De Bruno Monsaingeon «Glenn Gould: Hereafter», lo trascendente, el más allá, la otra vida.

Pro Gould, contra Gould

Juan Arturo Brennan

Una mujer italiana que habla con la estatua de Glenn Gould en Toronto, y va a buscarlo a su tumba para agradecerle.

Una mujer británica que se hace tatuar el tema principal del Cuarteto de cuerdas de Gould.

Una mujer rusa en plena campaña para la gouldización de Rusia.

Un músico y cineasta que se refiere al singular pianista canadiense como un ser de otro mundo y otra dimensión.

Tales son los personajes protagónicos más notorios de un documental de Bruno Monsaingeon titulado originalmente Glenn Gould: Hereafter (2006), elusivo término que puede ser traducido como lo ulterior, lo trascendente, el más allá, la otra vida.

Son varios los documentales que se han realizado sobre la figura de Glenn Gould (1932-1982), algunos dirigidos por el propio Monsaingeon, pero, para quienes conocen a Gould apenas por encima, este filme es un buen punto de entrada a la vida y la carrera de uno de los músicos más extraños que han pisado esta Tierra y puesto las manos sobre un teclado. De las imágenes y sonidos de este filme, que es ciertamente interesante, surge un retrato bastante completo de Gould, al menos en lo que se refiere a sus principales características como músico y ser humano. Lo principal, creo, es que se trata de un músico que fue absolutamente fiel e intransigente con sus convicciones, cosa que no le granjeó muchos amigos entre sus colegas y los miembros de la industria musical, pero en cambio produjo una base de fans incondicionales que ya quisiera cualquier estrella de Hollywood o artista de rock. Aquí está el Gould que también era organista, que adoraba a Bach con un amor totalizador, y que a la vez se permitía enmendar la plana a Mozart. Está presente el pianista que usaba siempre la misma silla para sentarse ante su instrumento, que exigía control absoluto de la temperatura de los ámbitos en los que tocaba y grababa, hombre paranoico e hipocondriaco (y de salud no del todo buena), usuario permanente de gorra, guantes y abrigos en cualquier clima.

Pero también es posible apreciar en la película de Monsaingeon (que puede verse en medici tv) a un músico que hablaba de música con mucha elocuencia y conocimiento de causa, así fuera para proferir conceptos que muchos de sus tiesos y anticuados contemporáneos consideraron anatema. Este es el pianista que abandonó temprano las salas de concierto para dedicarse por entero durante el resto de su vida a su gran amor: el micrófono del estudio de grabación. Con esta actitud radical, Glenn Gould mató dos pájaros de un tiro: se proporcionó las condiciones que él consideraba ideales para hacer música, y se alejó de la gente, a la que no le tenía particular aprecio; su legendaria aversión a socializar aparece aquí en toda su gloriosa misantropía. El cúmulo de excentricidades y manierismos de Gould aludidos en el documental conforma, sí, un retrato de un personaje raro, pero a la vez fascinante. Este pianista, que cantaba y tarareaba la música, para adoración de muchos y exasperación de otros (sus ingenieros de grabación, sobre todo), da testimonio de su amor por la música de Bach, Webern y Schoenberg (cuyo nombre le puso a su lancha de motor), al tiempo que alude a Bartók y Stravinski como músicos menores y sobrevalorados. Por estos y otros conceptos, muchos músicos actuales opinan que Gould fue más un consumado histrión que un gran artista.

Por otra parte, hay aquí también una presencia notable de muchos a quienes Glenn Gould despertó, inspiró, alivió, sorprendió y desconcertó, sobre todo a través de sus heterodoxas interpretaciones de Bach. Tales testigos mencionan una y otra vez que escuchar a Gould era una experiencia trascendental que rebasaba por mucho la de asistir a un simple concierto o recital. De hecho, al retirarse de los escenarios, Gould mencionó su hartazgo con el ritual musical público que implica la ejecución rutinaria de música rutinaria en condiciones rutinarias.

Entre las conclusiones que es posible sacar de este documental de Bruno Monsaingeon sobre Glenn Gould, hay una muy evidente, que ya se ha explorado a fondo: la imposibilidad casi absoluta de abordar al pianista originario de Toronto desde la indiferencia: o se le ama o se le odia, y parece que no hay medias tintas a su respecto. En su descargo: Gould amaba entrañablemente a sus perros.

 

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