Obra de John Spencer en Tetela del Monte, Cuernavaca.

La Jornada Semanal

– Roberto Bernal

El pintor, tallador y escultor John Spencer (Reino Unido, 1928-México, 2005) fue uno de los artistas más interesantes que vivieron en México, puntualmente en la ciudad de Cuernavaca, donde adquirió la que en el pasado fue la casa de Malcolm Lowry. También en la misma ciudad, construyó el campanario de la iglesia de Santa Catalina en Buena Vista, y la “Cruz de Cuernavaca”, colocada en la capilla abierta de la Catedral. Personaje sumamente hermético y silencioso, resultaba interesante para gran parte de quienes lo conocimos. Fueron los habitantes de Tetela del Monte, Morelos, quienes lo nombraron ‘Tlamatini’, esto es, “el que sabe”.

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Conocí a John Spencer en los años noventa, cuando viví en Cuernavaca. Raúl Ruiz, amigo en común, administraba Casa Tamoanchan, espacio que albergaba músicos y artesanos, e invitaba a John a conocer la música y materiales que elaboraban estas personas. John nunca faltó a ninguna invitación. Llegaba puntual, silencioso y permanecía aislado, sin ningún interés por nada de lo que allí sucedía. Veinte o treinta minutos después, en alguna silla, dormitaba hasta que todo mundo se había ido. Más tarde, silencioso como llegó, sin despedirse de nadie, se marchaba. Con el tiempo, resultó común toparme con John en diferentes puntos de la ciudad. Desaliñado, siempre con una carpeta negra en la mano izquierda, vagaba por la ciudad, encorvado, con la mirada distraída, dando pasos largos y rápidos hacia ninguna parte. Más tarde se sentaba en alguna banca, donde tampoco parecía estar atento a nada, con esos ojos azules –o verdes, no recuerdo bien– que se estacionaban en el desinterés y que me perturbaban bastante.

En otras ocasiones me encontraba con él en conciertos organizados en la Catedral de Cuernavaca. Aquel coro –conformando sólo por niños– interpretaba, según recuerdo, a Monteverdi, Haydn, Telemann y Bach. John llegaba temprano y se sentaba en primera fila. Como siempre ocurría con él, minutos después ya estaba dormido, hasta que sonaba la música de Bach, y sólo por ese momento, sobresaltado y con los ojos muy abiertos, miraba y atendía a aquel grupo de niños. No puedo hablar de interés; John parecía más bien aterrorizado. El espanto de John, aquella alteración suya que se producía solamente al escuchar a Bach, puede explicarse porque, presiento, era lo único capaz de despertarlo y atraerlo al mundo. Todavía recuerdo la mirada de espanto y compasión que nos dirigía a todos y a cada una de las cosas alrededor. Pero tan pronto culminaba la música de Bach, John volvía a su desinterés por las cosas, a esa distracción en la que no parecía participar nada del mundo.

Un lugar habitual donde me encontraba con John era en la capilla del ala derecha de la Catedral de Cuernavaca. Lo veía ahí todas las tardes. No recuerdo otro lugar donde John permaneciera tanto tiempo, tal vez horas, y estoy seguro de que rezaba. No creo que fuera ahí por aislamiento, porque él mismo era capaz de aislarse en cualquier sitio; me parecía que aquella serenidad de la arquitectura y del retablo, tan sutilmente iluminados por vitrales rojos y amarillos, a los que se rendían la humedad y el olor de las flores, era lo que atraía a John. Después de eso, caminaba por los jardines de la Catedral y terminaba la caminata subiendo hasta la cúpula, por unas escaleras oscuras y largas que, al final, conducían hacia un panorama amplio de la ciudad. Pero de aquel paisaje de acacias, jacarandas y fresnos, tan espeso que podían hacer desaparecer las calles, a John sólo parecía importarle el aire, porque su rostro se confortaba y sus ojos parpadeaban acelerados, desconcertados de tanta luz. A la fecha no recuerdo la voz de John, tampoco una sola conversación, salvo el inusitado “hola” que utilizaba al saludarme.

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