Carmen Parra y la música de los ángeles
Vilma Fuentes
En el interior de la joya del arte barroco que es el templo de Santiago Apóstol de Nurío era acaso posible escuchar los ecos de la música de los ángeles. Cargados con sus instrumentos, querubines y putti revoloteaban en círculos, formando volutas al elevarse desde el sotocoro hacia las techumbres. Quienes decoraron esta iglesia con sus pinturas de ángeles, serafines, arcángeles y angelillos, si bien obedecieron a la idea de transmitir a los feligreses los principios religiosos, sin duda aspiraron en un supremo anhelo, tarea imposible, a pintar la música y plasmar no sólo los sonidos de los instrumentos y el canto que escuchan los oídos humanos, sino pintar también la música celestial, la cual, según el pensamiento religioso de la época, es la música de los astros en el espacio estelar y que, si el oído de los hombres no alcanza a escuchar, expresa la armonía del universo y se asocia a lo divino.
La aspiración de los pintores de la iglesia Santiago Apóstol de Nurío es quizás la misma que inspiró a Dante Alighieri los cantos de la Divina Comedia. Pero los trazos de la pintura no siguen los mismos caminos que se abren a la escritura. En los muros del templo, el vuelo de los ángeles los va elevando hacia la cúpula donde aparece el sol, la luz, al centro de un círculo encuadrado. Dante comienza por descender al fondo de los círculos del Infierno: la iniciación sucede en un silencio absoluto. Ningún ruido natural, las bestias no aúllan, el león no ruge, ni siquiera sale sonido alguno de la boca del poeta mientras desciende ahí, “donde el sol calla”. Silencio absoluto, silencio de muerte, silencio del “sueño” donde Dante se hunde. Silencio también del sol, de Apolo, dios de la luz y de la música. Largo viaje por los infiernos donde los aullidos resuenan y las blasfemias aturden, no hay deseo en ese inframundo cerrado como no hay tampoco esperanza. La errancia prosigue en el Purgatorio, donde los suspiros cesan de ser quejas. Virgilio, su guía, lo deja en manos de Beatriz, con quien emprende el camino de la ascensión hasta el lugar donde se escucha cantar a los ángeles:
Escuché el “Hosanna” pasar de coro en coro
hasta el punto fijo que los mantiene en su lugar,
y los mantendrá siempre, donde siempre fueron.
Música aún instrumental que el oído humano escucha en su interior. Armonía de la comunión consigo mismo, los ecos de la música resuenan en el espíritu. Entre los millares de ángeles, al centro, un pájaro en llamas, fuego sagrado, revolotea y baila. Dante escucha de nuevo el silencio. Sus oídos no pueden percibir la música celestial mientras su alma no trascienda.
El viaje de Dante acaba en silencio en el último Canto del Paraíso. En un destello, el secreto del orden universal se le revela cuando su mirada se sume en la luz eterna del “amor que mueve el sol y las otras estrellas”. La música misma es impotente para decir esta llama. Todo es luz y silencio.
El Ave Fénix, consumida por su fuego, renace de sus cenizas. Resurrección que trasciende la muerte. Los ecos de la música celestial seguirán sonando en la iglesia de Santiago Apóstol. Sus notas se escuchan ya en las pinturas donde Carmen Parra recupera de las llamas el canto de los ángeles.
¿Quién mejor que esta artista para recoger los carbones ardientes del templo de Santiago Apóstol esparcidos por el fuego y el viento? Carmen Parra tiene una larga frecuentación con querubines, ángeles, arcángeles y serafines. A su manera, con sus pinceles, ha escalado los peldaños del Paraíso. Creadora de un estilo neobarroco que le es propio, escucha palpitar en su pintura las ánimas del mundo
prehispánico que resurge en el interior del arte colonial. Sus vírgenes de Guadalupe brotan de esa fusión de dos civilizaciones. Sincretismo y vita nuova.
No en vano, Carmen Parra dedicó varios años a explorar la Catedral de Ciudad de México. Ningún rincón, ningún recoveco, le son desconocidos. Pintó sus campanarios, sus terrazas, sus torres, sus columnas y sus techos. Reprodujo en su pintura Cristos y tantas otras imágenes de cuadros pintados antaño, a veces dañados o perdidos. Convirtió su órgano en un géiser de rayos de luz que se elevan hacia el Cielo. Carmen sabe que el pentagrama de la música de los ángeles son los rayos de la luz donde danzan los sonidos.
Hace ya más de dos años, el 15 de abril de 2019, vi, a través de las lágrimas, el incendio de la catedral
de Notre Dame de París. El techo en llamas, se temía por las dos torres. Los bomberos luchaban contra el fuego: trepados en sus altas escalinatas, desafiaba las llamaradas. La gente, de pie en las banquetas de la calle al otro lado de muelles del Sena, miraba la catástrofe en silencio, los ojos húmedos. Cuando la flecha de la Catedral se inclinó antes de caer, sentí el estremecimiento humano temblar a mi alrededor. Las cámaras de televisión filmaban lo impensable y lo transmitían al mundo entero. Estaba sucediendo lo inimaginable ante nuestros ojos. Recordé la primera vez que vi Notre Dame. La contemplé de lejos, bloque monumental. Al irme acercando, iban apareciendo las figuras de las estatuas que pueblan su fachada. Lloré, en ese entonces una tarde de 1975, con el sentimiento que se tiene ante la revelación. Ahora, ante las llamaradas que devoraban la Catedral, pensé en el altar de la Virgen de Guadalupe, con su profusión de veladoras encendidas. Las llamas no lo tocaron como tampoco quemaron ningún otro altar. Hoy, una grúa que rebasa la altura de lo que fue el techo y de sus torres, se yergue sobre Notre Dame con sus luces encendidas cada noche.
Cuando supe que la iglesia de Santiago Apóstol de Nurío se había incendiado, me asaltó una emoción viva, personal, de dolor y de rabia. Telefoneé desde París a Carmen Parra. ¿Quién mejor que ella para informarme de esa joya barroca? Bellefroid le pidió que recuperara sus pinturas con la suya. Carmen pasó al acto. Acto de salvación, de renacimiento y de hallazgo.
A lo largo de su obra, esta original y prolija artista ha pintado pájaros y ángeles en su obsesionante voluntad de pintar el vuelo. El aire que suspira cuando revolotean cantando criaturas invisibles al ojo de los hombres. Cuando la vida se detiene para escuchar al viento. Como lo escuchó, ensordecido por la música del silencio, Ezra Pound:
Dejad al viento hablar,
ése es el Paraíso.