Poesía, cine, público y patria
José María Espinasa
En México ocurre, no sé si con más frecuencia que en otros lugares, que escritores de otras lenguas encuentren en nuestra tierra un lugar de inspiración y/o de residencia, y que ese encuentro dé obras literarias de gran envergadura. El mejor ejemplo es, sin duda, Malcolm Lowry su Bajo el volcán. Entre los ingleses destacan Graham Grenne, d. h. Lawrence y Evelyn Waugh, no siempre con miradas clementes sobre lo que aquí ocurre. Entre los franceses destaca el paso de algunas de las grandes figuras del surrealismo escrito, aunque también del pictórico, como Breton, Peret y Artaud, que ha servido a la ensayista e historiadora literaria Fabienne Bradu para hacer una trilogía del asunto.
A veces la vida que llevan entre nosotros es discreta, casi diría que oculta, de manera voluntaria, y de pronto el lector se sorprende de que un escritor al que admira haya vivido cruzando la calle. Por ejemplo, dos escritores de lengua francesa, notables en el contexto de la literatura de ese idioma y más o menos de mi edad, han pasado parte de su vida entre nosotros, sin que nos demos cuenta, mientras que en sus países, Bélgica y Francia, son bastante conocidos y leídos. Hablo de Pierre Yves Soucy y de Frédéric-Ives Jeannette. La circulación de los textos tiene caminos impredecibles.
Uno de esos escritores, de lengua inglesa y también de mi generación, es Jennifer Clement. El éxito de sus novelas en Estados Unidos es notable. Es una escritora premiada y admirada. Y me da gusto que esa, llamémosle fama, alcance considerable envergadura. Por eso celebré en su momento la atención que su libro La viuda Basquiat tuvo, y celebro ahora que vaya a ser llevado a la pantalla y nada menos que por Steven Spielberg, uno de los nombres mayores de la industria fílmica. Jennifer ha sido directora del Pen Club mexicano y lo es ahora, creo que todavía, del pen international. Si su obra narrativa muestra talento y oficio, aquí me quiero ocupar de otras de sus facetas. Por ejemplo, la de promotora cultural. Alguna vez leí poesía en San Miguel Allende en un festival que organizaba ella, principalmente de poetas en inglés, donde tuve la suerte de conocer y tratar unos días a w. d. Snodgrass, a quien no había leído nunca y me gustó mucho. El festival era muy bueno y contaba con público interesado.
Ella misma ha escrito –no sé si fue lo primero que publicó– poesía notable y al menos un libro suyo, El marinero de Newton, fue publicado en español aquí por El Tucán de Virginia. El creciente prestigio de esta escritora se debe en buena medida a la seriedad y rigor con que trabajó en un tema que se podía prestar a la superficialidad y al oportunismo por tratar la vida del gran pintor, estandarte de la rebeldía y el estilo sesentero. Uno de los más talentosos artistas del período pop, y uno de los que mejor ha resistido el paso del tiempo (Andy Wharhol, por ejemplo, se nos cae a pedazos como artista y sólo queda, como en el caso más añejo de Dalí, el publicista de sí mismo). Ella no se planteó el asunto con superficial nostalgia ni desdeñó los claroscuros de ese mundo, y luego consiguió mirar el asunto desde el lado femenino.
Soy plenamente consciente de los alcances que tiene la poesía –minoritaria casi siempre–, la narrativa –algunas veces alcanza un gran público– y el cine –que lo aumenta geométricamente– frente al auditorio. He contado en ocasiones que, en una presentación de un libro de poesía de Joaquín Cosío, notable poeta, el auditorio con capacidad para cien personas resultó insuficiente para los trescientos que llegaron a oírlo (y los organizadores, acostumbrados a veinte personas promedio, no sabían qué hacer). En efecto, no fueron a oír al poeta sino a ver al actor, pero –y eso me parece importante– se llevaron la voz del poeta. Que el cine se haya fijado en la literatura de Jennifer Clment me parece muy buena noticia: me da mucho gusto, como me dio gusto en su momento que novelas o guiones de Daniel Sada, Juan Villoro y algún otro amigo mío haya sido llevado a la pantalla. A Jennifer, quien supongo que en los diccionarios literarios aparecerá siempre como escritora estadunidense, yo la considero un poco o un mucho mexicana, aunque escriba en inglés, como me ocurre con Frédéric-Ives Jeanett o Soucy, aunque escriban en francés, porque creo que la experiencia de lo nacional, si se le quita la parte del peligro ideológico y la demagogia, es en realidad afectiva. Se ha dicho algunas veces, con razón, que la patria de un escritor es la lengua que lo hace o apenas unos pocos metros cuadrados del suelo que pisa. También, lo pienso ahora, se puede decir que la patria de un escritor son sus amigos, y ésos no están condicionados ni por la lengua ni por el territorio.
Para redondear el asunto, la película Noches de fuego, de Tatiana Huezo, también basada en un libro suyo, recibió en Cannes una ovación de casi diez minutos. En sus 125 años de existencia, el cine ha ido de la mano con la literatura. El espacio se me acaba y no alcanzo a tratar otras aristas del hecho: que ella tenga en varias de sus novelas tema mexicano, que la relación con el cine venga de antes y que no sea sólo La viuda Basquiat el libro que interesa para ser llevado a la pantalla. La directora Julie Taymor adapta Gun and Love (Amor armado). Pero no puedo dejar de llevar agua a mi molino: hay que leer también su poesía.