Ahora, en considerables perímetros de la ciudad no existen ya los callejeros. Sólo en periferias proletarias, mercados céntricos y cerca de los basureros grandes uno ve suelta y sin amo a la perrada. Antes, en la relación interespecies había desenfado, el animal era parte inconsciente de un hogar, comía nuestras sobras, a lo más le hervíamos tuétanos, tortillas o mollejas. Apenas comenzaban los alimentos industriales como el Api Can. Hoy, supermercados, tiendas de conveniencia y el tendajón de la esquina venden alimento para perros y gatos. Pasillos completos, y no hay barrio, por modesto que sea, sin depósito de croquetas, tienda para mascotas y consultorio veterinario. En los rumbos finos se ven clínicas de conducta, estéticas y spas para los canes de nuestros más sentidos afanes.
Hoy nadie se atreve a patearle el culo en público al perro propio, mucho menos al ajeno. Lo podrían denunciar y sancionar por violentar los derechos animales definidos y reglamentados (Gran Bretaña nos lleva ventaja).
Antes cuidaban el jacal, el ranchito, el taller, el patio. Hoy funcionan como perrhijos, se les comentan las noticias, celebran los goles de la televisión con sus dueños y no sólo nos traen las pantuflas o el six de cervezas. Nos comprenden. Siguen siendo la única garantía de que alguien nos recibirá con gusto al regresar a casa cansados, frustrados o de malas. Se han vuelto un antídoto contra la soledad y la tristeza.
Los significados cambian. Cuidado con el perro
advertía que el animal podría mordernos. Hoy se lee igual que cuidado con el césped
. Nos hemos aficionado a canes que son jarritos de Tlaquepaque.
Comprados, regalados, adoptados. Ya no se ven los solovinos que se nos entenaban. Razas y mestizajes a montón, como los carros: de agencia y con pedigrí, o de segundo cachete y piezas de otros modelos. Variedad de tamaños, colores, pelambres y orejas. Unos caben en el bolsillo, otros podrían cargarnos. Prosperan las peluquerías a domicilio en bonitas camionetas transparentes que uno cita por teléfono.
La pandemia y sus secuelas rebajaron una función hasta hace poco muy socorrida que era la de permitir socializar a los amos y ligar llegado el caso. Para eso estaban los parques y los perródromos del rumbo. Ahora sé de muchos que prefieren estar con Firulais que con la gente. Es el único ser que no nos va a criticar ni reprochar, nunca nos insultará ni nos retirará el habla. Bien decía Ítalo Calvino: nada humano le es ajeno.
Cuando un político o gobernante se quiere ver afable y bien intencionado se exhibe con su perro. Clásicos Bush y Obama en la Casa Blanca. Para gente que no tiene nada que decirse, da tema de conversación. Cuando alguien pondera en ausencia a su mascota, uno llega a creer que celebra las gracias de un hijo tarado.
Está el problema de las deyecciones. Cualquier barrio, hasta los de postín, puede traernos un efluvio de orina y caca en horas calurosas. De las reglamentaciones actuales escapan los meados; el animal alza la pata o se acuclilla y estampa su firma en árboles, puertas, llantas y postes que luego nadie limpia. La caca plantea una seria problemática, pero nuevas normas de civilidad nos conminan a recogerla con guantes, bolsitas de plástico e ingeniosas palas recogedoras. Cuando la gente pasea al perro filosofa sobre la mierda, lo cual es encomiable.
También nuestras mascotas son cómplices y causantes de la contaminación y el cambio climático. Emiten demasiados gases, la producción de sus alimentos procesados origina cantidad de residuos tóxicos y deja una huella ambiental indeleble.
Del Argos de Odiseo al King de John Berger, han sido materia literaria que no falla. Debemos a Jack London personajes inolvidables como Buck, Colmillo Blanco y Miguel, perro de circo. Thomas Mann se aprovechó de su perro igual que hizo con su familia y los conocidos para lucirse como novelista. Kafka, Bulgákov, el Remo de Unamuno. Habrá quien diga que es el único animal a la altura del arte.
La humanidad a fin de cuentas se divide entre quienes prefieren al perro y quienes optan por el gato. A veces con posturas irreductibles. Uno proyecta en la especie de su elección personalidad e ideales. Otro rollo son quienes aman al caballo. La ciudad y los gatos ameritan reflexión aparte, más cercana al reino salvaje, asumiendo que no hay en la naturaleza dos especies mejor conchabadas que el perro y el humano.