No sólo eso: con el tiempo se ha incorporado a las leyendas anónimas de esta ciudad que se escuchan en cafés, bares, cantinas y aun en taxis.
Dice Graham Greene que los verdaderos amores trágicos son por definición los de los niños y los de los viejos porque ninguno de los dos tiene esperanza. Las batallas en el desierto es la historia de un amor infantil. De un niño de ocho años que se enamora de la madre de su mejor amigo.
Además de la reflexión de Greene, 1978 fue un año clave para la concepción de la novela. Ese año José Emilio Pacheco sintió como una herida personal, según decía, cuando vio cómo unas máquinas arrancaron del suelo de la colonia Roma los árboles que había visto toda su vida. Se los llevarían a un vivero en Cuajimalpa y a cambio llenarían de árboles las nuevas avenidas. Promesa del entonces regente Carlos Hank González que no cumplió.
El poeta sabía que la destrucción física también provoca la destrucción de la memoria. Sin señas de identidad, una ciudad se convierte en otra ciudad. Su historia se difumina y apenas queda registro de ella en algunos libros o en un puñado de fotografías que sólo unos cuantos consultarán.
En 1978 José Emilio tenia 39 años y escribió la novela de un tirón. Varios meses se pasó corrigiéndola, hasta que la dejó en el formato que conocemos de 52 páginas.
Cuando en 1980 Pacheco ganó el Premio Nacional de Periodismo por divulgación cultural, su amigo Fernando Benítez le pidió algo para publicar en el suplemento que dirigía. El poeta le entregó la novela, que llenó buena parte del número 135 del suplemento Sábado del 7 de junio. El lunes siguiente Neus Espresate le pidió el original para publicarlo de inmediato en la editorial Era.
Desde entonces, la historia de Las batallas en el desierto no ha dejado de permearse en los distintos Méxicos que forman México, en las nuevas generaciones y en lectores de otros países.
Esa historia tan local y tan llena de referencias de la vida cotidiana como la penetración del american way of living en la clase media mexicana a través de aparatos electrodomésticos, productos como el jabón en polvo, refrescos y la pérdida de la fisonomía de la ciudad son el telón de fondo de esta historia de Carlos, Jim y su madre, Mariana. También, claro, la institución de la casa chica como elemento recurrente de los rituales de la clase políti-ca mexicana.
Además de decenas de ensayos académicos sobre el libro, de múltiples reseñas que se han hecho, muchos lectores se han apropiado de la historia como parte de su biografía. Algunos le reclamaron a José Emilio Pacheco, según dijo en varias ocasiones, por el retrato cruel de mi abuelo
, y otros han sentido haber inspirado a alguno de los personajes. Una ficción sin duda tan verosímil que nos ha hecho ver la realidad del México de esos años… y del de ahora, porque el irracional crecimiento inmobiliario y otras obras urbanas continúan mermando el número de árboles en la ciudad.
Qué antigua, qué remota, qué imposible esta historia nos dice Carlos al final del libro. “Pero existió Mariana, existió Jim, existió cuanto me he repetido después de tanto tiempo de rehusarme a enfrentarlo… Demolieron la escuela, demolieron el edificio de Mariana, demolieron mi casa, demolieron la colonia Roma. Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola”.