Formado al amparo del pensamiento dominicano más vanguardista, cuyas fuentes y expresiones vienen desde Francisco de Vitoria hasta Bartolomé de las Casas, su horizonte de experiencia se suma al de su orden, presente en varias zonas de América.
Aliado de un sector del poder y enemigo de otro al mismo tiempo, Fray Pedro de la Nada demuestra la rara habilidad de allegarse amigos en tierra hostil: cuenta con los indios que lo vuelven “padre” y con algún gobernador que da crédito a sus empresas, al tiempo que los suyos en Chiapas —en vías ya de ser los mayores terratenientes de esta región de la Capitanía General de Guatemala— lo consideran trásfuga. Se ordena su “reducción a la obediencia”, pero él se sumerge entre sus pueblos, por él fundados.
De ahí que las fuentes que sobre él se tienen sean básicamente jurídicas —su fecha de ingreso al convento, votos, ordenación y destino— o judiciales —las que manifiestan sus desobediencias e insubordinaciones—. Las que hablan de su incansable celo apostólico, de su faceta taumatúrgica, son palabras florecidas y cosechadas casi un siglo después de su muerte.
Muchos testimonios provienen de gente que desciende de quien lo conoció, redactadas por curas doctrineros consultados sobre la fama que queda de aquél. lacandón; los lacandones como pueblo extinguible en aras de aquellas ideas; el mito de los caribios vueltos lacandones, dueños de una extensión de tierra inmensa y codiciada.
A momentos, en «La paz de Dios y del Rey» el autor construye puentes de análisis complementarios entre las fuentes históricas y los datos etnográficos —así provengan del siglo XV11—: consigna las costumbres, la organización social y los medios de subsistencia de los lacandones.
Como dijo Claude Lévi-Strauss: “todo buen libro de historia está impregnado también de etnología”.
El mismo Jan De Vos reconoce que la abundancia documental presenta una dificultad donde los detalles siempre están supeditados a lo esencial de la empresa, y es así que la dilatada geografía de la zona estudiada, los nombres de los pueblos-escenario de las escaramuzas, los grupos en conflicto y sus diversos orígenes —criollos, españoles, indios— son colocados en un orden que, para bien del lector, adolece de la sensación de convertirse en un mamotreto cuya característica fundamental es el abigarramiento.
Los capítulos poseen marcas nominales que devienen en mojoneras que fijan los senderos que se transitarán durante la lectura: “tierra de guerra” o “de Vera Paz”, “destrucción”, “soledad”, “pueblo en vilo”, “trágica historia”, “sobrevivencia”.
En ellos, el espacio de acción de cada actor depende de su papel en consonancia o no con los intereses criollos y españoles, donde los encomenderos, los frailes, los funcionarios coloniales y por supuesto los indios tienen nombre e intencionalidad específicos, y donde, sin
realizar una exégesis militante, la historia narrada clarifica que las víctimas son quienes perdieron todo, al grado de que su rastro es perceptible sólo a partir de esta reconstrucción mítica e histórica.
«La paz de Dios y del Rey» es un trabajo que significó para el autor una suerte de libro-ceiba del que se desprendieron ramales que a su vez se convirtieron en trabajos de igual importancia. Más que un libro, fue un verdadero proyecto editorial del cual surgieron otros trabajos que son fruto de intuiciones, testimonios o problemas no del todo resueltos y en efecto son precisamente estos seres los que —como vimos anteriormente— extraen del ave el corazón (gallo o gallina) para cocerla y comérsela.
En alguna ocasión, Jan De Vos tuvo una mesita de madera conservada en la misión de Bachajón, desde donde escribió a lápiz, rodeado de un fichero minucioso, la obra de la que celebramos el XXX Aniversario. Era aún un miembro de la Compañía de Jesús, misionero llegado desde Flandes para traer a Las Cañadas la paz.
Pero ¿cuál de ellas? ¿La del lejano rey sepultado ya en las tinieblas de la historia?
¿La de un Dios cuya versión tzeltal tiene poco que ver con el que se manda reverenciar desde la lejana Roma?
El entonces jesuita Jan De Vos reconstruyó el etnocidio lacandón, descubrió al dominico fray Pedro Lorenzo de la Nada y muy pronto se colocó al margen de su propia orden para entrar a un camino en donde muchos indígenas —soy testigo— lo quieren, recuerdan y reconocen por el solo hecho de saber, con oficio y humildad, hilar memorias en un huipil coloreado por las palabras de quienes no siempre tuvieron ocasión de gritarlas.
Ni él ni fray Pedro Lorenzo de la Nada, con toda certeza, son para los tzeltales “dadores de enfermedad”.
El homenaje que se le debe tiene mucho de sentido y razón. Si Neruda escribió que “el poeta no es una piedra perdida”, es preciso decir que Jan De Vos es y será siempre una sólida roca encontrada.
¿Es factible para el misionero aindiarse?
¿Como le exigía en sueños la Virgen a los jesuitas en el Gran Nayar hacia 1740?
El antropólogo español Pedro Pitarch se pregunta lo contrario:
¿cómo hacen algunas familias tzeltales de Cancuc para amestizar a alguno de sus hijos?
Modifican su vestido, su dieta y su postura corporal. Transforman su naturaleza.
En este tenor, me llama poderosamente la atención que un testimonio de casi cien años posteriores a la muerte de fray Pedro se concentre en la forma en que se manifestaba: “y que no llevaba más tren que su persona y un poco de pozol en una red como hacen los indios… En su abstinencia, dicen los indios que su continuo sustento eran hierbas y palmitos asados y que muy raras veces comía carne”. Regresando a Pitarch, es llamativo que su etnografía sobre las almas tzeltales en Cancuc tenga un registro preciso sobre las entidades conocidas como ak’chamel, “dadores de enfermedad”:
El más destacado de estos seres se conoce como pále, del español “padre cura”, también citado en las oraciones como kelérico, “clérigo”.
Miden un metro de altura aproximadamente, son bastante gordos, calvos, con una vestidura que les cubre hasta los tobillos y calzan zapatos. No cabe duda que son sacerdotes católicos con los que explícitamente se comparan.
En realidad, hay varios tipos de pále. Los más comunes son los “padre negro”. Su ropa es de color negro y en opinión de algunos sólo actúan durante la noche.
En cambio, el “padre diurno” se cubre con ropa blanca y su cabeza no tiene pelo excepto en una estrecha franja por encima de las orejas; a veces lleva una capucha con la que se cubre la cabeza y rostro.
Los jefes de los pále son los wispa, “obispo”, de aspecto más rechoncho, probablemente porque visten varias prendas de ropa superpuestas de distinto color y unos zapatos negros pero muy brillantes.
Un cuarto tipo de sacerdote es mucho más raro: el jesuita, es decir, “jesuita”. Su apariencia es también distinta; se ignora cómo viste, pero es más alto y de una extraordinaria delgadez, de ojos hundidos y una nariz estrecha y prominente.
En cualquiera de sus versiones, a los pále les domina un irreprimible deseo de comer carne. Tienen predilección por las aves de corral, específicamente por el ave del corazón, esto es, fatídicamente, el alma de cada indígena.
Es así que hoy se tiene conciencia de la diferencia fundamental entre los historiadores que pintan retratos de sociedades o grupos dentro de ellas que son completos o tridimensionales —de modo que pensamos, nos equivoquemos o no, que somos capaces de decir cómo pudo ser vivir en tales condiciones— y los anticuarios, cronistas, recopiladores de datos y estadísticas —que pueden fundamentarse grandes generalizaciones, compiladores eruditos o teóricos que consideran que el uso de la imaginación abre las puertas a los horrores de las conjeturas, el subjetivismo o cosas peores—. Esta distinción, tan importante, se basa en la actitud hacia la facultad llamada fantasía, sin la que es imposible resucitar el pasado.
Los recursos críticos son indispensables en el examen de los datos, pero sin fantasía, sin imaginación, el pasado permanece muerto. Para revivirlo necesitamos, al menos en teoría, oír voces de hombres, conjeturar cuál pudo ser su experiencia, sus formas de expresión, sus valores, puntos de vista, objetivos, modos de vida.
Sin esto – la fantasía- no podemos entender de dónde venimos, cómo llegamos a ser como ahora, política, social, psicológica, moralmente: no podemos entendernos a nosotros mismos.
De algún modo es cierto que con el paso de una etapa de la civilización a otra se pierde y se gana. Sea cual sea la ganancia, lo que se pierde, se pierde para siempre.
Desplegar la imaginación es y ha sido siempre un asunto arriesgado. Sobre todo, dentro de una topografía histórica matizada de abruptos y no de quietud, con etapas agitadas y convulsas, no de remanso, como la de Chiapas.
Jan De Vos asume que su obra está escrita desde abajo y con un enfoque decididamente social.