Piedras para un epitafio

Piedras para un epitafio
Hermann Bellinghausen
Estaba todavía en mis 13 el año que todo cambió. Como los chavitos de buena parte de la tierra urbana, me sumergí en lo que yo entendía como rocanrol, placentero, en onda, juguetón, más bien trivial.
Las buenas rolas de la Ola Inglesa sonaban en español con bandas locales tipo los Belmont y lo poco que sabíamos de Dylan era por Peter, Paul y Mary. La novedad eran los Monkees, pioneros del bubble gum (o rock basura). En esas, tuve una revelación. En casa de un fugaz amigo dos o tres años mayor, alguien puso un disco de 45 revoluciones por minuto que era la novedad. De los Rolling Stones. La portada los mostraba espantosos, malignos, oscuros.

No que no supiera de ellos, los de Satisfacción A través de las lágrimas, pero fue al escuchar Ruby Tuesday cuando descubrí que el rock era mucho más. Y en el lado B, Let’s Spend the Night Together, con la fama de estar prohibida en las radiodifusoras de Estados Unidos, pero no en las frecuencias de Radio Capital. Ahí estaba todo. Belleza y desafío, poesía e insolencia, ritmo y melodía, sexo, drogas y rocanrol. Un beat tan preciso que, como en el jazz, su fuente podía pasar desapercibida. El tam-tam secreto de la sección rítmica de los Stones: Bill Wyman y Charlie Watts.

La transformación del rock en arte venía sucediendo desde 1966, Revolver y todo eso. En 1967 me vine a enterar. Me nació una pasión muy de mi generación por el rock, un de pronto océano de posibilidades sonoras y sensoriales completamente nuevo. El epicentro estaba en Inglaterra, donde los proletarios blancos se hicieron los negros y la gente entendió qué implicaban y permitían las canciones de Bob Dylan. Bandas y solistas se entre-perseguían y odiaban, se pachequeaban y revolvían, llenándonos la cabeza de ideas e imágenes. Aquello rápidamente evolucionó a Cream, Traffic, King Crimson, Pink Floyd, Procol Harum, David Bowie, Led Zeppelin y todos los que ustedes saben. Se alcanzó una calidad sonora tal que hasta los celosos melómanos clásicos de las generaciones anteriores tuvieron que apechugar con el Sargento Pimienta, aunque el rock no buscara esa clase de respetabilidad.

En medio de aquel fenómeno cultural (que marcó a las juventudes de Europa y Norteamérica, Argentina, México, Perú, Japón, Australia y hasta en el comunismo) se erigió una piedra que, haciendo honor a su nombre y a Muddy Waters, devino determinante a partir de 1969, cuando se dio en llamarla la mejor banda de rock del mundo. Si alguno de todos aquellos grupos tenía con qué durar 60 años, eran los Rolling Stones. Como Robert Johnson (a quien plagiaron sin piedad), han de haber firmado un pacto con el Diablo. Sus satánicas majestades hicieron al devil subversivo al abonarle simpatías, como bien captó Jean Luc Godard en One Plus One.

El periodo de mayor grandeza Stone abarca menos de una década e inicia con el sencillo Jumpin’ Jack Flash y el álbum Beggars Banquet en 1968, la última y nos vamos de Brian Jones, iniciador del grupo, antes de desabarrancarse e inaugurar el ciclo autodestructivo del rock. Entre ese año y el siguiente pasa de todo. Los muertos y los perdidos, los santos y los condenados. Las generaciones mayores nos parecen indignas, ya valieron, no les creemos más. Es mejor la verdad del rock. Sustituido Brian Jones por el guitarrista blusero Mick Taylor, una gran ambición le pica a la banda y se convierte en extraordinaria orquesta roquera en estudio y el espectáculo masivo más convincente. Solvencia musical. Liderazgo escénico. Antes de pisar 1970 habían tenido su día florido en Hyde Park y su tragedia en Altamont. Las sacudidas los llenan de música en los estadios. Mientras los Beatles se divorcian, los Stones y su circo heredan el mundo.

El lustro siguiente grabarán una prodigiosa serie de acetatos: Let It Bleed, Sticky Fingers, Exile On Main St’, It’s Only Rock’n Roll y Goats Head Soup. Bailando con Míster D dejan claro que el pacto mefistofélico funcionó. Todavía no llegaba Ron Wood (el ex Faces que ocupó el lugar de Taylor) ni se iba Bill Wyman, harto de la tiranía de los Glimmer Twins. En esos años la guitarra de Keith Richards evoluciona hasta el máximo virtuosismo blusero. Jagger afina su número con admirable energía. Se hacen acompañar por músicos extraordinarios: Ry Cooder, Nicky Hopkins, Billy Preston, Ian Stewart, Jim Price, Bobby Keys. Enaltecen como nadie al rythm and blues y al rock.

Cualquier stonero sabe que el pegamento de esta arquitectura sin igual estuvo siempre en el más discreto y mudo, el único indispensable: Charlie Watts. Un cimiento educado, firme, disciplinado y a la vez liberado por el jazz. Sin solos ni alardes, fue un maestro puro de la batería. En los años posteriores, sorteando al reggae, el rap, la disco y la electrificación ochentera de las percusiones, Charlie Watts siguió cumpliendo como reloj. Lo hizo hasta 2021, sin parar. Sus únicos pares, John Bonham y Keith Moon, no tuvieron la misma suerte. Sin él se acaban los Rolling Stones.

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