En la ventana con la golondrina
– Marco Antonio Campos –
La Jornada Semanal
La veo en el cristal. Es su reflejo.
Se halla en la saliente. Dialoguemos, digo.
Miro la golondrina como si llevara
en los ojos el pañuelo azul de la migración.
“Nos parecíamos tanto” –me dice, mientras
ve la glorieta y la iglesia de mi barrio en
el sur de Ciudad de México.
Aquí llegó, la veo, llegó con el verano, cuántos veranos
desairó. Viajó, volvió, huyó de tres en nueve,
de tres en tres, pero el viaje, al final,
parece como si vieras un cielo gris y azul
que lentamente se va tras la montaña.
El viaje da saber pero no sabiduría
Buscaré explicarme, le digo. Busquemos explicar
por qué la vida, nuestra vida, se alargó de adioses.
¿Qué fue de pueblos en fuga, ciudades provinciales,
colinas de Provenza o de Toscana, puentes en hilera
del Sena, del Arno o del Danubio, mares israelíes,
bosques de hayas y abedules que me pongo enfrente,
argentinas de piernas tan torneadas que bajaba el Plata,
largos litorales para los que no sirve el sistema decimal?
No hay pero en el pero, y sin embargo mira:
Viajé, es cierto (de joven lo hice con velocidad ilímite). Busqué
vivir intensamente, leí gran literatura y desleí la mala. Desprevenido,
fui crucificado a veces y desdeñado a lo bestia
por gente que no era superior ni al fango.
Fui rabioso, a veces vengativo, mordaz a veces,
a veces temeroso, a veces simplemente un sandio.
No sé cuánto quedó ni cómo quedó mi alma,
ni dónde –adiós– la juventud, ni cuándo
del viernes al domingo en que el verano otoña.
No ignoré que después de los cincuenta
la hierba se marchita, aleva el verde,
el dolor de la experiencia dobla el cuerpo,
y la grisácea vejez –para qué engañarse–
es un lugar de desencanto, de promesas que
cumplimos mediocremente, del chiste vejatorio
que avergüenza, del endeble corazón
y el malestar físico. Sovenha vos a temps de ma dolor!*
En veinte años –le digo– nadie sabrá que yo nací,
que busqué una poesía que arrancara el alma,
que sólo un instante y solo se vive en esta tierra,
y eso, eso me ensombrece, como a quien de pronto
le tocan a la puerta, y le dicen lo que no hizo,
y lo amenazan. Pero me acuerdo, señalo,
te acuerdas de aquel año del ’82,
lo llorabas con un grito y desde el vértice
se precipitaban dos jóvenes bellísimas.
“¿Nos parecíamos tanto?” –me dice la golondrina,
y miro movérsele las alas, como si saliera y
no saliera de la angosta saliente.
Me viste en los años, me viste los años, le digo,
en aquel entonces cuando la locura bajaba enhoramala,
astillas y esquirlas del cerebro, castillos
en figuras de sueños en que hundía las uñas
en las penúltimas piedras del penúltimo piso.
Viví, viví intensamente, me sobraron experiencias,
pero uno mal comprende que sólo algunas valen, o
nos damos por creer que valen algo.
Fui fuerte, impulsivo, solitario melancólico, piadoso
a la intemperie, alguien a quien la ternura le sobraba
pero no sabía qué hacer con ella, inseguro en ocasiones
cuando no había ni por qué ni para qué, alguien que tocó
el arpa que dobló la pena, en suma, sin ansias de
golpearme el pecho, fui de más a menos una causa perdida
–y sólo sabes, sólo sabes con resignación,
como creo que ahora lo sabes, me dice la golondrina,
que uno debe seguir, seguir en el vuelo, no obstante
que terminemos con el ala o con las alas rotas.
* Verso de Arnaut Daniel en el canto XXVI del Purgatorio de La divina comedia, de Dante.