Tres días y una vida (T rois jours et une vie, 2019), noveno largometraje del realizador galo Nicolas Boukhrief ( Made in France, 2015), retoma la trama esencial de una exitosa novela de Pierre Lemaitre, guionista también de la cinta y autor que también ha inspirado la trama de Recursos inhumanos (Dérapages, 2020), una atractiva serie disponible en Netflix. Lo que aleja a este trabajo de Boukhrief de las rutinarias sagas policiacas en torno a los sucesos de nota roja que periódicamente estremecen a la opinión pública europea, es su opción de narrar íntegramente la trama desde el punto de vista de Antoine en dos etapas de su vida, como un púber apesadumbrado por acontecimientos que lo rebasan, y como la persona adulta que quince años después, vive todavía obsesionado por una culpa que no es capaz de superar. Con esta observación a las vivencias íntimas del protagonista, el posible thriller convencional se vuelve una exploración sicológica y moral de mayor trascendencia y calado.
El opresivo ambiente de la provincia de las Ardenas, con su población siempre al tanto de la vida de sus vecinos y sujeta a manías paranoicas, sugiere una ambientación literaria propia de un Georges Simenon, maestro belga del suspenso e inspiración de películas emblemáticas del francés Claude Chabrol. El tributo de Boukhrief a ambos autores es evidente. A pesar de que la identidad del responsable del crimen se revela desde las primeros momentos de esta crónica de las tres jornadas de búsqueda del cuerpo del niño Rémi, el director mantiene muy vivo el interés del espectador no sólo en el comportamiento hermético y ambiguo del Antoine adolescente, sino también en la complejidad de personajes secundarios a los que observa minuciosamente. Un caso especial es Blanche Courtin (Sandrine Bonnaire), la madre del joven, mujer solitaria que teje con su hijo una tácita complicidad de abnegación casi inverosimil, o el médico de pueblo (Philippe Torreton), cuyo interés por el porvenir de su discípulo Antoine semeja, por su intensidad y ternura, el de un tutor sentimental, o la personalidad irascible y lastimada de Michel Desmedt (Charles Berling), padre del niño desaparecido, cuya existencia se ve destrozada por el vano esfuerzo policiaco y la impunidad total que avizora en la búsqueda inútil de su hijo.
Todo en la cinta concurre a crear una sensación de pesimismo ante las posibilidades de una justicia humana. Por si ello fuera poco, la región padece, en el momento clave de la investigación del infanticidio, un desastre natural, la llamada tormenta del siglo, que devasta todo con inundaciones, comprometiendo así el éxito de la búsqueda. ¿Qué expone al final esta sucesión de acontecimientos funestos? Por un lado, la frágil armonía moral de un pueblo cuyos valores más nobles coexisten con impulsos xenófobos e intolerantes; la impotencia lamentable de una investigación policiaca comprometida con la burocracia, o la pequeña historia del amor frustrado de Blanche por un hombre polaco, extranjero a quien el pueblo rechaza de modo instintivo, y finalmente las ambiciones rotas de un Antoine mayor (Pablo Pauly), cargado de culpas inconfesables, quien vuelto ya un médico exitoso se ve incapaz de romper las amarras con ese oscuro pueblo con el que comparte la mediocridad moral y una redención imposible.