Los colmillos del dragón (La saga de los cadmeos)
Enrique González Rojo Arthur
Antesala
El poema que tiene el lector en sus manos es atípico en la poesía mexicana. Es cierto que, en ella, donde florece sobre todo la lírica, hay un puñado de poemas largos a los que más que llamar épicos, deberíamos denominar filosóficos: Primero sueño de Sor Juana, Muerte sin fin de Gorostiza, Canto a un dios mineral de Cuesta, Piedra de sol de Paz, Cada cosa es Babel de Lizalde, Los elementos de González Cosío y Cuerpos de Max Rojas. El texto Los colmillos del dragón no forma parte ni de la poesía lírica, ni de la poesía épica, ni de la poesía filosófica. Pertenece a un género deliberadamente híbrido. Yo le llamo novelema y voy a dar cuenta y razón de cómo surgió esta propuesta. Con excepción de la poesía social, que trae consigo su propia heterodoxia, la creación poemática predominante en México cuando empecé a escribir, y hasta el día de hoy, se ubicaba o tendía a hacerlo en el terreno de lo puramente lírico, de la estructuración de ánforas sagradas en donde, además del enlace armonioso de palabras, cabían diversos temas, algunos sentimientos, ciertos afanes y ya. Lo prohibido era la anécdota. Se pensaba y decía que la poesía anecdótica implicaba un contrasentido: era el imposible matrimonio entre la belleza en su inmóvil abstracción y la vulgaridad de lo narrativo. Sin dejar de escribir poemas con esa orientación, me empecé a ubicar en la posición contraria: intuí que una de las maneras en que la poesía podría enriquecerse, ampliar su diapasón, salir de su encajonamiento, colonizar nuevos y atractivos territorios, era liberarse de su confinamiento esteticista, para tenérselas que ver con el mundo, con la intemperie existencial, y no sólo con lo público y colectivo, sino con todos los haceres y quehaceres del ser humano que podían expresarse en el hecho sabrosísimo de contar algo y hacerlo desde la perspectiva de un esmerado trabajo poético.
En el proyecto de Los colmillos del dragón, a más de lo dicho, influyó decisivamente en mi escritura otro factor: el apasionamiento que, desde mi participación en un grupo literario adolescente, he tenido por lo que de jóvenes llamábamos hallazgos e imágenes o figuras sorpresivas y que no eran sino tropos en general y metáforas en particular. En el grupo de marras, estos hallazgos eran vistos como finalidades en sí mismas: como microcosmos, con una estructura cerrada similar a los epigramas, haikús, greguerías, etc. y no como medios para algo ajeno a su propia conformación. Alguno de los miembros de ese colectivo no pudo liberarse de esa idea del hallazgo y cuando hizo poemas extensos –y vaya si los hizo– no llevó a cabo sino un tejido de metáforas en realidad deshilvanado, aunque con una imaginación metafórica envidiable y única en la poesía de nuestro país.
A mí cada vez me fue interesando más el hallazgo no como fin sino como medio, como los emocionados adobes de una construcción discursivopoética. Había un antecedente en la literatura española clásica: el gongorismo en general y Luis de Góngora y Argote en particular. Como se ha dicho, en éste la unidad idiomática del poema (Las soledades, el Polifemo y Galatea, el Panegírico al Duque de Lerma, etc.), no son las palabras o los fonemas sino las metáforas. Mis novelemas están cercanas al gran poeta cordobés, el cual no tiene empacho en unir indisolublemente el cantar y el contar o el ir desplegando la narración mediante un lirismo de la más alta factura. Tengo, desde luego, diferencias con Góngora, tanto desde el punto de vista de la forma (no empleo el hipérbaton, ni soy un feligrés del endecasílabo) como del contenido: no me interesa el aspecto puramente mitológico, ni mi posición está contextuada en el catolicismo.
Los colmillos del dragón no es la única novelema que ha salido del numen o la ponzoña lírica, como decía mi abuelo, que conlleva mi quehacer literario con pasión indomeñable y singular alegría y que, por lo visto, la herencia y el medio ambiente han logrado cristalizar en mí. En realidad se trata de la sexta y más ambiciosa, ya que hace referencia al ciclo mitológico tebano que comienza con Cadmo, fundador de pueblos, termina con la muerte de Antígona, pasando por la tragedia de Edipo y sus consecuencias. Para recrear esta historia tomé principalmente como materia prima las múltiples referencias que sobre los cadmeos y los labdácidas aparecen en Eurípides, Esquilo y, sobre todo, Sófocles.
A diferencia de George Steiner, que en sus Antígonas examina la trilogía de Sófocles sobre el tema y la obra de muchos poetas, filósofos y traductores a la búsqueda de lo que –sobre todo en Antígona– dijo en realidad el gran dramaturgo griego, yo no tengo esa intención ni me siento capaz de hacer un análisis de tamaña envergadura. Por mi parte, pretendo hacer una novela que es un poema (o un poema que es una novela) de la estirpe tebana, tomando datos de la leyenda, pero sometiendo el proceso escritural a mi imaginación, lo cual implica necesariamente verlo todo con ojos de nuestro siglo. Cadmo, Ágave, Lábdaco, Layo, Yocasta, Edipo y sus hijos (Polinices y Eteocles) y sus hijas (Antígona e Ismene), como también Creonte y sus hijos Meneceo y Hemón, son griegos, tebanos y se hunden en el mito, la leyenda y tal vez ciertos elementos históricos del Mediterráneo, pero también son míos, mexicanos, de los siglos XX y XXI, y su carácter es una síntesis entre su origen helénico –que va más allá del siglo V aC y se remonta a una mitología oral primitiva– y la moderna concepción del autor. La estructura con que diseño cada personalidad del escrito tiene cierta vinculación con los personajes del mito, pero la modelación definitiva –y el carácter simbólico que se desprende de ello– reside, insisto, en mi muy personal interpretación. El tema da para todo. No hay pasión humana o sentimientos de nuestra especie sapiens sapiens que no hagan acto de presencia en esta obra: el heroísmo, la cobardía, la temeridad, la venganza, el poder, el amor en sus múltiples formas, el sacrificio, el plegarse o no al destino, el libre arbitrio, la moral pública y privada, la familiar, la guerra entre los dioses y los hombres, el tiempo, etc. Los colmillos del dragón no constituye una galería de historias y sucesos envejecidos, enclaustrados en su gloriosa e infecunda antigüedad, sino que gozan y resultan verdaderamente actuales. El añadido sincrético de mi cosecha le confiere a la fuerza del mito un aspecto creativo y revelador.