Cuando Carlos Montemayor murió (Parral, Chihuahua, 13 de junio de 1947- México, D.F., 28 de febrero de 2010)
El poeta argentino Juan Gelman declaró, a manera de breve despedida: «Nos va a hacer mucha, mucha falta». Y esta sentencia, como en la mayoría de buenos poetas, demostró posteriormente sus dotes de oráculo.
En estos días no existe un escritor comparable a sus capacidades y compromiso con respecto a la poesía y la relación que configuró entre este arte y la historia de México. Sobre todo, el legado de Montemayor está entre quienes escribieron para expresar un malestar propio y común a un tiempo.
Su novela La guerra en el Paraíso (1991), marca una pauta para entender los conflictos armados en nuestro país y demuestra, asimismo, la formación de la guerrilla y su continuidad en la problemática vida nacional. En ella encontramos la narrativa de cómo se vivió en las décadas de 1960 y 1970 el surgimiento de la lucha de Lucio Cabañas y su pueblo: los motivos de su alzamiento en armas (en Ayotzinapa, por cierto), sus razones, la represión, su final y sobre todo, la llamada de consciencia sobre porqué este es un retrato de una situación que hoy palpita como una herida, no sólo en Guerrero, sino en diversos estados de nuestro país. Empero, esta inmortal obra no hace sino condensar una carrera (precozmente iniciada) en la literatura que siempre buscó atender los problemas urgentes de la realidad mediante la literatura. En tanto, Montemayor entendió que había que ampliar el campo de batalla y se relacionó directamente con las causas sociales, se convirtió en un defensor de los derechos de los pueblos como pocos, muy pocos intelectuales en nuestro país.
La capacidad y vocación del chihuahuense (cualidades necesarias del poeta, según Octavio Paz) para expresar lo social y lo literario en armonía se encuentran previamente en sus novelas primeras, que exponen la situación asfixiante que los mineros enfrentan en nuestro país. Montemayor provenía de una región minera, misma donde pudo ver las carencias de quiénes enfrentaban este oficio, situación que le interesó al punto de escribir dos novelas: Mal del Piedra (1980) y Minas del Retorno (1982). Las precarias condiciones de salud (reflejadas en una expectativa de vida sumamente corta, los salarios bajos y casi esclavizantes, el problema del despojo (ese talón de Aquiles del despojo de la tierra en México, reflejado de forma insuperable por Juan Rulfo): condiciones que se encuentran tan vivas en estas novelas como en la actualidad.
Y no olvidemos las piezas que desde la prosa nos dejó antes de consolidarse como el novelista comprometido que fue. Montemayor entendió como pocos la posibilidad de elevar al plano poético a la prosa, como bien aprendió de Ezra Pound o William Faulkner, por ejemplo. Sus cuentos y prosas breves le permitieron no sólo ganarse un rápido lugar en el Parnaso mexicano, sino ser el más joven acreedor del Premio Mayor Villaurrutia con libro Las llaves de Urgell (1971).
Montemayor abordó los problemas de los pueblos desde su sentido lingüístico también: fue un impulsor destacado, igual que su amigo Miguel León-Portilla, de la (re) valoración de las lenguas originarias de nuestro país, las cuales conoció y tradujo textos así como literatura oral. En cierta parte de su vida, pudo irse a vivir a Europa o Estados Unidos, pero decidió quedarse en México para entender mejor el valor de las letras de los pueblos y sus principales problemas. De igual forma, atendió al lenguaje con el compromiso y enamoramiento de la palabra que le permitieron traducir a por lo menos una docena de idiomas (griego clásico y moderno, latin, provenzal, inglés, francés, italiano, alemán, chino y un fluido etcétera).
Pero fue ante todo, poeta (y músico, como le gustaba ser recordado). En sus versos, todavía poco explorados (tarea pendiente) encontramos la sensibilidad profunda de un hombre que lo mismo se maravillaba por la ciudad que por el campo, por la soledad que por una mujer, por el exilio que por los pueblos, por la lucha incansable de hombres y mujeres como él: dedicados a resistir desde su trinchera.
El problema de su vida, como dijimos fue la guerrilla. Lo atendió dentro y fuera de sus novelas. Especialmente, marcaron su corazón los hechos ocurridos en Chihuahua, cuando jóvenes estudiantes fueron catalogados de criminales por el cacicazgo y asesinados en la emblemática «Toma del Cuartel de Madera» el 21 de septiembre de 1965. Solamente pudo escribir de ello con madurez, después de procesar el dolor de la pérdida y de la rabia ante la injusticia. De ahí surgió una trilogía imperdible: Las Armas del Alba (2003), La Fuga (2007) y Las Mujeres del Alba (2010, novela póstuma).
Quien quiera conocer a México en su crudeza y sus verdaderas problemáticas, encontrará en Montemayor una fuente inagotable de enseñanzas, no solamente sustentadas sino poéticas: fue una voz próxima a la voz de todos, como los más grandes poetas, diría Walter Benjamin. Lo anterior lo vuelve un indispensable. ¿Cuántos escritores comprometidos existen hoy?, ¿cuántas personas comprometidas con alguna causa conocemos? Recordar a Carlos Montemayor es también una lección existencial.
En uno de sus más entrañables versos nos pregunta «¿sólo a morir hemos venido a la tierra?/ ¿sólo para morir aquí nacimos?”. Habría que considerar lo anterior para no quedarnos nunca en el lugar donde estamos.
Memoria
Estoy aquí, en la casa, a solas.
Aquí están los muebles, el aire, los ruidos.
Tengo un sentimiento tan transparente
como el vidrio de una ventana.
Es como la ventana en que miraba la nieve al amanecer,
hace muchos años, cuando era niño.,
y pegaba la cara contra el cristal y comprendía toda la vida.
Es un deseo en calma, como la tarde.
Es estar como están todas las cosas.
Tener mi sitio como todo lo que está en la casa.
Perdurar el tiempo que sea, como las cosas.
No ser más ni mejor que ellas.
Sólo ser, en medio de la mi vida,
parte del silencio de todas las cosas.
XI
Una mirada clarísima se yergue innumerable
cuando en la mujer empieza el mundo.
Esparce un aroma de lluvia sobre la vida,
un aroma de barro, de río,
elevado el sonido primordial de las piedras.
Vuelve los ojos desde su altura, desde su carne,
hasta el silencio en que todo cae y resurge.
Nada podemos olvidar, si la recobramos.
Nada podemos amar, cuando nos doblega.
Nada la detiene, nada nos sacia.