S.E.R. Card. PIETRO PAROLIN
Secretario de Estado
Vuelvo siempre con mucha emoción interior a esta Basílica, corazón espiritual de México, para arrodillarme ante la venerada imagen de Santa María de Guadalupe, Madre del verdadero Dios por quien se vive, con la misma fe y el mismo amor que he visto en el rostro y en los ojos de tantos mexicanos durante los años de mi permanencia en esta tierra.
Aquí donde la Virgen María ha querido permanecer estampada en el ayate de san Juan Diego, para manifestarse y mostrarse como Madre espiritual de todos, resuenan como consuelo y aliento sus palabras, verdadero bálsamo para todo corazón afligido e inquieto: «¿No estoy yo aquí que soy tu madre? Oye y ten entendido, hijo mío, que es nada lo que te asusta y aflige, no se turbe tu corazón, ¿no estoy aquí, que soy tu Madre.» .
La última vez que estuve aquí, acompañaba al Santo Padre Francisco, en su memorable viaje en febrero de 2016. Hoy les traigo su cariñoso saludo y su bendición apostólica. De esa visita recordamos el largo tiempo que el Papa transcurrió en oración silenciosa ante la imagen de la Virgen, un diálogo intenso del hijo con su madre, de un hijo que ha sido llamado a ser padre y pastor, y por esto tiene particular necesidad del sostén y la intercesión de Aquella a quien proclamamos como Madre de la Iglesia y Reina de los Apóstoles. Por esta razón, rezamos por el Papa, tal como él siempre lo pide a los fieles, a la vez que escuchamos su llamada a vivir un tiempo de gracia en toda la Iglesia, preparando y realizando el próximo Sínodo de los Obispos sobre el tema: Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión. Deseo, al mismo tiempo, agradecer a los Obispos mexicanos por el esfuerzo que ya están cumpliendo en la promoción de un verdadero espíritu sinodal, tanto a nivel diocesano como a nivel de Conferencia Episcopal.
De la visita del Santo Padre recordamos también sus palabras cuando dijo que el pueblo es el verdadero santuario que Santa María de Guadalupe pide que se construya incesantemente: «El santuario de Dios es la vida de sus hijos, de todos y en todas sus condiciones, especialmente de los jóvenes […] expuestos a un sinfín de situaciones dolorosas y riesgosas, de los ancianos […] de nuestras familias que necesitan construirse y levantarse. El santuario de Dios es el rostro de tantos que salen a nuestros caminos», sobre todo, los rostros sufrientes que nos duelen, como los migrantes, los excluidos, los que están sometidos por las drogas, los jóvenes sin oportunidades, los niños abandonados en nuestras grandes ciudades.
Reunidos este Domingo para celebrar el Día del Señor, hemos escuchado en el Evangelio de san Marcos la escena de aquella barca en la que iban Jesús y sus discípulos cruzando el lago, hasta que, de pronto, de manera inesperada, quedó en medio de fuertes vientos y sacudida por las olas que casi la hundían, ante el temor de todos y la aparente ausencia de Jesús quien dormía profundamente. Sin embargo, frente la súplica de los discípulos, bastó una palabra de Jesús para regresar la calma y la tranquilidad. Es entonces cuando Jesús le da el sentido pleno a toda esta situación cuestionando a sus discípulos: «¿Por qué tenían tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?» Esa barca en medio de la tormenta es símbolo de tantas circunstancias que debemos experimentar de manera personal y social, en nuestras familias y en nuestras naciones, en nuestras comunidades y en la Iglesia toda.
No podemos dejar de pensar en lo que estamos viviendo en nuestros días a causa de esta pandemia. Esta nueva realidad, que ha azotado al mundo entero, nos ha hecho sentir nuestra fragilidad humana, paralizando nuestras actividades, afectando nuestra salud y llenando de luto a muchas familias, ante la aparente ausencia de Dios. En medio de tantas pruebas, la Iglesia, como familia de familias, ha tratado de estar cerca, de acompañar, de orar, de interceder por tantas personas heridas no solo en su cuerpo sino también profundamente en su espíritu. También hoy nuestra súplica ha llegado a los oídos de Dios como un grito casi desafiante: Señor, ¿dónde estás?, Maestro, ¿por qué estás durmiendo? Y el Señor nos ha hecho sentir nuevamente su presencia a través de la generosidad y el servicio de tantas buenas personas, que nos han asistido espiritual y físicamente, personas dedicadas que han sabido compartir, que nos han acompañado con la oración. Sí, incluso en este tiempo de prueba, el Señor se ha dado a conocer, nos ha levantado, nos está levantando, para construir juntos el futuro de nuestras comunidades y del mundo entero.
Estando aquí, ante la Emperatriz de las Américas, cómo no pensar también, al contemplar la barca sacudida por los vientos y las olas, en la situación que México, como muchos otros países latinoamericanos, vive desde hace muchos años: la desigualdad social, la pobreza, la violencia del crimen organizado, la división por causas políticas, sociales y hasta religiosas. Un México que tiene necesidad de reconciliarse consigo mismo, de reencontrarse como hermanos, de perdonarse mutuamente, de unirse como sociedad superando la polarización. Un México que sepa mirar a su historia para no olvidar la gran riqueza de sus raíces y la herencia recibida en los valores que han forjado su identidad a lo largo de muchas generaciones. Como creyentes, reconocemos que el encuentro con Jesucristo ha sido y continúa siendo el don más valioso y trascendente para los pueblos y las culturas de esta Nación y del continente americano. Para abrir mejores caminos hacia el futuro, un futuro de reconciliación y de armonía, tenemos que consolidar y profundizar nuestra fe en Jesucristo.
Necesitamos también nosotros aquella fe que nos pide Jesús en el Evangelio de hoy, contra todo desaliento, temor o desconcierto. Necesitamos que nuestra fe en Cristo resucitado, nos ayude a ser constructores de una mejor sociedad a partir de nuestras propias familias y desde el lugar que ocupamos en la vida pública.
Tenemos necesidad de la fe de María, de aquella fe por la cual ella es grande y por la cual es bienaventurada como la saludo su prima Santa Isabel: “Feliz de ti que has creído”. Una fe profunda, una fe convencida, una fe coherente, una fe operante, una fe que se transforme en testimonio de vida porque, lo sabemos, la separación -y tal vez la contradicción- entre fe y vida es uno de los más graves escándalos que los cristianos pueden dar al mundo. Es mejor ser verdaderamente cristianos que sólo llamarse tales, decía San Ignacio de Antioquía. María es un verdadero modelo de esta fe, ella que escucha la Palabra, la acepta y la realiza (Cfr. Lc 1, 38), que medita la Palabra en su corazón (Cfr. Lc 3,51) y sale al encuentro de los demás (Cfr. Lc 1,39-40), que sigue a Jesús hasta la Cruz (Cfr. Jn 19,25), e iluminada con la resurrección, permanece unida en la oración con todos los discípulos hasta ser transformados con la experiencia del Espíritu Santo (Cfr. Hch 1,14).
Es esta la intención principal por la cual deseo rezar en este día, junto con todos ustedes que participan de esta celebración. En el día del Padre, confiamos a todos los padres también a la intercesión de María y de su esposo San José, de quien celebramos el año jubilar, reconociendo la delicada y compleja misión que los padres cumplen en corazón de sus familias y en la sociedad. Una misión que se ha vuelto hoy día más difícil.
Pidamos, finalmente, a Nuestra Madre, Santa María de Guadalupe, que ha venido a nuestro encuentro en el Tepeyac para congregarnos como hermanos alrededor de Jesús, que la Iglesia, que peregrina en México y en todo el mundo, renueve su fe y logre dar el buen testimonio de Cristo, manifestando su amor misericordioso para todos los hombres.
Amen.