Para muchos, la vida anterior a la pandemia será un recuerdo borroso, si algo. La sensación de haber estado menos restringidos. En cambio, la incertidumbre, la soledad, el hastío, las dificultades y hasta violencias domésticas en condiciones de encierro fueron su experiencia inmediata, y lo siguen siendo. Como escribe cruda y simplemente Anne Sexton: The world wasn’t / yours, / It belonged / to the big people.
Testigos no mudos pero sí poco escuchados, tienen su propia visión de las cosas, pueril y fantasiosa si se quiere, pero justamente por eso capaz de una lucidez sobrecogedora. Los augurios económicos y climáticos para estas generaciones son turbios, si no oscuros; la pandemia implica un ejercicio de sobrevivencia que las marca a futuro. La idea de la muerte ha sido continua; frecuentemente una experiencia de pérdida concreta. Los mayores de por sí mueren, de uno en uno. Sólo que ahora se arracimaron de repente y congestionaron los panteones o se les arrinconó en fosas como desechos tóxicos.
Los padres, sobre todo las madres, aún si trabajan fuera de casa, han pasado una temporada intensiva y demandante con su prole. Sin el desahogo de la escuela y las actividades extracurriculares de la vieja normalidad, la infancia ha ido
a clases y hecho la tarea, no en la cercanía de otros infantes sino de las instancias parentales.
Recordemos esas fotos y cortos filmados hacia 1960, en el apogeo de la guerra fría, cuando niños y niñas realizaban en la escuela simulacros de un ataque nuclear metiéndose bajo el pupitre y, con suerte, corriendo a un sótano o refugio subterráneo usando mascarillas y cascos. Ocurrió en Estados Unidos, Alemania y el bloque oriental. Quince años antes la niñez había sufrido una guerra muy grande, en Japón, Alemania, Polonia y la Unión Soviética de manera particularmente desastrosa, pero también en el resto de Europa. En adelante se desarrollaron disciplinas y tics culturales acordes con la amenaza nuclear. No una educación, su remedo.
Ahora que el Apocalipsis parece ir lento pero más probable que nunca (ya no un bang sino la agonía de un planeta herido), quizá sea tiempo aún de aprovechar pedagógicamente la crisis pandémica y educar (y aprender enseñando, como quería Paulo Feire) a las niñas y los niños en los cuidados (en esta caso intensivos) de la Tierra, la naturaleza, las costumbres colectivas saludables, las prácticas artesanales (así sean por computadora) y el cuidado de las lenguas no sólo originarias de los pueblos, también el castellano, amenazado por los feísmos ideológicos, el colonialismo técnico y simbólico del inglés y el empobrecimiento tardo-tecnológico de la expresión y la comunicación verbal y escrita.
Tras año y medio de restricción por la pandemia, la escuelas reabren, de manera precaria y neurótica. Bueno, hemos vivido una gran neurosis colectiva en diversos ámbitos, negacionistas o no, pro o antivacuna. El moroso regreso a clases, nuevas
y escalonadas como todo en la normalidad
naciente, que será además paulatino pues muchos menores permanecen en casa, sienta las bases para el mañana de esta niñez que heredará un país y un planeta en condiciones críticas. Ello demanda cambios radicales, y ante todo solidaridad.
Aunque los vientos soplen en contrario, nos encontramos ante la oportunidad única de heredar a la actual infancia y a los jóvenes un código humano que privilegie por sobre todo la disposición colectiva y solidaria. En lo ambiental, en la conciencia de libertad sexual y de género, en el uso responsable de las palabras, en los derechos humanos propios y ajenos (de hecho han ser uno, en colectivo), en la tolerancia dentro de un mundo ferozmente polarizado y de vituperio fácil y gratuito, en la importancia civilizatoria de moderar el consumo.
El individuo será en colectivo, o no será. Es necesario, como nunca, superar lo torcido del presente. El futuro olvido de las niñas y los niños será nuestro castigo por tanta violencia y avaricia, por tanto desperdicio.