En el centenario del fallecimiento de Emilia Pardo Bazán convendría separar anécdotas de categorías. El mal llamado pazo está ligado a una de las más grandes intelectuales españolas de todos los tiempo.
El palacio de El Pardo fue la residencia oficial de Francisco Franco desde 1939 hasta su fallecimiento. Convertido en el epicentro del régimen, aquel recinto que había comenzado su historia en el siglo XV como pabellón de caza real, fue testigo no solo de la cotidianidad del jefe del Estado sino también de su acción política. Allí se reunía el Consejo de Ministros, se tomaban las grandes decisiones que condicionarían a los españoles, y el propio Generalísimo fue sometido a una operación a vida o muerte en un improvisado quirófano que se quedó sin suministro eléctrico en plena intervención. Incluso la propaganda oficial puso en circulación un mito cursi, el de la “lucecita del Pardo”, para ensalzar la vigilia perenne del dictador, bulo que el teniente general Franco Salgado desmontó.
Después de 1975, el palacio de El Pardo cerró este capítulo franquista de 36 años para desempeñar funciones similares a las que desde sus orígenes había cumplido al servicio de la Corona y del Estado. Con los Borbones pasó a ser residencia invernal de la corte, y allí falleció Alfonso XII. Con la República, don Manuel Azaña lo utilizó igualmente como casa presidencial, y allí tuvo noticia del levantamiento militar del 17 de julio. Y a partir de 1980 fue nuevamente reformado para que recuperara utilidades que ya había tenido: la de ser residencia de los mandatarios extranjeros en visita oficial y acoger actos de relevancia política, social o cultural.
El mal llamado pazo de Meirás —denominación totalmente ajena a los Pardo Bazán— cuya propiedad acaba de ser atribuida en firme al Estado español, fue obsequiado en 1938 como residencia de veraneo a Francisco Franco, que como tal la utilizó junto con el donostiarra palacio de Ayete, donde también tuvieron lugar, al igual que en Meirás, consejos de ministros, y de donde Franco partió para su entrevista con Hitler en Hendaya.
Del mismo modo que el palacio de El Pardo, Meirás tenía una historia propia antes del paréntesis franquista. Después de ser botín de guerra cuando la francesada, y tras un complicado pleito sucesorio, Miguel Pardo Bazán, el abuelo de la escritora que lo definió como “un liberal aforrado en masón”, colegial de Fonseca y combatiente en el Batallón literario contra los invasores y luego militante contra el absolutismo, se hizo con la propiedad de la granja de Meirás, donde su hijo José, “un hombre ilustrado, que tiene aficiones de político, jurisconsulto y agrónomo” según la novelista, hizo agricultura experimental. Allí se casó doña Emilia el mismo año de la Gloriosa, y lo convirtió luego en “el lugar donde siento más de continuo la ligera fiebre que acompaña a la creación artística” tal y como confiesa en los “Apuntes autobiográficos” que prologan Los pazos de Ulloa de 1886.
Faltaban entonces todavía unos años para que en 1894 la escritora iniciase, con el total apoyo de su madre, la transformación de aquella modesta granja —nunca pazo— en el ambicioso proyecto de las Torres de Meirás, concluido en 1907 bajo la atenta dirección de ambas, que se distribuyen el trabajo. A Emilia le corresponde precisamente la fábrica, de lo que ella misma se jactaba en carta a Emilio Ferrari: “Tenemos obra abierta, sin más arquitecto ni más dibujante que yo”. Igualmente, por su correspondencia con Blanca de los Ríos sabemos que pidió consejo en su empeño a grandes amigos como José Lázaro Galdiano o Francisco Giner de los Ríos, su más influyente mentor intelectual, que cultivaba incluso la relación veraneando asiduamente en Galicia. Tan solo consta el encargo al arquitecto Rafel Balsa de la Vega de la nueva capilla, en la que la condesa manifestó reiteradamente que deseaba ser sepultada y no en la cripta de la madrileña iglesia de la Concepción, adonde se trasladó su féretro desde el cementerio de San Lorenzo, deseo que cien años después de su muerte todavía no se ha cumplido, en parte por ese paréntesis franquista abierto en 1938 que ahora, en 2021, debería cerrarse también en lo que afecta a esta circunstancia luctuosa.
En todo caso, allí Emilia Pardo Bazán no solo escribió la mayoría de sus páginas de creación narrativa y teatral, de crítica literaria, de pensamiento feminista y de debate periodístico, sino que también cultivó, como en su salón madrileño, la tertulia y la relación con personalidades de la vida cultural y política española, desde el poeta José Zorrilla hasta Miguel de Unamuno, que recoge en Por tierras de Portugal y España la huella que dejó en él su estancia en las Torres, donde leyó a Rosalía de Castro durante unos “días de regalo espiritual” en que su “buena amiga doña Emilia” lo rodeó “de cultura y de tolerancia”.
Con ello, según el rector salmantino, en Meirás “usted ha hecho una de sus más nobles obras”, afirmación muy certera y valiosa por venir de quien venía, pues las Torres representaron la creación de una escritora y una intelectual eminente no solo en beneficio de su propia producción literaria, que noveliza aquel recinto en La Quimera en donde aparece transmutado en el pazo de Alborada, uno de cuyos personajes, Silvio Santiago, es trasunto puntual del pintor Joaquín Vaamonde que allí falleció. Precisamente la escritora reservó para sí la que ella misma denominó “Torre de la Quimera”, el espacio privilegiado de su obrador, de su biblioteca y de su intimidad, abierto al paisaje de la Mariña desde el “balcón de las Musas”.
El centenario de un escritor que alcanzó gran fama en vida ofrece una oportunidad de oro para valorar cuál ha sido el recorrido póstumo de su obra y hasta qué punto ha continuado viva la memoria de su personalidad creativa e intelectual. El paso de los años hasta llegar a cien, como es el caso de Emilia Pardo Bazán en 2021, se erige en el gran juez de la literatura en cuanto a su pervivencia, pero la voluntad de alcanzarla está en el propio origen de la vocación artística.
La perspectiva histórica que nos proporciona todo un siglo en el que la autora ya estuvo presente tan solo a través de sus libros nos permite afirmar que Emilia Pardo Bazán ocupa un lugar preeminente no solo entre los literatos de su tiempo, sino entre los intelectuales españoles de entre siglos. No les cede primacía en ningún rubro; muy al contrario, en alguno de ellos, especialmente valioso y apreciado cien años después, no encuentra parangón. Y para mí que hay dos vectores especialmente significativos a este respecto: Emilia Pardo Bazán, que se definió a sí misma como una “radical feminista”, fue la gran aportación española a la primera ola de la reivindicación intelectual y activa de la igualdad de la mujer, y destacó a la vez por su cosmopolitismo al que aludía en una carta a Narcís Oller: “En España creo ser una de las pocas personas que tienen la cabeza para mirar lo que pasa en el extranjero”.
Ese cosmopolitismo asoma también en la creación de las Torres de Meirás. No es de dudar su inspiración en la granja escocesa de Cartleyhole que Sir Walter Scott transformó hacia 1811 en Abbotsford, definiéndola como “a sort of romance in Architecture” [una especie de romance en Arquitectura]. La francofilia de nuestra escritora nos conduce, sin embargo, hacia otras dos conexiones inexcusables: la mansión de La Vallée-aux-Loups que René de Chateaubriand construyó también a su imagen y semejanza, en cuya torre Velleda comenzó a escribir Memorias de ultratumba, y la casa de Médan, el templo del naturalismo al que doña Emilia peregrinó, adquirida por Émile Zola en 1878 y adornada también con dos torres, en una de las cuales, la de planta cuadrada, tenía su despacho el autor de Thérèse Raquin.
Vueltas las aguas a su cauce, a la hora de recuperar las memorias de Meirás en el año del centenario de una autora cuya obra ingente sigue viva, convendría separar anécdotas de categorías. Hay recintos mucho más significativos como icono del dictador que su lugar de veraneo, cuando este, tanto como granja como Torres de Meirás, está íntimamente ligado a la potencialidad creativa y al legado de Emilia Pardo Bazán, que merece un lugar preeminente en nuestra memoria histórica y cultural.
Darío Villanueva fue director de la RAE entre 2014 y 2018.